Varias décadas después de haber tomado clases con él, así recordaba el poeta y filósofo J. G. Herder a su maestro:
“Tuve la fortuna de tener como profesor a un gran filósofo, a quien considero un verdadero maestro de la humanidad. Este hombre tenía en aquel entonces la animación propia de un muchacho, cualidad que según parece no desapareció en su madurez. Su amplia frente, hecha para pensar, era la cuna de un gozo y una amenidad inagotable; de sus labios brotaba un discurso pleno de inteligencia. Tenía siempre a su servicio las anécdotas, el humor y el ingenio, de modo que sus clases resultaban siempre tan educativas como entretenidas. En sus lecciones se examinaban las últimas obras de Rousseau con un entusiasmo sólo comparable con la acuciosidad aplicada al estudio de las doctrinas de Leibniz, Wolf, Baumgarten o Hume, por no mencionar la lucidez derrochada al explicar las leyes naturales concebidas por Kepler y Newton. Ningún descubrimiento era minimizado por él para explicar mejor el conocimiento de la naturaleza y el valor del ser humano. La historia de la humanidad, de los pueblos y de la naturaleza, las ciencias naturales, la matemática y la experiencia eran las fuentes con las que este filósofo animaba sus lecciones y su trato. Nada digno de ser conocido le era indiferente. Ninguna secta, ningún provecho personal y ninguna ambición ensombrecieron su celosa pasión por dilucidar y dar a conocer la verdad. Sus alumnos no recibían ninguna consigna más que la de pensar por cuenta propia; nada le fue más ajeno que el despotismo. Este hombre, cuyo nombre invoco con la mayor gratitud y el máximo respeto, no es otro que Immanuel Kant” (1).
El pasado 22 de abril de 2024 se cumplieron trescientos años del nacimiento de Kant en Königsberg, ciudad ubicada al oriente de Prusia en donde residió sin interrupciones hasta su deceso, el 12 de febrero de 1804. Testimonios como los de Herder y otros allegados revelan que fue una persona de trato afable, dotado de una férrea disciplina y reconocido por sus rutinas meticulosas. Una de sus más reiteradas anécdotas relata que solía dar paseos vespertinos religiosamente a la misma hora, al punto que los vecinos cuadraban sus relojes ateniéndose a su paso por las calles, excepto una tarde en que el profesor Kant de forma inusitada no salió a su ronda de costumbre. Sucedió que aquel día llegó a Königsberg la noticia de la Revolución Francesa, acontecimiento que el filósofo no tardó en justificar con base en el entusiasmo que despertaba en los espectadores la decisión de un pueblo libre de darse a sí mismo una constitución republicana.
En la Universidad de su ciudad natal transcurrió su carrera filosófica, que en esa época albergaba virtualmente todos los saberes sociales y humanos. Condensadas por él mismo bajo cuatro preguntas: qué puedo conocer, qué debo hacer, qué me es permitido esperar y qué es el hombre, sus indagaciones filosóficas contribuyen de manera indeleble a la comprensión de la ciencia, la ética, el arte y la cultura modernas, entre otros muchos sectores de aplicación.
Al lado de otras obras, sus tres Críticas, a saber, Crítica de la razón pura (1781/1787), Crítica de la razón práctica (1788) y Crítica de la facultad de juzgar (1790) constituyen hitos cumbres de la literatura filosófica. Pero no menos significativos son otros textos de formato menor dirigidos al gran público, en ejercicio de lo que el propio Kant denominó “el uso público de la razón”. Entre otros, recordemos la Respuesta a la pregunta qué es la Ilustración (1784), Hacia la paz perpetua (1795) y “Reiteración de la pregunta de si el género humano se halla en constante progreso hacia mejor”, este último integrado por su autor en su libro El conflicto de las Facultades (1798), que recoge la filosofía kantiana sobre la Universidad.
