El Río Dorado del Yurupary

Bendita y sabia Mama Coca, de celeste estirpe y rostro vegetal, de pequeñas y brillantes hojas que encierran no pocos secretos, sabia en la palabra y veraz apoyo de mi largo caminar; abuela milenaria que antaño acompañaste a los ancestros fundadores al abrigo de un misterio inenarrable venido desde lejos, allende las estrellas, la mismísima canoa-anaconda, y que a fuer de fiel entrega bien nos enseñaste el sentido más profundo del descanso cuando por primera vez la noche fue creada, con sus seres y sus danzas, hace mucho, mucho tiempo. Quienes ya te conocemos hoy te celebramos e imploramos al Señor, bendita Mama Coca, que la gran tiniebla en que ahora mismo naufraga la sufriente humanidad reciba el baño pleno de la luz dorada que habita al interior de cada corazón, porque todo es posible, todo, incluso erradicar de los adentros la primera y más atroz de las enfermedades: la ignorancia.

     “Esto te repito y me repito cada noche, querida Mama Coca, pues en el profundo ensueño sueles revelarme algunos hechos que a mi mente se presentan azarosos, como justo ayer cuando me descubrí husmeando en la lejana selva, en medio de una fronda cargada de humedad untuosa que anunciaba vendaval y quién sabe qué otros estupores. A mi lado había campesinos de varios acentos, de tez curtida por el sol canicular, gente fuerte y luchadora, entre cuyos pares había entremezclados ciertos indios a su vez vestidos a la usanza de los muchos jornaleros. Recuerdo vivamente la picada que me propinó aquel zancudo descreído del tabaco en aguardiente con que pretendía protegerme, y que a punta de fastidios supo señalarme que allí éramos intrusos. Había muchos arbustos, querida Mama Coca, incontables a la vista, aquí y allá, tal que un archipiélago infinito de verdemares brillos bien entreverado con los altos y medianos árboles. «La mata por montones», dije sin palabras, mientras escuchaba el rumor de ignotas aguas acaso caudalosas que un par de guacamayas señalaron con sus alas. Entonces me entraron las ganas de volar para espantar la calentura, y desde arriba descubrí alarmada un cuerpo militar de varios miembros frisando los contornos, «sin duda el anunciado y verdadero vendaval que a diario se repite en nuestra Amazonía, y en todo mi país» –me dije una vez más–, porque la ignorancia es atrevida, amada Mama Coca, y porque los gobiernos, uno tras otro, mediocres en ideas y desbordantes de armada cobardía, no adivinan otra cosa que escarmiento al campesino, a quien entregando su sudor apenas sobrevive pensando en su familia, pretendiendo al mismo tiempo exterminarte, abuela milenaria, y haciendo de tu rostro vegetal su fetiche más odiado”.

Ilustraciones Andrea Van Dexter

Es que los poderes terrenales, asaz prendados de fáustica ilusión, jamás cesaron sus oprobios contra ti. Ya a mediados del siglo XVI varios eruditos a la sazón adscriptos a los concilios eclesiásticos limeños te llamaron «talismán del diablo», empero de lo cual el prognático señor prudente, Felipe II, permitió a los españoles explotar tus matas en lo que fue el Tawantinsuyo, y a la Iglesia Católica extraer –2 cuantiosas rentas de dichos empeños, pues las minas de metal argénteo del inmenso Potosí y sus indios de manos esclavas así lo requerían.

Tal que pieza clave del control social, querida Mama Coca, así te aprovecharon.

