El libro del profesor de Cataluña Doménech Francesch Elogio de la educación lenta hace alusión a la necesidad de reflexionar sobre nuestro “modus vivendi” y optar por movimientos de la lentitud. Es una crítica a la colonización del tiempo impuesto en las sociedades tecnológicas del mundo occidental, donde el afán por “vivir a toda” es nuestro pan de todos los días. Según este autor, “a pesar de que, en la actualidad, la esperanza de vida es más larga, las personas constantemente nos quejamos de falta de tiempo”.
Nuestras sociedades tienen impregnadas en su ADN un vértigo que no nos deja disfrutar el manantial de las presencias, los pequeños instantes, o como afirma Fernando Savater, los significados de las miradas de los que nos prestan atención, contenedoras de amor, preocupación, reproche o burla y que nos saca de nuestra insignificancia natural para hacernos humanamente significativos.
Esta situación llevada a la institución escolar, conlleva a vivir un tiempo-espacio fragmentado, cuantificado y colonizado al igual que el saber, donde se generalizó la idea “más rápido, más aprendizajes y cuanto antes mejor, como si hacer crecer los árboles estirando sus hojas fuera la solución”.
En nuestro medio, Nicolás Buenaventura escribió una cartilla bellísima llamada “La campana en la escuela”, en la cual describe la terrible escisión que hizo la modernidad respecto al tiempo-espacio, pensado como fábrica y no como vida. Buenaventura identifica una contradicción evidente sobre el particular: la institución escolar prohíbe lo que el hombre desea y exige lo que este rechaza. Es una crítica a las practicas escolares que ha asumido la escuela en concordancia con la lógica del mundo laboral, donde por mantener intacta la idea de escuela como fábrica, el recreo se ha convertido en lo único “chévere“ de la jornada escolar.
En este sentido, el maestro Buenaventura construyó sobre el particular la metáfora de la campana en la escuela aduciendo “La campana suena distinto, se la oye totalmente diferente, no solo ya al oído de los muchachos sino de los profesores cuando suena a recreo, a salida a recreo que cuando toca a entrada a clase…”.
Pienso al respecto que la escuela necesita más allá del tiempo y su forma de organización, ante todo, un replanteamiento de su sentido y garantizar su respuesta a los retos del mundo contemporáneo. Replantear el sentido requiere un cambio de la cultura, solo posible de lograr con un cambio de la mentalidad, porque podemos cambiar los edificios escolares y hacerlos más abiertos a la comunidad, como se hizo en Bogotá, y no funcionó. Para ello se partió del criterio que la escuela era un espacio para la comunidad y se abrieron sus puertas y ventanas, se quitaron los muros elevados y no entró ninguna comunidad, sólo los ladrones interesados en los bienes ajenos. Al poco tiempo otra vez se elevaron sus muros.
El sentido de la escuela no está dado por la cosa que está ahí afuera (el edificio), sino por lo que llevan los agentes que la habitan y es común el dicho que “empacar el vino viejo en odres nuevas, no lo hace distinto en su esencia”.
Hay que parar, hacer una pausa frente al vértigo que impone la vida moderna. Estamos aturdidos no solo por la bulla del tráfico, sino por la producida en nuestra cabeza por las demandas contradictorias que le llueven a la educación y la escuela. Parar es ralentizar –un verbo que significa hacer lento un proceso o actividad, es decir, demorarse, disminuir su ritmo, para después imprimirle velocidad–. En las justas deportivas, por ejemplo, eso hizo la selección colombiana de fútbol frente al vértigo que querían imprimir los alemanes en aquel partido histórico que terminó empatado en el mundial del 90, durmiendo el balón en los pies del Pibe, haciendo pequeñas transiciones con sus compañeros; también lo aplicó Mohammad Ali en Kinshasa –Zaire–, durante la pelea por el título mundial de los pesos pesados con George Foreman, llevándolo al cansancio y desespero, solo en ese momento aligeró la pelea y lo noqueó. En este entendido, ralentizar es actuar imprimiendo un ritmo lento para después volverlo rápido.
En los países de la Europa del norte (Finlandia, Suecia y Noruega), activaron el dispositivo de la ralentización como estrategia pedagógica. Allí los niños y niñas que entran a la escuela temprana son acogidos en un ambiente familiar que les brinda confianza, aprenden a resolver problemas con seguridad, porque lo más importante de esa etapa del desarrollo es la reafirmación de la autoestima para sentirse querido, respetado y valorado, la empatía para que sean personas que puedan descubrir el mundo mental de los demás a través de la socialización e interacción. Las competencias cognitivas o contenidos de las asignaturas se dejan para después, y se priorizan las competencias comunicativas y socioafectivas con actividades deportivas y artísticas que van desde montar bici, cocinar en grupo para brindarle el alimento al grupo del salón de al lado, hasta aprender expresión corporal y dramática con el teatro y la música .
