La historia se repite. Crisis económica tras crisis económica, en el continente o en el país que sea, quienes terminan cargando con las tristezas y los efectos más negativos de la misma es la población trabajadora, en primera instancia la menos cualificada, para nuestro tiempo, la que cuenta con menos acceso a los conocimientos científicos y tecnológicos. Durante muchas décadas sucedió así con los obreros de los países periféricos; ahora ocurre también con los que habitan en los países centrales.
En medio de la tragedia, y a la deriva, están 200 millones de trabajadores desempleados en todo el mundo, y 900 millones más viven por debajo de la línea de pobreza, en una radiografía más que gráfica del efecto devastador de la actual crisis. De estos, 23,8 millones habitan en Europa y 16,5 en la llamada zona euro, en cuyos países no hubo por décadas tales registros, índices descontrolados en el sector (1).
Como comedia, así se repite en algunas ocasiones la historia A la hora de aplicar los consabidos ajustes salariales, los argumentos esgrimidos por los dirigentes políticos son los mismos en uno o en otro país, periférico o central, sin que importen los resultados que arroja su aplicación de planificación macroeconómica. De ahí la comedia.
Aquello no produce risa sino llanto. Las medidas que ahora se aplican en Europa para ajustar las finanzas son las mismas que hace varios años se tomaron en América Latina cuando la crisis tocó a la puerta. Semejantes resultan estas medidas, sea en la década de los 80 o los 90 del siglo pasado: flexibilización laboral, reducción del costo de la mano de obra, eliminación de normas que dificultaban los despidos o procuraban estabilidad laboral, congelación e incluso reducción de salarios, incremento de los años de trabajo para acceder a una pensión, privatización de bienes públicos estratégicos, etcétera. Disposiciones idénticas en nuestro entorno fueron aplicadas por ‘recomendación’ y bajo la supervisión del Fondo Monetario Internacional, y por ‘concepto’ de las agencias de calificación de riesgos, erigidas en el reciente tiempo en un poder de poderes en el mundo.
Por estos días, de Grecia a España, pasando por Irlanda, Italia y otros países del Viejo Mundo, las medidas son comunes, y repetitivos los argumentos. El ambiente para su aplicación y justificación corre por cuenta de los creadores de opinión con parlante abierto en los grandes medios de comunicación. En esta hora, por cuenta de los profesores de economía, que, como lo describe Renaud Lambert en la presente edición (pág. 12), en muchas ocasiones son asesores o parte de los bancos o de distintas agencias financieras. Contrario a esta constante mundial, por ninguna parte se valora la fijación de un tope a los ingresos altos, para estimular por este conducto otra vía hacia la justicia social (Sam Pizzigati, pág. 11).
Los millones de trabajadores europeos que padecen la “sabiduría de la ciencia económica” ahora viven y sienten la historia como tragedia. No es para menos. Si bien el llanto que con seguridad entristece a muchos hogares es parte de la comedia que se dirige desde la troika, con toda seguridad lo que domina es la tragedia, la misma que se desprende de ver y sufrir la pérdida de importantes conquistas laborales y políticas, logradas por el esfuerzo y la lucha de millones de obreros que durante los siglos XIX y XX se enfrentaron a lo más retrógrado de sus sociedades hasta vencer en una disputa por la justicia y la dignidad, de la cual se desprendieron irrenunciables derechos que ahora se relativizan, toda vez que, como en Colombia, para su aplicación quedan sometidos a la estabilidad fiscal.
Es una historia repetida como tragedia y comedia, al olvidar o no considerar las direcciones de los distintos gobiernos que, antes que al sistema financiero, es humano salvar a los millones que le entregan sus dineros en depósito para que este sistema especule por doquier. Especulación con todo, pues su función de fomento de las grandes obras públicas quedó en el pasado.
El olvido proviene también de no mirar por el retrovisor a nuestros antepasados, padeciendo jornadas diarias de trabajo de hasta 14 o más horas, a las que eran obligados incluso los menores de 10 años bajo el sacrosanto criterio moral de ganarse el pan con el sudor de la frente o de allanar el camino a la eternidad mediante la sumisión al patrón.
Este marco de imposiciones fue relativizado con el transcurrir de algunas décadas del siglo XIX y bajo los efectos de la Revolución Industrial cuando algunos patrones demostraron que si sus obreros trabajaban menos rendían más. Y marco que tuvo reformas por los efectos saludables de la innovación científica y tecnológica que dieron lugar a que miles de manos fueron reemplazadas por la acción repetitiva de los aceros, que en un tiempo nuevo producían lo que por décadas significó la infelicidad para millones.