De este modo, su ingente obra filosófica y educativa dejó un invaluable legado que trasciende el campo académico para constituirse en factor definidor del mundo en que vivimos. Sin su examen crítico sobre la intervención activa del sujeto como condición del conocimiento objetivo, no podríamos entender cómo opera la ciencia moderna. Sin su examen crítico sobre la autonomía de la persona como condición de la acción moral, no podríamos justificar la democracia ni los derechos humanos. Sin su examen crítico sobre el derecho y la comunicabilidad como condiciones de la convivencia social, no podríamos aspirar a la paz en las relaciones entre los ciudadanos ni en las relaciones entre los pueblos. No obstante, en esas y otras materias se han sedimentado a lo largo de los años lecturas restrictivas cuando no francamente equivocadas del mensaje kantiano que conviene revisar para poder justipreciar sus alcances y limitaciones. Contra lo que han sostenido varios de sus detractores y no pocos de sus seguidores Kant ni fue un idealista, ni un moralista, ni tampoco fue un liberal, por lo menos no en el sentido en que a menudo se definen el idealismo metafísico, el moralismo ético o el liberalismo político.
Para comenzar con el análisis del conocimiento, la tesis kantiana de que la mente dispone de ciertas capacidades que no se derivan de la experiencia pero posibilitan cualquier experiencia de objetos, a veces se toma en el sentido de un constructivismo radical, en que los objetos serían virtualmente creados de la nada por los sujetos. Pero cuando Kant apunta que “conocemos a priori de las cosas sólo aquello que nosotros mismos ponemos en ellas”(2) en ningún momento quiso decir que la ciencia y el saber en general son pura proyección de la conciencia, a la manera por ejemplo como las gafas de realidad virtual proyectan un mundo ficticio ante nuestros ojos.
Simón el Bobito, el personaje del poema infantil de Rafael Pombo, nos permite ilustrar el planteamiento kantiano. Cuando el buen Simoncito pasa horas y horas con su caña pescando en el balde de Mamá Leonor, sabemos que aunque el niño disponga de la herramienta apta para ello, ningún pescado va a poder sacar del balde, pues allí no hay peces que pescar. De modo análogo, las herramientas cognitivas de las que disponemos para obtener un saber válido sobre el mundo sólo adquieren contenido por medio de la información que nos brindan los sentidos, no a través de un supuesto poder para crear objetos. Como advierte Kant, no somos dioses dotados para engendrar de la nada la materia del conocimiento, sino criaturas finitas en su existencia y dependientes en su conocimiento, que sólo podemos obtener un saber legítimo si usamos nuestras operaciones mentales sobre la experiencia posible.
Pero en contra de un chato atenerse a los meros hechos, ello no implica restarle valor humano a la fe del niño que juega a pescar en la cubeta, ni en general a la fe de los seres humanos en escudriñar el sentido profundo de sus existencias planteando interrogantes que no pueden responderse desde los datos de los sentidos. En rigor, Simón no pesca, pero su gesto tiene pleno significado como expresión de su ser infantil; del mismo modo, cuando admiramos la belleza de un paisaje o una obra de arte, invocamos a Dios u otra manifestación de lo sagrado, o en general intentamos ir más allá de la experiencia posible, ciertamente no hacemos ciencia, pero respondemos a la vocación meta-física que nos caracteriza como criaturas racionales y al mismo tiempo finitas.
De cara a la ética, el fundamento de nuestras acciones morales reside en la fe racional de que obramos “como si” la libertad personal fuese posible sin romper con el estricto determinismo causal del conocimiento empírico. Pero nos equivocamos si entendemos dicha libertad como pura determinación del arbitrio individual, a la manera de lo abogado hoy por los llamados libertarios, como si las acciones fueran mero asunto de la voluntad de unos individuos en competencia con la voluntad de otros individuos, y no implicasen co-responsabilidades entre las personas. Que en Kant la libertad se conciba como auto-nomía implica romper con su falsa identificación con el capricho gratuito y comprender que sólo somos libres cuando actuamos según el deber que nuestra propia consciencia nos impone cuando nos ponemos en el lugar de cualquier otra persona que se halle ante la misma toma de decisión. Y no se trata de un mero cálculo utilitario a largo plazo, como cuando los políticos optan por comportarse honradamente confiados en que al final ello les rendirá mayores réditos electorales, sino de la convicción de que desde nuestras irreductibles personalidades conformamos una comunidad moral.
