Santiago Díaz entrevistó, para la revista Kalewche, a Esteban Mercatante, integrante del comité editorial de esta publicación. La entrevista recorre debates sobre capitalismo, desarrollo, conflicto naturaleza-capital, crisis ambiental, decrecimiento, relaciones centro-periferia, imperialismo, dependencia, extractivismo, restricción externa, programa de transición, etc. A continuación reproducimos para los lectores de Ideas de Izquierda este diálogo.
Como asiduo lector de La Izquierda Diario (LID), veo que ya desde hace tiempo venís elaborando análisis y reflexiones muy agudas en torno a las polémicas con las perspectivas posdesarrollistas. ¿Podrías resumir algunos de los principales ejes del debate?
El campo de lo que podría definirse como posdesarrollismo es bastante amplio y heterogéneo. Encontramos formulaciones y perspectivas muy distintas. En algunos artículos recientes, me centré sobre todo en los planteos de la corriente decrecionista –que también engloba posturas muy divergentes– a partir de establecer un contrapunto con algunos de sus exponentes como Serge Latouche, Jason Hickel o Giorgos Kallis. Acá en Argentina, Maristella Svampa es una de las autoras que también se inscribe en una mirada posdesarrollista y afín al decrecionismo.
El blanco principal del decrecionismo, como su nombre lo indica, es el crecimiento económico, que es identificado como la principal causa de la crisis ecológica en sus múltiples dimensiones. Hay un importante espacio dedicado en la mayoría de los textos de autores de esta corriente a la «ideología» del crecimiento. En muchos textos decrecionistas se reconstruye la historia de cómo un indicador como el aumento del producto bruto interno se convirtió en una medida incontrovertible de éxito económico, y cómo toda la política económica desde la década del 30 en adelante se construyó en función de estimular su aumento continuo. El argumento decrecionista es que no se puede poner un signo igual entre crecimiento del PBI, o más específicamente de PBI per cápita, y bienestar. Pasado cierto punto, un mayor PBI per cápita no mejora de forma equivalente la vida de las personas, sostienen estos autores. Hay que tener en cuenta que estos autores escriben desde, y piensan en, la situación de los países ricos. Su argumento de que hoy se consume en exceso y de que la extracción material supera ampliamente las capacidades del planeta para realizar una reposición de lo extraído tiene sentido en referencia a lo que ocurre en estos países desarrollados. Aparecen conceptos como el de “modo de vida imperial”, que apuntan a esta idea de que las sociedades ricas están viviendo por encima de lo sostenible, y lo hacen a costa del resto del planeta, del que extraen recursos y sobre el que descargan los costos de sus impactos ambientales. Acá hay una cuestión interesante, que es que se incorpora la problemática del imperialismo en relación a los trastornos ecológicos. Pero aparecen varios problemas. La discusión acaba yendo más por el lado del consumo que de la producción en sí, lo cual, más allá de las intenciones, desdibuja un poco la raíz sistémica. Las clases trabajadoras de los países ricos terminan siendo partícipes de este “modo de vida imperial”, o al menos no quedan explícitamente excluidas, a pesar de que en las últimas décadas múltiples indicadores muestran que atravesaron un marcado deterioro de sus condiciones de vida como resultado de las privatizaciones y la reestructuración de la economía mundial. Todo esto no acaba de estar claramente incorporado en las posturas decrecionistas. Esto no significa que se igualen las cargas de responsabilidad. La desigualdad es una cuestión muy importante en estos enfoques, asociada a la idea de que los ultrarricos –con sus aviones, yates y mansiones– tienen una responsabilidad abrumadoramente mayoritaria en la producción de huella material.
El cuestionamiento a la noción del crecimiento económico como fin en sí mismo que realiza el decrecionismo es algo cuya importancia no puede desdeñarse. El productivismo hace mella incluso en sectores anticapitalistas, y es una vía muerta, así que son valiosas esas advertencias. Pero lo que encontramos es una gran debilidad para el desarrollo de alternativas consistentes desde el decrecionismo. Se enuncia que debe haber cambios cualitativos en cómo se produce, pero cuesta otorgar valores concretos a estas formulaciones. El énfasis cuantitativo –reducción de la escala de la producción y el consumo– es lo único que resulta claramente articulado.