De esta manera los nórdicos, en especial los finlandeses, lograron en los últimos diez años bajar las tazas de suicidio en un 40 por ciento, haciendo un giro a la estructura educativa para darles seguridad a los niños y adolescentes en lugar de estarlos fustigando para obtener buenos resultados escolares. Ese ciclo se toma buena parte de la formación básica y una vez finalizado su aseguramiento, ahí sí hunden el pie en el acelerador para ponerse a nivel con las competencias cognitivas. De esta manera es común observar que los estudiantes de Finlandia son medalla de oro en las pruebas Pisa de la Unesco. Si nos preguntamos por qué, además de felices son exitosos los estudiantes de los países nórdicos, tendríamos que reconocer que la clave de sus logros está en el cambio de mentalidad cultural que lograron sus dirigentes, poniéndole freno a la cultura del sprint que caracteriza la vida cotidiana de la civilización occidental.
Eso lo realizaron a través de la educación, convirtiendo la profesión de maestro en la más apetecida en el rango de las profesiones. En esos países los maestros no tienen necesidad de hacer paros, porque todo lo tienen resuelto y los funcionarios del Estado no se limitan a dictar decretos desde escritorios celestiales, en medio de espasmos burocráticos, sino en acompañar las transformaciones reales de los procesos.
En Colombia y en Suramérica, por desafortuna, existe una escisión terrible entre el sistema educativo y el sistema escolar, donde la desconfianza y las acusaciones mutuas entre políticos y maestros son el pan de cada día.
Una realidad necesaria de superar. El día que ambos sistemas se imbriquen no habrá necesidad de tener rectores ni coordinadores en los planteles educativos porque, como sucede en los países nórdicos, los que dirigen el ministerio de educación son maestros en comisiones salidos de las escuelas que hacen las veces de administradores y no dejan que se infiltren los políticos –estos solo se limitan a producir las leyes–, lo que conlleva a su vez que cada maestro en sus escuelas se sienta orgulloso de su sistema escolar y lo represente sin intermediarios.
Hoy, combatir los efectos de la angustia que se profundizan más con los estragos que dejó la pandemia, requiere pensar en una nueva estructura escolar que va más allá de adecuar las instalaciones para asumir “la nueva normalidad”, y dejar el afán por abrir las escuelas a la topa tolondra. Tanto afán para volver a la misma escuela, como efectivamente pasó con alumnos, angustiados, inseguros y taimados por el maltrato del encierro, no fue de buen recibo.
Es cierto que hoy la escuela ha cambiado: en su empaque luce mejor vista desde un aeroplano, pero al interior los maestros viven en una puja eterna por el uso adecuado del uniforme con alumnos que no terminan de acomodarse a una estructura organizativa propia del siglo XIX, de la era industrial, que funcionó hasta el siglo XX.
Ahora tenemos alumnos atrapados en la matrix de la virtualidad y desconectados del mundo real; alumnos que hace un tiempo perciben que la escuela es un cheque posfechado, que al cambio sale falso, pero que simulan aprender pensando en salir airosos en las notas; otros ni siquiera se interesan por disimular, y existen pocos que están convencidos que la escuela sirve para ser alguien en la vida.
Hoy estos alumnos en la escuela, cuando suena el timbre para entrar a clase, caminan lento como perdonado el tiempo, otros se quedan haciendo “operación pasillo”, charlando con compañeros de otros cursos, y hay algunos que estando ya en el salón piden permiso para salir otra vez porque olvidaron algo o porque no fueron al baño.
Mientras esto sucede, sentarse lleva tiempo y el profesor con la paciencia de Job espera que se organicen, conversando con alguno o mirando como se va organizando el grupo. Sin duda, comenzar la clase con la atención debida es casi una proeza que implica paciencia y resistencia en unos adolescentes que viven en una especie de zapping, conectándose y desconectándose intermitentemente con audífonos al celular, el que nunca terminan de guardar a pesar del requerimiento que hace el profesor. Esto conlleva a que se dispersen a toda hora y terminen apurándose a última hora a terminar el taller o la guía de clase.
Esta situación es paradójica con lo que se expone en este artículo, porque hoy los alumnos hacen ralentización a su manera frente al vértigo de los contenidos de las asignaturas. El reto consiste en llevarlos a entender que la ralentización no es mamadera de gallo y va en serio.
Lo más pertinente seria, por tanto, un cambio de mentalidad, el cual pasa por frenar la angustia por los contenidos de los programas que no vieron, demorar los procesos pensando en otras competencias, como las socioafectivas y comunicativas, para equilibrar las emociones de los alumnos y después, ¡ahí sí!, imprimirle velocidad a los contenidos cognitivos propios de las asignaturas y poner a tono a los alumnos frente a las pruebas estandarizadas del orden nacional e internacional que tanto trasnochan a la escuela.
La lección la tenemos ante nuestros ojos y debemos aprenderla: si seguimos creyendo que lo más urgente está afuera del sujeto y no en su interior, seguiremos fracasando.

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