Ahora mismo, en estos tiempos de arrogante ciencia y democracias secuestradas por la vigilancia permanente, tiempos del ocaso literario en cuyas páginas ausente se respira al bardo de la aldea, ese mismo bardo que antaño relataba o cantaba o comprendía las historias de la gente y asimismo brindaba testimonio de tu dulce medicina de palabra, querida Mama Coca, ahora mismo, digo, los fáusticos oprobios dan en confundir los vocablos cocaína y coca, indistintamente, como si con aquel nefasto y alemán invento, por demás decimonónico, se hubiese pergeñado un dolo de cariz semántica, querida Mama Coca, un dolo cuyo cuerpo tóxico y sus métodos de hechura fueron acercados a Colombia por la voluntad del tío Sam y sus emisarios no tan impolutos de los llamados ‘Cuerpos de Paz’, ya entrado el siglo XX. Y es que a pesar de tu paciencia centenaria no me extrañarían tus enfados, amada Mama Coca, ese repertorio de jaquecas que debe producirte el engaño calculado obrado a través de los Estados, cipayos de la banca todos a cuál más, y sus líderes sociópatas, y sus gendarmes cuerpos, y sus nefandos aparatos de comunicación y propaganda –nada más que burda entretención con cara de noticia, morboso e incesante bombardeo televisivo de imágenes y mísera palabrería que amansa confundiendo incluso a la cabeza del más docto–, puesto que si en gracia de razón elemental no cabe confundir las uvas con el vino ni los cañaverales con el ron, tampoco es excusable embarullar tus hojas curativas con el dicho clorhidrato de cocaína, disparate que antaño predicó el famoso Sigmund Freud, pues en las faenas del mencionado clorhidrato participan varios esperpentos industriales ajenos a tu esencia, amada Mama Coca, valga decir el queroseno, el amoníaco, el ácido sulfúrico o el éter etaico, además de otros precursores de importancia operativa a cuyos fabricantes nadie les persigue. Ya sabemos que el detritus de la ‘blanca’ y su deudo, el tétrico bazuco, sólo sirven para degradar a quienes ya se están hundiendo en su escape personal, escape en el abismo de las adicciones que promete a diario la «decente sociedad de consumo», con sus muchas mercancías de inocente faz y programada obsolescencia, con su culto al narcisismo –ese gran vacío–, con su devoción supersticiosa al eterno avance material, con su manía colectiva por la personal postergación, y que en el caso del tétrico bazuco encarna una fuga hacia el abismo sin fondo en el que mora el ‘susto’ o la sensación de insectos reptando debajo de la piel, según algunos testimonios. Y es que pretender la legítima exclusiva de la ‘blanca’ por parte de los Estados, como algunos ingenuos lo proponen, equivaldría al menos a dos cosas: a renunciar a las virtudes que tú enseñas, querida Mama Coca, y a creer que esos mismos Estados, desde antaño promotores de tantas más falacias, serán capaces de virtud excepcional a través del monopolio de la oferta en el mercado del veneno blanco, el control de dicha tóxica excusa de escapismo acaso conveniente en aras de paliar la falta de autoestima de estos tiempos, los tiempos del ocaso literario. Pero la ignorancia opera así. La ignorancia es atrevida.

Tan atrevida que niega la evidencia de tus virtudes de alimento, querida Mama Coca, según lo constataron en algún momento los expertos de Harvard y la ONU, por ejemplo que eres capaz de entregarnos más calcio que cualquier otra fuente, que 100 gramos de tus hojas proporcionan 305 calorías, 19 gramos de proteínas, 5 de grasas, 46 de hidratos de carbono, 1.4 de vitamina C, 11 mil UI de vitamina A, además de vitaminas B1 y B2 y otras decenas de nutrientes, y que con dicha cantidad de secas hojas de tu rostro vegetal es posible proveer casi toda la demanda diaria alimenticia de cualquier adulto. No sobra recordar, también, que el naturista Andrew Weil, citado por el valeroso Anthony Henman, constató que sirves para tratar espasmos y condiciones dolorosas del tracto gastrointestinal, que ayudas a combatir el mareo y el mal de altura, que eres un maravilloso tónico de las cuerdas vocales para quienes requieren el uso intensivo de la voz, que actúas como tópico sobre los dolores de muelas e infecciones bucales, y que, además, suplementas nutricionalmente a quienes se hallan inmersos en programas de reducción de peso y entrenamiento corporal. Pero a despecho de todo lo anterior, querida Mama Coca, la ignorancia rehúye lo evidente y sólo atina a perseguirte como a una criminal, equiparándote sin más al detritus de la ‘blanca’.

