La verdad incómoda de los habitantes de calle
Atardecer en Medellín con arrevoles sobre la parte occidental de la ciudad, fotografía periódico desdeabajo..

Las calles de Medellín y otras ciudades del país no solo albergan tráfico, comercio y rutinas aceleradas, también son el espacio en el que miles de personas viven, sobreviven y resisten a la intemperie, en condiciones de extrema vulnerabilidad. Se trata de los llamados “habitantes de calle” o “en situación de calle”, una población históricamente marginada, que carga con el peso de los estigmas sociales y de la indiferencia institucional. Más allá de su presencia visible, ellos son la manifestación más cruda de una sociedad que ha roto sus lazos de cuidado, solidaridad y equidad. Su situación no es fortuita, ni resultado de decisiones individuales aisladas, sino la consecuencia de violencias sobrepuestas: estructurales, directas e indirectas, que se entrelazan para profundizar su exclusión y potenciar su condición de vulnerabilidad.

El capitalismo contemporáneo, con su énfasis en la productividad, la competencia y la rentabilidad, ha dejado por fuera del sistema a quienes no pueden adaptarse a su lógica despiadada. La obsesión por el éxito individual, la acumulación de riqueza y la eficiencia sin límites ha generado una cultura del descarte, en la cual quienes no “producen” o no se ajustan a los ritmos del mercado, se vuelven invisibles. Así, las personas que habitan la calle no son el problema, sino el síntoma de uno mucho más profundo. Representan esas vidas que el sistema ha considerado prescindibles, los restos de una maquinaria social que funciona para unos pocos mientras expulsa a muchos. En este engranaje de deshumanización, se configuran como sujetos “desechables”, necesarios incluso para que el sistema se mantenga: son el espejo degradado en el que la mayoría de la sociedad se reafirma como “normal”, son el recordatorio funcional de que siempre habrá alguien más abajo. Su existencia cumple un papel perverso en el sostenimiento del orden social actual, alimentando una ilusión de bienestar y progreso individual sobre la base del sufrimiento ajeno y el castigo para quien no cumpla estas normas sociales.

Detrás de cada rostro de quienes deambulan por la urbe sin presente ni futuro, sobrellevando el día en un rebusque perenne, esquivados por el resto de la población por temor o desprecio, sucios y malolientes, existe una historia compleja y, muchas veces, dolorosa. Algunas personas han llegado a la calle, deprimidos por la pérdida del empleo, por el colapso de redes familiares o problemas de salud física y mental. Otras, empujadas por la violencia, el abandono institucional o el consumo problemático de sustancias psicoactivas han hecho del espacio público su única opción de refugio.

Estamos, por tanto, ante una realidad derivada de circunstancias profundas. Según la Ley 1641 de 2013, un “habitante de calle” es una persona que hace de la calle su lugar de habitación, ya sea de forma permanente o transitoria, desarrollando allí todas las dimensiones de su vida. Esta definición, si bien establece un marco social, se queda corta frente a la complejidad del fenómeno. Reduce una experiencia vital atravesada por múltiples violencias y desarraigos a una condición espacial, como si habitar la calle fuera una elección o una simple circunstancia. Este ciudadano no solo vive en la calle, más que ello sobrevive, resiste, se reinventa y también es rechazado, expulsado y criminalizado en ella. La ley, al nombrarlo desde la funcionalidad del espacio, ignora las trayectorias biográficas y sociales que llevaron a esa situación, y termina naturalizando su presencia como un “hecho dado”, sin interpelar las estructuras que lo producen.

Las cifras disponibles sobre esta población suelen ser inconsistentes y, en muchos casos, poco fiables. Parte del problema radica en que no existe una única metodología de conteo, ni una claridad conceptual que permita diferenciar adecuadamente entre habitante de calle y persona en condición de calle. La primera hace referencia a quien ha roto vínculos familiares, sociales e institucionales, y ha hecho de la calle su lugar de habitación permanente. En cambio, la segunda puede incluir a personas que, aunque pasan gran parte del tiempo en el espacio público y en condiciones precarias, aún conservan algún tipo de vínculo familiar o institucional, o no viven de forma continua en la calle. Esta diferencia, que no siempre es tenida en cuenta en los registros, genera confusión y afecta la calidad de la información.