A la par, y como factor determinante, la resistencia de los obreros obligados a vivir en condiciones de semiesclavitud creó el empuje necesario para que las jornadas de trabajo fueran reducidas. Como estímulo para la resistencia obrera, se contó con la consigna de los socialistas de implementar una jornada de 8 horas.
Tal reivindicación fue rechazada durante años por los propietarios de los medios de producción bajo el fútil argumento de la “reducción de sus ganancias”. En medio de esta disputa, no faltó quien gritara que la reducción estimularía la pereza. Sin embargo, no valió la oposición patronal y del poder capitalista en expansión: tras inmensas jornadas de resistencia extendidas por años, las 8 horas se hicieron universales. En esta forma, la producción que antes se hacía, día a día, por dos turnos de trabajadores en la fábrica, requirió tres, y, por tanto, hubo lugares de trabajo para más gente (2).
Eran otros tiempos. Pero transcurrido más de un siglo y a pesar de las evidencias, se vuelve a los mismos argumentos o por lo menos similares. En Portugal –que tampoco se salva de la crisis–, tras una visita de los Comisarios de la Unión Europea, los líderes del país se quejaban porque la gente tenía sus negocios cerrados en día feriado. Sin duda, estaban pensando que sus conciudadanos sufren de pereza –‘de ahí’ la crisis–, que, como se decía en otros tiempos, es “la madre de todos los vicios” (3). He ahí un diagnóstico amañado y un moralismo que pretenden erigir en ciencia.
Extraño proceder que, negando la historia, a la hora de tomar medidas correctivas en economía y política, no valora factores sustanciales como el humanismo, la ciencia, la población, la productividad, el tiempo, etcétera. En el mismo siglo en que se ganó el derecho a la jornada de 8 horas de trabajo hubo quienes alcanzaron a pensar que, producto de la técnica y la elevación de la productividad, la humanidad podría llegar a reducir aún más el horario laboral y dedicar el resto del día a labores más felices: la creación, el arte, el amor, y así vivir más hermanados.
Pero parece que el sueño fue ilusión. La ideología del Homo Economicus permeó a toda la academia sin que ésta apenas lo percibiera. Se idealizaron los volúmenes de consumo como medida de la felicidad y se erigieron, también como medidas del ‘desarrollo’, los kilos, los watts y los bits per cápita consumidos, en una orgía que no sólo olvidó el concepto de necesidades básicas cubiertas para todos, como la condición mínima de la equidad y la paz social, sino que además aceleró las diferencias en ese consumo como mecanismo amenazante contra aquellos que no se reducían al maximalismo desatado.
En esta orgía consumista, los países del centro, incluidas sus clases subordinadas, creyeron que aquellos niveles de consumo discriminantes eran una conquista irreversible que los había separado para siempre de sus congéneres del tercero y el cuarto mundo, y opusieron poca resistencia a la implantación de un modelo que les decía cómo, para que el consumo siguiera creciendo, era menester que se incrementaran aún más las ganancias. A ese dios se le sacrificó la progresiva estructura fiscal, en primera instancia, y luego el crecimiento de los salarios. Hoy, cuando se le quieren sacrificar las demás conquistas del llamado Estado del Bienestar, los trabajadores del Centro parecen recordar que todos somos habitantes del mismo planeta y que los defensores de los principios del capital y el capitalismo se enceguecen cuando se trata de defender sus excedentes.
De esta manera, las utopías prometeicas de las conquistas tecnológicas y los sueños de un mundo de fantasía en el que la escasez material de algunos fuera tan solo un mal recuerdo parecen darle paso al escepticismo del futuro. Y lo paradójico del asunto es que el problema no reside en insuficiencias en la producción sino en cómo se distribuye el producto. La riqueza está ahí pero la capacidad de reproducirla también. ¿Dónde está, entonces, el problema? La equivocación no parece residir en la inquietud de disminuir los esfuerzos para generar el producto sino en el destino de lo que se ahorra, y en la racionalidad del para qué y el cuánto producir. Escapar del mito de la condena bíblica de “te ganarás el pan con el sudor de tu frente” fue uno de los impulsos de la tecnologización, así como el de la reconquista de una abundancia permanente que liberara a todos los seres de la angustia de la supervivencia.
Perspectiva evidente. En las pocas décadas que forman un siglo, la humanidad vivió un cambio sustancial, hasta el punto de producir suficiente riqueza como para redistribuir entre los millones que habitan el globo, garantizando su vida en dignidad, eliminando el hambre, reduciendo hasta el mínimo de mínimos la desigualdad, que le permite al 1 por ciento concentrar en sus manos, en igual proporción, el restante 99 por ciento.
En verdad, este rumbo que ahora surte retrocesos como extensión desafortunada de otra revolución industrial –para algunos la segunda, para otros la tercera–, sin duda una revolución que rompe paradigmas pero que a la par, como producto del desaforado apetito de ganancia de los grandes banqueros e industriales, sitúa a la humanidad ante el riesgo de su propia extinción.