“  Quizá por este absurdo de sentido le sentí llegar allá en lo alto de mi ensueño, querida Mama Coca, y le escuché decir la palabra raspachines, a lo que respondí en confianza que «para comprender el panorama tenía que salirme un poco de mi vida rutinaria, y acometer la vista desde arriba, desde otra perspectiva, y que además de olerla y caminarla tenía que escuchar la selva, y luego darme cuenta cómo afilan contra ella sus colmillos los ecos adictivos del voraz capitalismo, ecos de egoísmo disfrazado de progreso». Y le dije más, le dije que «tenía que sentir la selva adentro del carrillo inflado y atestado en mambe —coca en mambe enriquecida con cenizas de yarumo, coca fresca a su vez rezada por algún payé—, y de su regusto amargo obtener vigor, vigor que es aire puro del celeste Cielo ventilando los pulmones en gracia de trabajo, de defensa de la vida». En esas dimos con el río, amada Mama Coca, un enorme río de color dorado, de vetas verdes jadeadas, de tonos claro oscuros, río intenso impresionante culmen de la vida y sus contradicciones. A mi lado seguía él, querida Mama Coca, aunque no podía verle. Volábamos siguiendo la corriente, dejándonos llevar por el instinto. Entonces, y de súbito, de mis labios salió la palabra Ñirití. Recuerdo también que él me preguntó si yo sabía qué aguas eran esas, a lo que contesté, ni bien supe por qué, que aquel era Eldorado, el río dorado del Yurupary, enseguida de lo cual desde el fondo de las aguas empezaron a llover reptiles voladores, de abajo arriba. ¿Acaso una advertencia?

     –Son los peah-mãhsã –explicó él–, gente de palabra fuego que no sabe danzar, sólo acaparar. Gente que hace daño obrando la opresión a través de vuestras mentes”.

Pero no eres una droga, querida Mama Coca, a despecho del disperso ruido que te infligen, esos gritos y cuantías harto entreveradas de «primicias» excesivas o escándalos del orbe policíaco, pues bien sabes que en lugar de admitir lo inconfesable Nerón, emperador, eligió fraguar su ficción de realidad acusando a los cristianos del fuego sobre Roma … porque el miedo arrastra también hacia adelante, y el papel de los cristianos primitivos hoy lo encarnan campesinos e indios por igual. Así que ahora que te hablo y que tú me escuchas, querida Mama Coca, ahora mismo decido renunciar a detenerme en los asesinatos incontables o en el ecocidio vergonzoso que para Colombia ha supuesto la lucha contra el narcotráfico, esa guerra fríamente decretada por la potencia dominante y a la vez implementada por los sumisos presidentes criollos más que a pie juntillas, quienes, antes de posesionarse en sus cargos cual vistosas marionetas, y enceguecidos por el falso brillo que proyectan las muchas candilejas de su proscenio espurio, acuden a la Sierra Nevada de Santa Marta a recibir la bendición de los Mamos, al tiempo que esos mismos Mamos mambean en silencio sus hojas de coca delante de las cámaras de televisión.

Nada diré, tampoco, acerca del envenenamiento de ríos o cultivos de pancoger, o de la quema de suelos y de bosques que ha supuesto la aspersión aérea de glifosato sobre tierras colombianas, glifosato de efectos ecológicos un tanto similares al temible gas sarín, mientras mi país sigue incendiándose. De eso ya se ha escrito mucho, querida Mama Coca. Tampoco hablaré de cómo es posible que el clorhidrato de cocaína, o cualquier otra droga (como la heroína de Afganistán), ingrese al mercado norteamericano sin que supuesta y eficientemente lo detecte el aparato militar y de espionaje más poderoso que haya conocido nuestra humana historia –o algunos de sus componentes, verbi gratia echelon2, FBI, NSA, CIA, DEA, la Guardia Nacional, las guardias costeras, el cuerpo de aduanas, cientos de satélites que todo lo detectan, las policías locales, más de ochocientas bases militares repartidas por todo el planeta, empresas de mercenarios que asperjan el glifosato de Bayer-Monsanto en el extranjero (como la siniestra Dyncorp), además de cuatro poderosos radares instalados en el sur de Colombia ya denunciados por el finado periodista Germán Castro Caycedo, radares emplazados en Marandúa, en San José del Guaviare, en Tres esquinas y en Leticia; y también un largo etcétera que aquí no cabe enumerar porque la nueva Roma es desmedida–. Asimismo, querida Mama Coca, nada diré de la ausencia de noticias acerca de la captura de algún capo blanco anglosajón estadounidense, a pesar de que el mayor porcentaje de las ganancias derivadas del narcotráfico se realiza en la patria de Washington, nutriendo impunemente a sus banqueros, alimentando sin cesar a su economía comercial y fiscalmente deficitaria, y por ende a su despilfarrador estilo de vida, el cual, hay que decirlo, es ambientalmente insostenible. Sólo diré, amada Mama Coca, que para quién busque comprensión no harán falta más palabras.