Es que el común denominador entre las distintas miradas decrecionistas es un vago posicionamiento anticapitalista no exento de ambigüedades. Cuestionar el crecimiento económico como finalidad en sí misma es estar en contra de un aspecto básico del capitalismo, porque no puede haber acumulación continua de valor si no aumenta al mismo tiempo la escala de los procesos materiales. Pero otra cosa es traducir esta idea negativa en una alternativa positiva. No hay una postura común entre distintos exponentes del decrecionismo. Algunos autores, como Serge Latouche, son directamente hostiles a la idea del socialismo basado en la experiencia de los ex estados obreros burocratizados, y achacan a todo el marxismo posiciones productivistas. Hay otros que plantean que no necesariamente es imposible un capitalismo estacionario (es decir, donde se implementen y puedan sostener medidas para no crecer, que garanticen una reproducción siempre en la misma escala), y que, por ende, decrecionismo y capitalismo pueden no ser antagónicos. Tenemos miradas más anticapitalistas, como la de Jason Hickel; o la de Kohei Saito, que habla explícitamente de un comunismo decrecionista. No obstante dichos matices, lo que más o menos caracteriza a todas estas propuestas es centrarse en una especie de programa mínimo o inmediato, que puede variar un poco pero que básicamente está pensado como exigencias al Estado. Se incluyen algunas cuestiones interesantes y que podemos compartir –como la reducción de la jornada de trabajo– pero que no se articulan ni en una perspectiva transicional ni en una estrategia para terminar con el capitalismo o nada que se le parezca.
¿Cuál es el balance –en términos provisorios– del debate reciente, dentro del campo de la teoría marxista, entre partidarios del comunismo de lujo automatizado y ecomodernistas, y los proponentes de algún tipo de decrecentismo?
Creo que son posiciones en espejo. En gran medida, el desarrollo de una repercute en el desarrollo de la otra, y no tengo claro que alguna se esté imponiendo. Además, ambas posturas responden, unilateralmente, a algunas de las problemáticas fundamentales del momento. El comunismo de lujo automatizado, así como el aceleracionismo de Nick Srnicek y Alex Williams, toman como punto de partida el lugar cada vez más omnipresente de la tecnología en nuestras vidas, y que, desde este enfoque, el capitalismo no puede desarrollar hasta el final. Por eso, el desafío planteado a las fuerzas contestatarias es empujar ese desarrollo “hasta el final”. Hay una idea de que la tecnología es revulsiva, en el sentido de que es una palanca potente para superar las dificultades que traban el desarrollo de las corrientes de oposición al capitalismo en términos de capacidad estratégica y fuerza material. El decrecentismo comunista, del que ya hablamos, también gana en influencia a medida que se agrava la crisis ecológica y parece haber cada vez menos tiempo para salidas menos drásticas que una reducción profunda de la escala material. Si lo vemos en la discusión ecológica puntualmente, en el contrapunto entre autores de estas corrientes, se señalan bien varios de los puntos débiles. Si no, miremos la reciente crítica de Matt Huber y Leigh Philips a Saito en Jacobin, o los comentarios acertados de Saito sobre Bastani y los aceleracionistas en Karl Marx in the Antrophocene. Todos tienen razón en los errores que señalan de sus adversarios, pero eso no hace menos unilaterales sus propias posturas.
Las posiciones de este tipo, aunque por momentos tiendan a polarizar las discusiones, creo que reflejan una tensión real y necesaria para una mirada marxista, en la que hay que mantenerse sin querer caer en soluciones unilaterales. Esta tiene que ver con el lugar que tiene el desarrollo de la tecnología –y más en general, el desarrollo de las llamadas fuerzas productivas– en la superación del capitalismo y la construcción de una sociedad sin explotación. Una postura marxista consistente no puede, en mi opinión, ni abrazar acríticamente cualquier desarrollo tecnológico apostando a que sea la dinámica tecnológica la que nos lleve más allá del capitalismo –como esperan muchos poscapitalistas–, ni tampoco caer en el rechazo de plano de lo que tiene para ofrecer, en pos de construir una sociedad comunista, la reapropiación de las capacidades tecnológicas que el capitalismo se apropia y vuelve contra la clase trabajadora y contra el mundo natural para explotarlos y expoliarlos.
Siguiendo un poco esta línea que fuimos trazando, ¿cómo entendés el binomio desarrollo-socialismo?
