Para empezar, siguiendo a Ítalo Calvino (1999), recojamos este hermoso mito:
”Desde allá, al cabo de seis días y seis noches, el hombre llega a Zobeida, ciudad blanca, bien expuesta a la luna, con calles que giran sobre si mismas como un ovillo.
De su fundación se cuenta esto: hombres de naciones diversas tuvieron el mismo sueño, vieron a una mujer que corría de noche por una ciudad desconocida, la vieron de espaldas con el pelo largo y estaba desnuda. Soñaron que la seguían. Al final, tras muchas vueltas, todos la perdieron. Después del sueño, buscaron aquella ciudad; no la encontraron, pero se encontraron entre sí; decidieron construir una ciudad como en el sueño. En la disposición de las calles cada uno repitió su recorrido, en el punto donde habían perdido las huellas de la fugitiva, cada uno ordeno los espacios y los muros de manera distinta que, en el sueño, de modo que no pudiera escapársele mas (Calvino.pp,42-43).
Aunque no sabemos desde que utopías fueron hechas las ciudades y buscando qué, es posible que algunos factores como la seguridad, el confort y sobre todo la libertad hayan influido en su realización, el hecho es que están ahí, y hoy es inevitable vivir en ellas.
Asistimos hace cerca de cien años al surgimiento de la gran ciudad latinoamericana y, desde entonces se apoderó de la sociedad un afán nunca visto, de venderla, de perderla, de volverla masiva, anónima, solitaria e insolidaria. Los bosques quedaron atrás, pasaron a ser una bella metáfora. Solo quedan zonas verdes aprisionadas por “bosques de concreto” que se levantan por todos lados agrediendo el espacio del ciudadano impávido.
Este mismo fenómeno lo vivieron los europeos mucho antes que nosotros, Baudelaire en su obra, Las flores del mal, denuncia como “La calle en torno a mi ruge” y, llama la atención sobre el efecto despersonalizador de la urbe de Paris de aquellos tiempos. También sucede lo mismo con Engels en 1845, quien al pasearse por Londres afirma que “una ciudad como Londres, en la que se puede caminar horas enteras sin llegar al principio del fin, sin encontrar el más mínimo signo que anuncie la vecindad del campo, constituye algo totalmente particular. Esta colosal centralización, esta reunión de tres millones y medio de hombres en un solo punto ha centuplicado su fuerza, ha elevado a Londres a la categoría de capital comercial del mundo, ha creado los gigantescos docks, ha reunido miles de naves que siempre cubren el Támesis. No conozco nada más imponente que el aspecto que ofrece el Támesis”.
Sin duda, en este pasaje del relato el joven Engels (tenía 24 años), se muestra deslumbrado “y nos hace admirar la grandeza de Inglaterra, aun antes de haber puesto los pies en su suelo”.
Pero a continuación, Engels descubre que tanta belleza esconde algo siniestro y, pronto el relato adquiere un tono de denuncia frente a la brutalidad del proceso de la ciudad moderna. Pero las víctimas que todo esto ha costado se descubren solo más adelante. Si se camina un par de días a lo largo de las calles principales abriéndose paso, a duras penas, entre la multitud y la serie infinitas de coches, si se visitan las partes peores de la ciudad mundial solo así se nota que estos londinenses deben sacrificar la mejor parte de su humanidad para alcanzar toda la maravilla de la civilización en la que abunda la ciudad, que mil fuerzas latentes han debido quedar irrealizadas y oprimidas a fin de que algunas pocas se desarrollaran plenamente y pudieran multiplicarse mediante la unión con otras”.
Engels denuncia aquí, al igual como lo hicieron los románticos europeos y los llamados “poetas malditos” –como Baudelaire y Rimbaud– contra lo desagradable que adquieren las calles que afectan la naturaleza humana: el tumulto de gente que avanzan juntos como si no tuvieran nada en común, nada que hacer uno con otro, y el único acuerdo tácito entre ellos es conservar la derecha en su transito para no estrellarse ni estorbarse recíprocamente, sin que ninguno se digne lanzar una mirada amiga al otro.
Esa es la ciudad moderna hasta nuestros días, que crece indiferente en su duro aislamiento de cada individuo en sus intereses privados, que paradójicamente se juntan en pequeños espacios, lo cual los hace más desagradables y chocante. Esta situación no había ocurrido en la historia de las ciudades, se conocían casos de ciudades que concentraban gran cantidad de gente de paso, como por ejemplo las ciudades de la ruta de la seda, caso Samarcanda o la Bagdad de las mil y una noches, donde existían relaciones comerciales en torno a la seda, los perfumes, las especias, la cerámica y otros productos, pero ese intercambio no era tan descarnado puesto que era ganancia para todos y no el ganar de pocos como sucede actualmente.