Pero sí me detendré, cuando menos, querida Mama Coca, en la respuesta a la pregunta que todos se hacen, cuestión esta que discurre al modo de un murmullo en la trastienda del silencio colectivo, por fuera del radar de los aparatos de comunicación y propaganda, y que consiste en lo siguiente: ¿por qué, si la evidencia ha demostrado que eres una medicina, te persiguen sin apenas tregua?2.

Quizá, afirmo en estas líneas, y respecto al menos del último medio siglo, haciéndome eco de la brillante comprensión histórica de la escuela de los sistemas mundo, quizá todo se deba a la lógica del miedo percibido por las castas dominantes, como antes Nerón, de miedo que arrastra hacia adelante, hacia el apocalipsis de esclavitud e infinitas pandemias simuladas que acompaña a los estertores del actual ciclo sistémico de acumulación capitalista, cuya potencia (todavía) principal son los EE.UU, potencia que se niega a fenecer sin importar que sus agendas nos arrastren a todos al abismo del control totalitario. Pero vamos por partes, querida Mama Coca, pues la escuela de los sistemas mundo ya nos enseñó que los estertores que menciono aquí se empezaron a escuchar a principios de los años 70 del pasado siglo, con el abandono de los acuerdos de Bretton Woods, lo que derivó a grandes rasgos en la política macroeconómica expansionista norteamericana –que promueve el consumo desenfrenado de cosas inútiles, la acumulación desmedida, y la depredación del planeta, sus selvas y sus mares–, política esta que sólo fue posible mediante el abandono de la paridad orodólar (y el subsecuente acuerdo con los sauditas a fin de dominar los mercados de energía), y cuyo objetivo todavía hoy consiste en que quien emite la divisa dominante impone sus reglas al resto del planeta. Dicha emisión también es, hay que decirlo, mera impresión de moneda, sin base real –por absurdo que parezca–, emisión descontrolada de liquidez que opera mediante el mecanismo de deuda de la Reserva Federal, cuyos bonos atesora no solamente la saudita monarquía, sino incluso la temida China; océano de dólares brotados de la mente colectiva y sometida por los peah-mãhsã, tal que una quimera agudamente fabulada y de tangibles consecuencias que a su vez permite disfrazar de democracia al adicto tren de vida de la patria de Abraham Lincoln y sus serviles socios.

Y es que los gigantescos déficits presupuestarios y comerciales a que hoy en día nos tienen acostumbrados los EE.UU., querida Mama Coca, son harto deliberados, déficits que de facto contradicen los postulados de la teoría económica dominante (brumosa pseudociencia), a pesar de que al resto del planeta se le impone la amargura de los ajustes que predica el Fondo Monetario Internacional, ese fiel verdugo de la Casa Blanca. Con dichos déficits se logra que el mundo permanezca atrapado en las telarañas del sistema monetario norteamericano –en donde los gringos, los mayores importadores del mundo, pagan su petróleo y sus otras compras con dólares que ellos mismos emiten sin ningún respaldo–, algo que, más allá del mencionado acuerdo con los sauditas, sin duda depende de la fortaleza militar y coercitiva del tío Sam, amén de su formidable aparato de propaganda. Así que para mantener la demanda global de dólares Washington creó el sistema de los «petrodólares». O, dicho en pocas palabras, amada Mama Coca: una vez desanclado del oro, los hechos demostraron que el dólar encontró sustento en el petróleo. Pero hay más: en tanto buen estratega –cualidad de base de los imperios exitosos–, y porque a fin de dar en el blanco dos flechas son mejores que una sola, el tío Sam inventó un sistema paralelo que asimismo le permitiera reforzar la demanda planetaria de su dilecta divisa. A esta otra estrategia yo la llamo el sistema de los «narcodólares», también conocida como la guerra contra las drogas. Nuevamente: al desanclarse del oro, el dólar halló sustento en el petróleo y en la demanda de narcóticos. De más está decir, querida Mama Coca, que no fue una coincidencia que ambos sistemas hayan surgido durante el gobierno de Richard Nixon, justo cuando las élites norteamericanas habían descubierto, dada la inminente crisis de rentabilidad de su economía, que era estructuralmente insostenible su política fiscal de cero déficit.