Para empezar por lo obvio, la condición de posibilidad de la perspectiva socialista, de terminar con la explotación, es que el desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad se ubique por encima de cierto umbral. No puede haber posibilidad de terminar con la explotación, que consiste en que un sector de la sociedad vive a costa del trabajo del resto, si no se han creado todavía condiciones materiales como para avanzar en una notable reducción de la carga del trabajo para el conjunto de la sociedad, permitiendo que esto ocurra de la mano de una satisfacción más o menos holgada de las necesidades fundamentales de alimento, vestimenta, alojamiento y demás. Marx consideraba que el capitalismo había tenido un impacto revolucionario por la manera en que había empujado el desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad. Esto no significa que considerara el desarrollo del capitalismo como inevitable, o como el único camino histórico posible para llegar hacia el socialismo. Pero, dado el desarrollo histórico que le permitió a este modo de producción afianzarse como dominante en Europa y luego expandirse por el mundo –de forma claramente violenta–, lo que le interesaba a Marx era desentrañar las potencialidades que podían trazarse a partir de sus contradicciones para la construcción de una sociedad superior. Una donde la humanidad pudiera tomar un control consciente y racional de su metabolismo social y de su relación con la naturaleza, en vez de estar dominada por sus propias relaciones de producción como algo cosificado –atravesado por la relación mercantil y la explotación en función de la ganancia–, que es lo que ocurre en el capitalismo.
Ahora bien, hay que distinguir esto de la ideología del desarrollismo. Sobre todo hoy, en que ya hay un camino recorrido. Martin Arboleda tiene un artículo reciente en Jacobin donde reconstruye a grandes rasgos –creo que correctamente– el recorrido que tuvo el concepto. Y advierte algo interesante: no es que se generó, como se sostiene a veces desde posturas posdesarrollistas, en los países imperialistas como un recetario basado en esquemas etapistas para aplicar en las periferias. Arboleda plantea bien cómo, por el contrario, el desarrollismo aparece ligado al rechazo a las exigencias de libre comercio que los países imperialistas buscaban imponer en las periferias, planteando la necesidad de otro tipo de políticas para poder salir del círculo vicioso de depender del comercio exterior de commodities. Después vino el recetario desarrollista de W. W. Rostow como un paquete contra la amenaza del comunismo, la Alianza para el Progreso en América Latina, etc., pero no surgió ahí.
Ahora, ya pasadas dos décadas del siglo XXI, vemos 1) que los casos de «éxito» de países que se acercaron a algo parecido al desarrollo en los marcos capitalistas –desde mediados del siglo XX hasta hoy– se cuentan con los dedos de una mano, y que están ligados siempre a factores geopolíticos sin los cuales no habrían podido escapar a las exigencias de los centros financieros internacionales y del capital trasnacional, que frustraron proyectos similares en otros países; 2) que no quedan sectores relevantes de las clases capitalistas en los países periféricos y dependientes que sostengan de manera consistente ningún planteo desarrollista. Lo podemos ver en Argentina. Los neodesarrollismos más heterodoxos apenas plantean la necesidad de apropiarse de alguna porción de las rentas generadas por la exportación de commodities para estimular moderadamente alguna complejización de los aparatos productivos, pero no pasan de ahí. Pero el (neo)desarrollismo sobrevive como una ideología más o menos poderosa en transmitir la noción de que lo posible hoy va por el lado de ligarse con algún grado de éxito a las corrientes más dinámicas del capitalismo mundial, y de que esto puede ser beneficioso para el conjunto de la sociedad. En ese sentido, entra como parte de los mecanismos con los que la clase capitalista en países dependientes busca sostener algún tipo de consenso sobre el régimen burgués. Y, volviendo al comienzo de la entrevista, esto explica por qué el crecimiento económico (visto como la base para cualquier desarrollo capitalista) se toma como un objetivo que está fuera de discusión.