La ciudad moderna cambió todo en poco tiempo. Asistimos a una transformación rápida, veloz, total; es como una licuadora que lo revuelve todo, nada se salva, nada queda, solo las viejas calles queridas del tango cuestan abajo. Aquel paseo que hacían los bogotanos llenos de ollas en sus baúles a ver despegar los aviones del recién inaugurado aeropuerto El Dorado, desde los potreros colindantes, es hoy una bella metáfora del recuerdo colectivo.
No hay regreso, es un fenómeno imparable que tenemos que vivir. Hoy la ciudad se convirtió en un reto para la sobrevivencia, cada vez la convivencia se aprieta más, se hace dramática, y el reto está en cómo vivir sin estropearnos o matarnos.
Ahora, en el siglo XXI, asistimos a los escenarios de la ciudad actual, también conocida como la ciudad posmoderna, ciudad virtual, ciudad fragmentada. Es la ciudad de un ensayo publicado en la Revista Pensar Iberoamérica que nos sirve para describir el nuevo paisaje urbano cuando dice:
“La ciudad actual está arrancando los clavos donde antes colgaba su memoria y su nostalgia, ignora toda tradición y todo sentido de intimidad, la ciudad virtual está empezando a ser más real que la real. La televisión es la única forma de recorrerla y de saber lo que esta pasando en ella. Si el símbolo de la ciudad vieja era la catedral gótica, de puntillas hacia el cielo con su austero mensaje de espiritualidad y eternidad, ahora lo es el centro comercial. Ahora son los centros comerciales los que más concentran su gente y su brillo. Si en la ciudad de antes había un centro indiscutible, hoy hay muchos. El centro ha explotado en fragmentos hacia la periferia y cada uno de ellos maneja sus normas, su argot. Esta es la ciudad posmoderna que se reemplaza rápidamente, policroma y hedonista, siniestra, lunática, miserable, pero también noble, educadora, refinada. Aquí cabe todo, esa es su normalidad”. (Rodríguez. A. p,16.2006).
He aquí, sin duda, una caracterización de la ciudad actual que se ajusta tanto a una ciudad europea como latinoamericana, cuyo centro no es el centro, y en donde las normas, los símbolos y los valores se transforman para poder sobrevivir y donde la discrepancia puede resultar bella o repugnante pero indiscutible. Es la ciudad posmoderna que se eleva y se ensancha al espacio. Ahora la ciudad es una megalópolis que devora la región como una nebulosa que invade la naturaleza; ahora existe el territorio, pero no el mapa ni la ciudadanía. A lo anterior se suma la era de la información, constituida por una red acéfala de conexiones horizontales, sin fronteras, con difícil control de los centros de poder. Es la internet que entra como agregado a complejizar el escenario por donde pasan los ciudadanos para informarse o desinformarse.
Ahora, la ciudad no sorprende ni para bien ni para mal: en muy pocos años dejó de seducirnos, como bien dijo Pergolis, “Bogotá coqueta de principios de la década de 1990 nos sedujo y el discurso de la alcaldía nos la mostró joven, femenina y tan desprevenida que nos acercamos a ella con los cuidados y la prudencia de la cultura ciudadana.
Luego Bogotá brilló “Más cerca de las estrellas”, madura y cautivante, bellísima a través de sus fantásticas obras: ¿Qué nos desencantó de aquellos discursos que la mostraban seductora, ¿fue el paso del tiempo?”. (Pergolis.P,40.2004).
Finalmente, si hoy aprender de Bogotá está en lo fugaz, como la sonrisa de una muchacha que pasa en Transmilenio, significa que tiene muchos latidos que ameritan estar en estado de alerta. Ahora los procesos educativos no pueden ser excluyentes, ni lineales, sino que deben recoger la multiplicidad de códigos de comportamientos y reglas de los grupos sociales.
La realidad actual está hecha de una simultaneidad de realidades, debido a la multiplicidad de grupos como los juveniles y los propios de LGBTQ+.
Frente a esta situación la escuela tendrá que asomarse al balcón a saludar el entorno y abrir sus ventanas y puertas de par en par, no para que se entren los ladrones sino para visibilizar sus nuevos agentes.
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