     “–Así calcula su movida la estirpe peah-mãhsã –soltó como un susurro en otro trecho del ensueño–; el mayor peligro proviene de su caliente verbo, que aunque suena a promesa edulcorada siempre esconde una carencia, un anhelo inconfesable que busca ser saciado.

     –¿Y por qué llovían reptiles desde abajo? –le pregunté curiosa–.

     –Porque la ignorancia de esa gente es muy hambrienta, y la humanidad, extraviando sus pasos en el confuso averno de la Historia, de su causa se ha apartado, olvidando así sus cantos y sus danzas, sus remedios verdaderos, desechando entonces su real ventura.

     Y luego dijo:

     –Confundiste Ñirití con Mirití, el río Mirití-Paraná. Ese era el río que te deslumbró. Allí viven los Yucuna y otros danzadores del Yurupary. Antes de los peahmãhsã no había moneda de blanco, sólo mambe de coca. Con la moneda de la gente blanca muere la palabra que es color y asimismo tejido. Muere la danza. Antes, cuando el mambe era dinero y medicina, la palabra era importante. Había que escuchar a los abuelos, sentarse con ellos para entender al otro desde la diferencia. Antes, los intercambios por comida u otros bienes dependían de un consenso muy estricto, consenso en que la sociedad tenía prioridad, nunca el ego personal disfrazado de individuo occidentalizado y soberano que acumula sin medida. El mambe era moneda y paralelamente danza. Pero eran otros tiempos, tiempos en que la coca era genuina medicina, más allá de sus botánicas virtudes”.

Ahora que recuerdo sus palabras no me queda más que compartir contigo, amada Mama Coca, mi sencilla comprensión del sistema de los «narcodólares», estrategia hambrienta ejercitada por el tío Sam, quien dolosamente finge equipararte con el clorhidrato de cocaína, persiguiéndote sin tregua sobre las verdes superficies suramericanas a fin de acrecentar, en últimas, los márgenes logrados en tales osadías, y así propiciar, en parte, su adictivo tren de vida, a resultas de lo cual la Amazonía se incendia sin cesar; la Amazonía, precisamente la Amazonía, el pulmón del mundo. No puede haber mayor pecado. Pues bien, querida Mama Coca, la cosa funciona más o menos del siguiente modo:

Primero el tío Sam apuesta a degradar una antigua medicina, en este caso tu rostro vegetal al que llamamos hoja de coca. El producto de tal degradación, que supone el abandono de tu divino consejo, es el clorhidrato de cocaína, cuyo consumo sirve para invocar a los demonios del narcisismo –de quienes se perciben invencibles, lo cual corresponde al efecto que produce la absorción de la ‘blanca’, y que se compagina con el sistema de valores de la tramposa sociedad capitalista contemporánea–. Luego decreta la prohibición/persecución de dicho clorhidrato, de suerte que aumentan los márgenes de ganancia, los cuales a su vez se reciclan en el sistema financiero, no sólo del norteamericano sino también el de otros centros bursátiles. Tanto en el decurso de la venta de la ‘blanca’ como en dicho reciclaje, y aquí reside el secreto, el sistema de los narcodólares, por su propia lógica de telaraña monetaria, obliga a los mafiosos empresarios –que también los hay banqueros o agentes del gobierno gringo– a monetizar sus tráficos en dólares de los EE.UU., conjuntamente con los «petrodólares», de forma que el propio tío Sam asegura la demanda global de su divisa. Sin la persistencia en este juego doble tanto el dólar como su economía de papel colapsarían, y la bancarrota del mayor importador del planeta arrastraría al capitalismo global a un fondo de cloacas. En el entretanto, Washington acomete tu persecución y la de los campesinos o indígenas que te cultivan, querida Mama Coca, precisamente esos raspachines que estaban a mi lado durante el ensueño de la lejana selva, justamente el eslabón más débil de la cadena de valor de esta vil operación (no olvidemos las cantidades de labor, pues un kilo de pasta básica requiere 122 kilos de hoja de coca). La prohibición/persecución supone, a veces, la aspersión de venenoso glifosato sobre los cultivos de matas de coca (ni qué decir de los ríos y sus peces, y de todo lo demás que les circunda), como ya mencioné, así como la quema de otras parcelas arbóreas para sembrar nuevos cultivos, tanto más cuanto más altos sean los márgenes de ganancia a que aspiran los mafiosos empresarios, márgenes estos que aumentan con la misma prohibición y las esperablemente progresivas ansias narcisistas de los clientes cocainómanos (y sin dejar de recordar, amada Mama Coca, que, en general, la sociedad capitalista –8 promueve los impulsos desmedidos de sus consumidores, por lo cual se asumen infinitas sus necesidades).