Esta revolución, al transformar el planeta en una aldea, relativizó tiempo y distancia pero a la vez propició que la jornada de trabajo, otrora reducida al tercio del día, de nuevo se alargue: vía teléfonos móviles, computadores portátiles y otras manifestaciones de la tecnología de punta, además de novedosas teorías administrativas. Así, la opresión –si alguna vez tuvo consideración– afecta la cotidianidad de quienes tienen como única fuente de sustento su fuerza de trabajo. Todo, muy a pesar de la elevada productividad que se registra por doquier: mientras que, a mediados del siglo XX, en el campo, con las tecnologías de punta un trabajador producía 12,5 toneladas, hoy puede llegar a producir 500. Bajo el ritmo de estos cambios, es posible pensar y proyectar el trabajo, lo mismo que los ingresos que garantizan la reproducción de la vida, bajo otros parámetros. Sin embargo, prevalece la tradición.
Está a la vista que el 1 por ciento que detenta el poder y los privilegios sin fronteras impone que el mundo se abra a nuevas opciones. Por tanto, y no por casualidad, decide que los menos favorecidos de la sociedad carguen sobre sus cuerpos y sus hogares con el peso de la crisis. Es un designio político, económico, social, transnacional, por encima de las distintas opciones en brega para garantizar que la humanidad recorra otro rumbo. Exabrupto tal que cuesta vidas y guerras.
Entonces, para que la historia no curse en tragicomedia, habría que examinar los debates del siglo XIX en los legislativos de los países europeos, a la par del examen de los beneficiosos resultados de una jornada laboral menos opresiva. Pero, también, aplicar medidas para que sea lo productivo, y no la especulación y la burbuja de dinero-papel, el factor que rija y garantice la cotidianidad de la sociedad mundo. Sin duda, el sueño de un mundo de libre creación aún no está perdido.
Si un giro así tuviera empeño y lugar, con seguridad la jornada de 6 horas ocuparía el orden del día de todos los programas y debates políticos: ahora, ¡no serían tres los turnos de trabajo por empresa fabril sino cuatro!, con la garantía, por supuesto, de un salario igual al percibido hasta entonces. Pero, además, con respeto por el derecho del trabajador a jubilarse en edad aún productiva, de modo que pueda gozar el resto de la vida y no sólo dedicársela a los hospitales, que es hoy el camino asegurado y común para todo aquel que por décadas laboró en trabajos repetitivos. Pero, además, cabe aquí problematizar el tema: ¿Cuáles serían las consecuencias lógicas de una reducción aún mayor de la jornada laboral necesaria para producir los bienes que la sociedad toda necesita? La respuesta conduce claramente a una solución política y que tiene que ver con el acceso de todo ser humano, simplemente por serlo, al disfrute de lo que la sociedad produzca como resultado del trabajo de todos, de modo que realmente se pueda romper con la contradicción implícita en una producción social frente a una apropiación privada.
Esos cambios, sin embargo, exigen hoy, en plena etapa global, su universalización. Son impensables las reducciones de jornada en un solo país, de suerte que las luchas por su implementación obligan a una comunidad de metas. Las clases trabajadoras requieren verdaderas organizaciones internacionales, pues el capital está internacionalizado, y los movimientos sociales y políticos no pueden seguir concibiéndose en el estrecho margen de sus reducidas parcelas nacionales. Si los trabajadores alemanes piensan que la suerte de sus pares griegos les es ajena, muy poco se puede avanzar. Los llamados países desarrollados, que por tanto tiempo miraron los dramas del tercer mundo como de un planeta extraño, deben aprender la lección y aplicar celosamente el adagio de que “cuando las barbas del vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar”. No cabe duda de que es la hora del internacionalismo y la solidaridad de clase, de una clase que hoy suma el 99 por ciento de la población y que está en condiciones de decir “basta ya”. Se repite por doquier: a la redistribución racional de la riqueza material le llegó la hora.
Al proceder con esta conciencia, se recorrería sin duda una vía expedita para enfrentar el desempleo, que ahora supera en muchos países los dos dígitos, con golpes cotidianos y sin piedad contra los más jóvenes, muchos como herederos y portadores de gran parte del conocimiento acumulado por la humanidad durante decenas de siglos.
1 http://www.intereconomia.com/noticias-negocios/laboral/desempleo-record-europa-20120131.
2 Lafargue, Paul, El derecho a la pereza. Editorial Grijalbo, 1970, “La jornada legal de trabajo”, pp. 117-135.
3 Chollet, Mona, “Una austeridad que viene de lejos”, ver esta edición, p. 18.
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