Según cifras de la Alcaldía de Medellín, en octubre de 2024 se estimaba que la ciudad contaba con cerca de 8.000 habitantes de calle. Sin embargo, más allá del número, lo preocupante es la dificultad para realizar un seguimiento riguroso, sostenido y respetuoso con esta población, lo cual perpetúa su invisibilidad institucional y limita la posibilidad de diseñar políticas públicas efectivas para asumirlos y propiciar la superación de las circunstancias que lo llevaron a vivir de tal forma. La falta de claridad en las categorías y en los procesos de recolección de datos no solo es un problema técnico, sino, y sobre todo, político: impide nombrar con precisión la magnitud de la exclusión. Esta ambigüedad, lejos de ser casual, es también reflejo de una débil voluntad institucional por transformar las condiciones estructurales que originan y perpetúan la vida en la calle. Sin políticas y programas serios por inclusión social, vivienda digna, salud integral, trabajo estable y bien remunerado, y la reparación de vínculos familiares y sociales rotos, lo que queda es una gestión asistencialista, fragmentada e insuficiente, incapaz de construir alternativas reales para afrontar y superar esta realidad que calle a calle marca la ciudad.

Los datos más recientes indican que los “habitantes de calle” en Medellín son mayoritariamente hombres, con un rango de edad predominante entre los 25 y 44 años. No obstante, preocupa especialmente el aumento de jóvenes menores de 25 años y de adultos mayores en esta condición, lo cual sugiere una profundización de las causas estructurales y de las condiciones de vulnerabilidad que empujan a las personas a la calle. Esta tendencia refleja la incapacidad de las políticas sociales y económicas para brindar respuestas efectivas a poblaciones especialmente vulnerables, como las juventudes empobrecidas o los adultos mayores sin redes de apoyo. En lugar de prevenir, el sistema reproduce las condiciones de exclusión desde edades cada vez más tempranas y en etapas más críticas de la vida. Así, lo que debería alarmar no solo es la cantidad, sino el perfil cada vez más diverso y frágil de quienes terminan en la calle, como resultado de una cadena de fracturas sociales que no encuentra contención institucional ni comunitaria.

Algo evidente es que la mayoría de esta población se concentra en las grandes capitales y centros económicos, donde encuentran mayores posibilidades de subsistencia, aunque también enfrentan niveles más altos de exclusión, violencia y control social. En estos espacios urbanos, de supuesta modernidad e innovación, se convierten en la cara más incómoda que desdice todo esto y que devalúa el potencial de turismo que cada ciudad quiere propagandear y generar, una dialéctica contradictoria que acontece mientras las autoridades públicas esconden –o intentan esconder– a quienes no encajan en ese relato de supuesto progreso.

Se trata de un proceder en el cual las políticas de “limpieza” del espacio público, los desalojos forzados y las intervenciones represivas no solo invisibilizan la problemática, sino que perpetúan el ciclo de exclusión. En lugar de ser abordada como una cuestión de justicia social y redistribución de recursos, la presencia de “habitantes de calle” es tratada como un obstáculo para la estética urbana o el orden público. Esta mirada superficial e instrumental sobre la pobreza extrema niega la complejidad de las trayectorias de vida que han llevado a esas personas a habitar la calle, y reafirma una lógica de ciudad que prioriza la rentabilidad del espacio sobre la dignidad humana.

Recientemente, el alcalde de Medellín Federico Gutiérrez, realizó una desafortunada comparación entre el costo económico de un “habitante de calle” y el de un niño de primera infancia, lo cual fue replicado por el medio regional Teleantioquia, despertando una polémica con su enfoque reduccionista. Más allá de lo impreciso de la cifra, el problema radica en mirar a esta población como una carga, como un gasto, y no como sujetos de derechos cuya situación interpela directamente al Estado y a la sociedad, al primero por no cumplir su rol de garante de derechos de toda la población y la segunda por su pasividad frente a este problema. 

Este tipo de declaraciones, lejos de contribuir a la solución,refuerzan el estigma y legitiman socialmente la exclusión, al sugerir que hay vidas que valen más que otras según su productividad o potencial de retorno económico. Pero, además, el impacto de este discurso va más allá del plano simbólico: se traduce en decisiones políticas y presupuestales que afectan directamente a quienes están negados de todo. Por ejemplo, la reducción de recursos para el sistema de atención a quienes así malviven ha tenido consecuencias tangibles, como la imposibilidad de ofrecer una alimentación adecuada en los centros de atención transitoria. Como resultado, estos espacios son cada vez menos frecuentados por quienes más los necesitan, no por falta de necesidad, sino por el deterioro de las condiciones ofrecidas. Así, los discursos que deshumanizan no solo promueven la indiferencia social, sino que moldean la estructura misma de las políticas públicas, perpetuando el abandono y profundizando la exclusión.