La prohibición/persecución también le sirve al tío Sam para imponer sus agendas de control social a los demás, por ejemplo sometiendo con ahogo a los países productores de tus matas, o a los que operan como intermediarios del clorhidrato de cocaína, con lo cual todos ellos se corrompen y sus repúblicas lacayas naufragan, hundiéndose en el desespero que producen las inevitables corrientes de violencia ensangrentada derivadas del mentado ahogo, y dejándole al tío Sam servida la bandeja de las altas rentas que sólo se originan en la azarosa frontera del capital, en sus zonas de alegalidad según también lo comprendió el moralista Adam Smith. Asimismo, la prohibición/persecución le sirve para someter internamente a ciertos grupos sociales norteamericanos, convirtiéndolos en parias, en ganado del ejército de reserva laboral que necesita la economía yankee, garantizando así el control interno, tanto social como político, control que empuñan las manos de una minoría blanca, racista y excluyente, las que a su turno calcan a las manos de los padres fundadores esclavistas, a la par que el tío Sam promueve el mantra onmipresente que celebra a los EE.UU. como una democracia modelo, la supuesta tierra de la libertad.

Pero hay más: respecto de los campesinos e indígenas productores de tus matas la prohibición/persecución supone la necesidad de rendirse a la lógica mafiosa del capital de frontera, que presiona o paga por quemar más bosques, casi siempre con miras a sembrar pasturas para ganado vacuno, en terrenos arrancados a la selva que constatan nuevos acaparamientos resultado del lavado de dinero ilícito, enormes pastizales que luego serán “aprovechados” para sembrar más hoja de coca con fines miserables, además de otros propósitos no menos miserables. Como puedes ver, querida Mama Coca, el resultado ambiental para el pulmón del mundo es más que nefasto. La selva se quema para que, por caso, los narcisos de Wall Street puedan sentirse contentos e invencibles, tal que si se tratara de estrellas de rock. Mientras tanto, y dada su creciente demanda global a la vez fomentada por la guerra contra las drogas, el dólar se fortalece, permitiendo así que la Reserva Federal desarrolle las respectivas maniobras de deuda que irrigan al aparato económico, y que con ello el público norteamericano pueda seguir adelante con su consumo desenfrenado e irresponsable de cosas inútiles, en gracia de un juego donde ellos creen progresar, querida Mama Coca, donde la banca y las mafias ganan, donde los militares y las corporaciones ganan, un juego del todo insostenible para nuestro planeta, para los indios y los campesinos colombianos, un macabro mecanismo que contribuye a empeorar el llamado cambio climático.