Por ello mismo, el deber tampoco puede asimilarse al cumplimiento obsecuente de las órdenes de un poder despótico, a la manera como Eichmann excusaba su ciega obediencia a los mandatos del Estado nazi. El rigor exigido por la ética kantiana del deber no reside en acatar sin chistar las instrucciones de un jefe autoritario e incompetente, ni en plegarse sin más a las reglas domésticas de un padre tiránico y machista, ni en seguir sin protestar las orientaciones de un gobierno dictatorial y totalitario, pues tales conductas responderían al más craso servilismo.
De ahí que el imperativo de obrar según el criterio de que los demás y nosotros mismos somos personas, esto es, fines en sí mismas dignas de respeto, y no primordialmente instrumentos al servicio de la satisfacción propia o ajena, signifique precisamente que el deber que nos auto-imponemos consiste en actuar a conciencia de acuerdo siempre con los derechos de la humanidad en uno mismo y en los demás. El verdadero rigor moral estriba en llevar hasta sus últimas consecuencias la responsabilidad de nuestras acciones con nosotros mismos y con los demás, no en cumplir por cumplir normas fijas sin ninguna consideración de las circunstancias ni de nuestros fines existenciales. De hecho, Kant fustiga la tendencia a cargarnos de supuestos deberes que no son más que restricciones sin sentido a la realización de nuestros proyectos de felicidad, pero sin que ello se justifique verdaderamente en la potenciación de la justicia en el mundo. En el fondo, la libertad como imposición egocéntrica de la voluntad individual a los demás y el deber como subordinación irreflexiva a la imposición de la voluntad propia o ajena son dos caras de la misma moneda heterónoma, contrarios a la libertad co-responsable característica de la genuina autonomía.
En el plano político, esta inserción del Otro (los otros, las otras, individuos y colectivos) en el seno mismo del ejercicio de la libertad impide también ubicar a Kant sin más dentro de la ideología liberal, por lo menos no en el sentido del individualismo posesivo de otros exponentes. Nuestro autor no considera que el Estado sea un mal necesario contra el cual hay que estar siempre prevenidos por constituir un peligro inminente contra la libertad de los individuos, entendida únicamente como libertad negativa, esto es, como facultad de actuar sin interferencia de los demás. Como ya anotamos, esta noción es la que han llevado al paroxismo los libertaristas, pero la libertad kantiana alberga un eminente carácter positivo, consistente en la capacidad efectiva de cumplir nuestros fines en cooperación, no en competencia con los demás. En la concepción kantiana, el derecho es precisamente la herramienta que permite conciliar los fines de unos y otras de manera que sean compatibles con la libertad de todas y cada uno.
Como expresión de ello, el contrato social no se origina en Kant de una especie de armisticio en que los contrincantes al no soportar más la guerra intestina optan por someterse al poder omnímodo del Leviatán o fundir por completo su voluntad personal en la voluntad general, en el primer caso con el interés exclusivo de medrar en sus negocios privados sin ocuparse del bien público, en el segundo según un criterio hegemónico de bien que diluye cuando no oprime las diferencias. En la propuesta kantiana, la conformación del Estado apunta a canalizar la “insociable sociabilidad” de los seres humanos en efectivas tareas de cooperación social que vayan más allá de la coordinación de intereses contrapuestos. En despliegue de lo que podemos llamar con mayor propiedad un republicanismo liberal, la libre y transparente comunicación entre los ciudadanos y entre estos y las autoridades constituye la piedra de toque para lograr que la convivencia social surja del acuerdo de voluntades distintas y no del sometimiento a una voluntad imperativa. Como advierte Kant en “Hacia la paz perpetua”, serán necesariamente ilegítimas las disposiciones del gobernante que requieran de secreto para tener éxito, y necesariamente legítimas aquellas acciones del gobierno cuyo éxito dependa de la comunicación y aceptación entre la ciudadanía.
En la esfera internacional quizás Kant fue el primero que estimo que el anhelo de paz entre las naciones no se alcanza apelando a los acuerdos de buena voluntad entre los gobernantes a cargo de cada nación, sino que su logro requiere una previa transformación democrática en el seno de cada país, pues sólo los pueblos tienen la disposición de cultivar la fraternidad cosmopolita rechazada por nacionalismos expansionistas o guerras religiosas a menudo alentados desde los intereses económicos de los sectores dirigentes de los países contrincantes.