Estamos ante una realidad con más aristas. Por ejemplo, en los últimos meses, Medellín ha sido escenario de hechos violentos en los que se han visto involucrados “habitantes de calle”. Algunos medios y sectores de la opinión pública han aprovechado estos casos para reforzar la imagen de esta población como una amenaza, alimentando el miedo social y legitimando respuestas represivas, las mismas que lejos de resolver las causas de fondo, fortalecen aún más la lectura estigmatizante: su figura se convierte en el chivo expiatorio de una ciudad que no quiere verse a sí misma en el espejo de la exclusión. Además, se promueven campañas institucionales y mediáticas en las que hombres y mujeres negados de todo aparecen como un obstáculo para que la “verdadera ciudadanía” pueda acceder de forma plena a sus derechos, como si su sola presencia afectara la seguridad, el espacio público o el bienestar colectivo. Esta narrativa justifica acciones de control, limpieza y desplazamiento forzado, profundizando la marginalización y deshumanización de quienes así pasan sus días.

Hay que resaltar que antes de ser estimagtizados como victimarios, como “violentos”, “peligrosos”, “causa de los males de seguridad que vive la ciudad”, deberían ser reconocidos como epicentro de múltiples violencias –institucionales, familiares, económicas, afectivas–. Ignorar esta dimensión es desconocer las causas profundas que empujan a miles de personas a sobrevivir en condiciones extremas. La ciudad que ve en ellos una amenaza es la misma que los ha abandonado. Por eso, no se trata de justificar hechos violentos, sino de entenderlos como síntomas de un orden social que se descompone desde sus raíces.

Es una realidad que nos permite plantear que las respuestas públicas no pueden seguir siendo punitivas, higienistas o caritativas. Por el contrario, es necesario transformar los vínculos sociales, garantizar derechos y construir formas colectivas de cuidado que reconozcan la humanidad de quienes hoy habitan el espacio público en condiciones de extrema precariedad. Como espejo roto de la ciudad, ellos y ellas nos devuelven una imagen incómoda, pero necesaria, de la sociedad que hemos construido.

En el marco de la Política Pública Social para Habitantes de la Calle, el Estado tiene la obligación de garantizar, promover, proteger y restablecer sus derechos. Esto implica un enfoque de acompañamiento y no de imposición, donde se respete la autonomía, pero también se generen condiciones reales para la inclusión social. De hecho, es gracias a esta normatividad que existen programas como el Sistema de Inclusión Social, Familia y Derechos Humanos en Medellín. Aunque precario en su funcionamiento, es uno de los sistemas de atención más amplios entre las grandes ciudades del país. Aun así, alcaldes como Federico Gutiérrez suelen alardear de las inversiones realizadas, cuando en realidad no se trata de una voluntad política genuina, sino del cumplimiento forzado de normativas que los obligan. Como resultado, la inversión muchas veces se ejecuta con poca diligencia y sin una perspectiva real de transformación.

Consecuentes con la Corte, algunos principios fundamentales deben guiar esta política: el derecho a no ser discriminado, a recibir atención en salud como población vulnerable, a decidir libremente sobre tratamientos, y el deber del Estado de tratar la adicción como un problema de salud pública, no como una conducta delictiva. Así, la atención a esta población no puede basarse en la compasión ni en la lógica del castigo, sino en el reconocimiento pleno de su dignidad.

Valga plantear, por tanto, que solo si asumimos colectivamente que la calle no es el “problema”, sino el escenario donde se manifiestan nuestras fallas sociales más profundas, podremos comenzar a construir alternativas reales para superarlas. Un proceder que nos llevaría a detenernos en medio de la alta velocidad que nos impone el sistema y cuestionarnos, ¿hacia dónde vamos como sociedad? No podemos seguir avanzando hacia un grado cada vez mayor de insensibilidad, normalizando el sufrimiento ajeno y asumiendo que la pobreza extrema es un destino inevitable para algunos.

Es una realidad que nos invita, con urgencia, a realizar apuestas colectivas para transformar nuestra manera de relacionarnos, priorizando la solidaridad y la justicia social, propósitos que nos permitan construir espacios en los que todas las vidas sean valoradas, independientemente de su capacidad de generar riqueza. Se trata de poner en marcha otras políticas, unas que nos lleven a imaginar y crear modelos de convivencia en los que primen lógicas diferentes a las del capitalismo, donde el bienestar no esté subordinado a la rentabilidad y donde la exclusión deje de ser la norma.  

* Estudiante universitario; corresponsal periódico desdeabajo Medellín.

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Información adicional

Autor/a: Fernando Pérez
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente: Periódico desdeabajo Nº323, abril 15 - mayo 15 de 2025

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