¿Y qué excusa sigue arguyendo el tío Sam a fin de prohibirte y perseguirte sin apenas tregua? La respuesta a esta pregunta, amada Mama Coca, consiste en un prejuicio sin demostración empírica, prejuicio según el cual la mera existencia de tu rostro vegetal sobre la faz del globo, como tal milenaria, conlleva per se a la elaboración de clorhidrato de cocaína, el cual, por el solo hecho de ofrecerse al mercado, será mágicamente demandado, de modo que eres una amenaza para la sociedad norteamericana. El tío Sam repite este estribillo como si no se tratara de algo manifiestamente absurdo, o como si no contara con su descomunal aparato de defensa y vigilancia para evitar el ingreso de la ‘blanca’ al interior de sus fronteras, lo mismo que si no existiese Echelon. Y si seguimos a Jorge Majfud, querida Mama Coca, en el fondo el tío Sam quizás sólo sigue haciéndose eco de un odioso rasgo de la personalidad estadounidense, a saber: la auto-victimización, que no por trillada ha perdido su vigencia; auto-victimización que desde antaño ha servido para justificar la violencia expansionista yankee, de la cual la guerra contra las drogas en Sudamérica funge incluso como excusa soterrada a fin de dominar sus reservas colosales de agua dulce, ya sea en la Amazonía o en el Acuífero Guaraní. Nerón, emperador, practicó o inventó la mentada auto-victimización, a propósito del incendio de Roma; los Nazis también la practicaron, en el caso del incendio del Reichstag; ni qué decir de Washington, ya sea con el ataque a Pearl Harbor, o con el amañado incidente del golfo de Tonkín, o con los dudosos eventos del 11 de septiembre del año 2001 –no olvidemos que la torre No.7 se derrumbó sin presentar incendios, y sin que ningún avión la hubiera impactado–. El citado rasgo de auto-victimización también se esconde detrás de la «doctrina de seguridad nacional» norteamericana, querida Mama Coca, que equivale a la versión mejorada de la «raison d’état» francesa, y que, en palabras de la lengua inglesa proferidas por Hannah Arendt en respuesta a Roger Errera, supone una «massive intrusion of criminality into political processes», en donde (…) «we are confronted suddenly with a style of politics which by itself is criminal».

Por lo anterior, tal vez, a los acaudalados Sackler, explotadores de analgésicos opiáceos probadamente funestos para la sociedad civil estadounidense, nadie les pellizca un pelo; tampoco a las grandes y arteras farmacéuticas. Con ellos el tío Sam emplea otro rasero, el reverso del control mental.

Como corolario de todo lo anterior, querida Mama Coca, queda la constancia dolorosa del continuo y no pausado incendio de la selva. Su extinción habrá de consumarse hasta dejarnos a todos sin oxígeno, siempre que los actuales sucedáneos de los peah-mãhsã sigan avivando con su voz de fuego el espejismo criminal del progreso material ilimitado, depredador a cual más, deriva insostenible que se nutre de las finanzas de la economía petrolera y la demanda de drogas, de persecución sin tregua a las matas de tu rostro vegetal, amada Mama Coca, y del hipócrita argumento en que se basa la «doctrina de seguridad nacional» norteamericana –espúrea inobservancia de la carta fundadora que en el pasado redactaron aquellos ingeniosos y francófilos padres fundadores esclavistas–, diabólica doctrina, digo, de vergonzosa auto-victimización que en el entretanto, y por mil otros motivos, avala el crepitar de muchas guerras de baja intensidad alrededor del mundo, con sus genocidios que a la vez son ecocidios. Pero aunque es cierto que las selvas arden en la misma proporción en que se inflama el capitalismo, las castas que le rigen ahora mismo han cruzado cualquier linde de mesura –en férrea connivencia con las jefaturas planetarias, incluso las de izquierda–, inventando pandemias en cadena con las que aspiran agenciar la caída del actual ciclo sistémico de acumulación, y cuyos efectos habrán de concretarse en una dictadura sanitaria de vacunas ponzoñosas y –10 novísimos grilletes a la mente, nada menos que la esclavitud de nuestro entero orbe en beneficio de unos pocos poderosos atrapados en la cárcel de su miedo y su ignorancia.

Dicho lo anterior, amada Mama Coca, quizá haya quien recuerde la propuesta de Brzezinski en lo tocante a la sociedad 20-80, planteada en el State of the Wold Forum de 1995, en San Francisco, California, idea sombría que a casi todos nos juzga descartables.

Porque así es la cobardía, y su inercia arrastra hacia adelante a los egos que controlan las finanzas y las artes de la muerte. Mientras el Tío Sam no afloje las amarras de esta inercia, resistiendo el cambio que la vida le reclama, mientras sus naturales –y sus primos europeos– continúen escapando a la mera superficie de una vida sin sentido, y por tanto prosigan consumiendo exageradamente y de esta suerte sosteniendo la tupida red de telarañas monetarias que con avidez de adicto dólares reclama, a niveles desmedidos, mientras todo siga igual, querida Mama Coca, la guerra contra las drogas seguirá quemando los adentros de Colombia, hurtando a nuestros niños el aire de sus sueños.