Aunque el sistema de Naciones Unidas conformado después de la Segunda Guerra Mundial se inspira en la federación de naciones sugerida por Kant en el siglo XVIII, mucho nos tememos que las carencias de genuinos regímenes democráticos en vastas regiones del globo y las deficiencias y tergiversación de las reglas e ideales democráticos donde supuestamente existe la democracia conducen a que las relaciones internacionales no hayan superado el estado de naturaleza de la guerra generalizada entre todos los países. A juzgar por los asesinatos y violaciones perpetrados el 7 de octubre de 2023 por los comandos de Hamas en Israel y el genocidio inmisericorde desencadenado en venganza por el Estado israelí contra la población de Gaza, parece que dos siglos después de la muerte del filósofo ni siquiera hemos llegado a cumplir la regla preliminar de evitar la guerra de exterminio como condición mínima para alcanzar al menos una tregua. Sin terciar ahora en la repartición de culpas y responsabilidades en este y otros conflictos en curso, las palabras de Kant resultan aquí premonitorias: “una guerra de exterminio, donde cabe el aniquilamiento de ambas partes al mismo tiempo y con ello la desaparición de todo derecho, sólo conduciría a la paz perpetua sobre el vasto cementerio de la especie humana, por lo que no cabe permitir ninguna guerra de ese tipo ni los medios conducentes a la misma” (3).
Pero como advierte nuestro autor a propósito de la República platónica, la alternativa crítica no consiste en despreciar por utópicos los ideales filosóficos y resignarse a que todo siga igual. A tres siglos de su nacimiento, nuestro reto filosófico reside en pensar más allá de las limitaciones epocales de Kant las condiciones de una sociedad regida por la plena libertad de todas las personas y pueblos compatible con las libertades y derechos de cada persona y pueblo, en cumplimiento de una justicia social efectiva y universal que sin negar vaya más allá de la mera igualdad ante la ley, y que cultive las virtudes de una ciudadanía cosmopolita en la que reine solidariamente el derecho de la humanidad.
Asimismo, nuestra tarea política consistirá en esforzarnos por el paulatino establecimiento histórico de dichas condiciones, luchando incluso contra la misma herencia kantiana en lo que esta incluya de patriarcal, colonialista o incluso logocéntrico. El propio Kant ofrece instrumentos para esta auto-crítica, al corregir a Platón en que no son los filósofos los llamados a gobernar, pero que sí tienen el derecho de ser escuchados por los gobernantes y el deber de pronunciarse en defensa de los intereses sagrados del pueblo.
Y, por último, nuestra responsabilidad educativa consistirá en formarnos en las tres máximas del pensamiento expuestas en la Crítica de la facultad de juzgar “I) pensar por uno mismo; 2) pensar poniéndose en el lugar de cualquier otro; 3) pensar siempre en concordancia con uno mismo. La primera es la máxima del modo de pensar libre de prejuicios; la segunda, del modo de pensar ampliado; la tercera, del modo de pensar consecuente” (4).
Consecuentes con su legado, en el tricentésimo natalicio de Kant, cabe preguntarnos si estamos listos para asumir ese reto, acometer dicha tarea, afrontar tal responsabilidad. γ
Bogotá, lunes 22 de abril de 2024.
1. Johann Gottfried Herder, Briefe zur Beförderung der Humanität, 79. Véase Sämtliche Werke, edición de Bernhard Suphan, vol. XVII, Georg Olms, Hildesheim, 1967, p. 404., citado por Dulce María Granja, https://www.granjacastro.com/new-blog/2018/7/11/carta-de-johann-gottfried-herder
2. Kant, I. Crítica de la razón pura B XVIII, trad. Mario Caimi, México: Fondo de cultura Económica, 2009. p. 20.
3. Kant, I. Hacia la paz perpetua. Un diseño filosófico AA, VIII, 347, trad. Roberto R. Aramayo, Madrid: 2018, p. 75.
4. Kant, I. Crítica del discernimiento AA V, 294, trad. Roberto R. Aramayo y Salvador Mas, Madrid: Machado Libros, 2001, p. 259.
* UniAlfonsiana
Sociedad Colombiana de Filosofía
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