Después, en el marco de la crisis ecológica, aparece la cuestión de cómo se reparten los costos y sobre qué países recae el mayor esfuerzo. Se plantea el “derecho al desarrollo” de los países más pobres o de ingreso medio, que significa que las exigencias para estos no pueden ser iguales que las que deben recaer sobre los países desarrollados, con mayor responsabilidad en términos históricos en la generación de la crisis. Pero esta cuestión no puede desvincularse de lo que acabamos de plantear sobre el desarrollismo. Para que este “derecho al desarrollo” no se convierta en una cáscara vacía –cuando básicamente se lo enuncia como argumento para buscar el “desarrollo” a través de la integración subordinada en cadenas globales de valor donde la mayor ganancia queda para las empresas trasnacionales, que dejan poco en términos de transferencia de tecnología y complejización de los aparatos productivos– es necesario que se plantee sobre otras bases sociales. Por eso, la única manera genuina de defender ese “derecho al desarrollo” es en términos de una perspectiva socialista, que es necesariamente una perspectiva internacional, que debemos imponer las clases trabajadoras –tanto en los países imperialistas ricos como en los países dependientes– para empezar a construir un metabolismo racional con la naturaleza.
¿Cómo debería encarar una política económica socialista el recurrente problema de la restricción externa? Hablamos de un obstáculo de tipo estructural, que aqueja a las formaciones sociales dependientes.
La restricción externa se vincula hoy sobre todo a cómo se apropia y circula el plusvalor generado en el espacio nacional. Si tomamos el capitalismo argentino, desde finales de los años 80 hasta hoy, vamos a ver que fueron más bien pocos y excepcionales los años en los cuales el resultado del comercio de bienes no fue superavitario. ¿Esto qué significa? Básicamente que, en el comercio de bienes, el país genera un excedente que permite, en un año normal, solventar las exportaciones de insumos y de bienes terminados. Es decir que, en una primera mirada, no hay una insuficiencia de dólares que afecte el funcionamiento de la economía argentina en términos de producción de bienes. Pero claro, los dólares generados por el comercio exterior no tienen que alcanzar solamente para solventar la importación de bienes: es necesario solventar servicios, pagar regalías por patentes de tecnología, afrontar pagos de capital e intereses de deuda externa (del Estado y de los privados) y también generar divisas para que las empresas multinacionales giren utilidades a sus casas matrices. La suma de todas estas exigencias termina a la larga demandando más divisas de las que pueden cubrirse «normalmente» con el saldo del comercio exterior. Entonces aparece la deuda o el intento de atraer capitales de corto plazo o inversiones para que entren más dólares. Pero ya Marcelo Diamand había advertido que estas son “soluciones” de corto plazo que terminan generando un incremento adicional de divisas para repagar los préstamos o girar utilidades, agravando el problema que debían solucionar. El neoextractivismo exacerbado es la última de estas “soluciones” de corto plazo en los capitalismos dependientes: se estimula el desarrollo de extractivismos de todo tipo, caracterizados por grados cada vez más elevados de lo que la ecología crítica define como amputación ecológica. Esto significa la destrucción irreversible de ecosistemas. Muchas veces tienen una vida útil de no más de diez años, es decir que su aporte para «resolver» la restricción es bastante efímero y cortoplacista. Y además, se hacen tantas concesiones a las empresas, que lo que estas aportan en términos de saldo de divisas resulta muy limitado. Ahora con el RIGI esto será todavía peor.
Una salida de fondo solo se puede alcanzar yendo en dirección opuesta. El planteo de la nacionalización del comercio exterior, para terminar con lo que hoy es un monopolio privado de unas pocas decenas de grandes grupos económicos y multinacionales, está ligado a cortar de cuajo con cualquier manejo discrecional de estos recursos en función de sus intereses. Debe entenderse que el repudio de la deuda externa y la conformación de un banco estatal único –sobre la base de la estatización de las entidades privadas– son cuestiones estrechamente ligadas. Son, además, cuestiones de autodefensa fundamentales que plantea el programa de transición que levantamos desde la izquierda anticapitalista del PTS en el FITU para atacar este problema. Con estas iniciativas, que solo puede llevar adelante un gobierno de la clase trabajadora que rompa con el imperialismo y sus socios capitalistas locales, podría empezar a reforzarse la inversión en infraestructuras fundamentales, viviendas y otros rubros fundamentales en varios puntos del PBI, que hoy quedan postergados para pagar la deuda o para asegurar en enriquecimiento de unos pocos grupos económicos. Estas medidas, que integran el programa de transición, son el punto de partida para terminar con el saqueo imperialista y de los socios capitalistas locales sobre la riqueza que produce el país, para poder dar los primeros pasos de reorganizar la economía en función de las necesidades fundamentales de la clase trabajadora y el pueblo pobre –algo que puede iniciarse a escala nacional, pero solo puede alcanzarse realmente a escala internacional, a nivel regional y más aún a nivel mundial–.
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