–Mas no olvidéis que después de cinco siglos –susurró él rozando adiós en el ensueño– la selva grande se sigue sosteniendo. La razón de su firmeza jamás correspondió a las trabas alegadas que pudieron enfrentar los peah-mãhsã, quienes, vale recordártelo, casi arrasaron con la vida en el resto del llamado Nuevo Mundo. No. El mérito lo tienen, incluso al día de hoy, los brujos amazónicos, su entereza obrada en rezos y danzas milenarias. La jungla que se incendia aún es una selva y no un silente pastizal de espíritus ausentes. Allá, en el Mirití-Paraná y en los adentros más arcanos de la inmensa fronda, hay gente que sí danza, gente que no se deja ver y que resguarda al mundo.

Por lo pronto afirmo, amada Mama Coca, aquello que ningún experto ha querido predicar o practicar, y que se resume en lo siguiente: que la muy nociva guerra aquí aludida ha de contestarse con tus perennes enseñanzas, precisamente con ellas, con la formativa savia que emana de tus ruedos de palabra, y que en el decurso de esta muy factible empresa habrá que permitir a los payés obrar la educación del público, aquí y allá, de todos por igual, incluso los cocainómanos, para que sea posible que cada corazón humano viva la divina gracia de tu conocimiento. Habrá de hacerse esto sin temores, y no sólo en los adentros de la patria de Abraham Lincoln; sin temores, digo, con el rostro iluminado y calmo, el rostro de quien se apoya en la certeza de que el bien supera a las tinieblas, porque jamás admite escapes la existencia de quien ha reconocido perseguir su libertad en gracia de palabra curativa, tu palabra antigua y al presente urgente, querida Mama Coca.

1   Vigilancia permanente a nivel global, querida Mama Coca, por ejemplo obrada a través de Echelon, pues para quienes aún no se hayan enterado Echelon es un sistema informático que opera sobre una red de antenas, estaciones de escucha, radares y satélites, apoyados por submarinos y aviones espía, sistema poderoso con capacidad de interceptación, análisis automático y clasificación de datos, radio, llamadas telefónicas, correos electrónicos, fax y transmisiones por satélite, a razón de miles de millones de comunicaciones diarias, todo lo cual está controlado por la comunidad ukusa (Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda). Y lo más asombroso, querida Mama Coca, es que Echelon ha venido operando ¡desde hace más de sesenta años!, según se desprende de las denuncias que en su momento hizo Perry Fellwock, exanalista de la NSA. Me pregunto entonces ¿quién podría creer que, con dicha capacidad de vigilancia y espionaje, el clorhidrato de cocaína ingrese a los territorios de los miembros de ukusa, por ejemplo a los EE.UU., sin que sus autoridades se enteren? O, dicho de otra manera, si ukusa fue capaz de vigilar las amenazas nucleares provenientes del antiguo bloque comunista, o de cualesquiera otros enemigos, aunque fueran potenciales, ¿cómo sigue siendo posible que sus ojos permanezcan ciegos al ingreso de toda clase de drogas al interior de sus fronteras? En los intersticios de la aturdida ingenuidad del público, que alimenta las ficciones delictivas de los gobiernos, descansan los avales a la “guerra contra las drogas”. No cabe otra conclusión, querida Mama Coca

2   Sin apenas tregua, pues como bien lo sintetiza el portal de internet mamacoca.org, en marzo de 1995, a instancias de la Organización Mundial de la Salud (OMS), y con financiamiento del Instituto Interregional de las Naciones Unidas para Investigaciones sobre la Delincuencia y la Justicia (unicri), se publicó el resumen de un detallado estudio intitulado «Cocaine Project» en donde, entre otras cosas, se resaltaron los beneficios que genera la masticación tradicional de hoja de coca, y se valoraron negativamente los efectos de las políticas represivas respecto del clorhidrato de cocaína. Al enterarse de esto, en el contexto de la cuadragésima octava asamblea de la OMS, el representante de los EE.UU. amenazó con retirar el apoyo financiero a los proyectos de investigación de esa organización si la misma no se disociaba de las conclusiones de dicho estudio. Por tal razón el informe nunca se publicó oficialmente –según la OMS no existe–, aunque para fortuna de la verdad fue filtrado al público por el Transnational Institute, en el año 2010.

9 de agosto del año al que nuestra fe designa 2022

Información adicional

Autor/a: Anika Antonia Guaia
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente:

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