El arte de curar y atender la vida pertenece a los pueblos antes que a la institución médica. Un saber que muchas veces fue estigmatizado y perseguido. Hoy se reconoce su importancia, no solo en la preservación de la cultura de diversidad de pueblos, sino en su capacidad para prevenir y tratar enfermedades. Ojalá que su valoración allane el camino para su reconocimiento en el modelo de salud que el país requiere.
En el marco de la 18ª sesión del comité intergubernamental de la Unesco realizado en Botsuana al sur del África, se anunció que la partería entró en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Un logro que tuvo el apoyo, entre otros países, de Colombia, Alemania, Chipre, Eslovenia, Kirguistán, Luxemburgo, Nigeria y Togo. La partería hace parte de saberes y prácticas ancestrales que denominamos medicina popular.
Este reconocimiento ojalá contribuya para mejorar las condiciones de vida de quienes ejercen esta tradición de recibir la vida, a la par de propiciar su valoración e integración al sistema de salud nacional que está por construirse, respetando sus especificidades culturales. Este avance es, así mismo, la oportunidad para valorar y reconocer otros saberes en el campo de salud, como la homeopatía, la acupuntura y otras más, todos ellos producto de años y siglos de uso.
El saber de los pueblos sobre curaciones y tratamientos es un asunto central que aún es retomado como un elemento fol-klórico, asumido más como costumbre que por su acumulado de memoria y conocimiento consuetudinario.
No sobra recordar que la medicina alópata bebió de estos saberes, tan antiguos como la humanidad misma. Sólo hasta el Renacimiento en Europa fue que ambos campos comenzaron a distanciarse, y el ahora reconocido como científico se impone como saber único, con el poder para someter cuerpos y mentes al mejor estilo foucaultiano.
El origen de la medicina occidental inició con Hipócrates hacia el año 460 a. c. y de Galeno en el año 131 a. c. A partir del siglo XVIII esa medicina robustece su concepción y el paciente importa en tanto depositario en su cuerpo de la enfermedad, pero no como persona, de ahí que se focalice en el cuerpo como objeto donde la enfermedad se aloja. El saber del médico es sobre la enfermedad, no sobre el individuo.
En esta historia, las medicinas populares o tradicionales son estudiadas por el saber occidental, surge una especialidad de la antropología médica que pretende estudiarlas, especialmente aquellas que carecen de fuentes escritas pero hacen énfasis en los aspectos culturales, más que en los biomédicos, es el caso de la etnomedicina y de la folkmedicina.
Según la OMS, se denomina medicina tradicional a la suma total de conocimientos, habilidades y prácticas basadas en teorías, creencias y experiencias oriundas de diferentes culturas, sean o no explicables; usadas en la prevención, diagnosis o tratamiento de las enfermedades físicas y mentales.
Son formas de cosmovisión de los pueblos, por ejemplo, la medicina tradicional andina conocida como kallawaya, cimentada en el equilibrio cálido/frío y el pensamiento animista del mundo, es decir en la creencia de un ser sobrenatural que habita en los objetos cotidianos y gobierna su existencia, de quien se busca, con rituales y plantas medicinales, su intervención para la restitución del equilibrio. Más allá de la consideración de sus creencias, esta medicina tiene una de las farmacopeas más ricas del mundo al punto que la Unesco la declaró como patrimonio cultural de la humanidad en 2003.
Sin embargo el saber occidental, en su razonamiento eurocéntrico, desvirtúa la lógica del funcionamiento de la medicina tradicional. Por ejemplo, en las investigaciones en Panamá de Lévi-Strauss, uno de los clásicos de la antropología, planteó en su análisis que el desarrollo de sanación por parte de un médico indígena de la etnia Cuna durante el proceso de parto, opera a través de la palabra para causar modificaciones fisiológicas que le faciliten a la madre dar a luz, recreando un combate con fuerzas sobrenaturales que han causado los problemas a su paciente y lo libera simbólicamente de esas fuerzas. Según él, estas acciones reflejan una realidad sociocultural y conceptual de la comunidad a partir de ritos y creencias ancestrales que denomina la eficacia simbólica. Sin embargo, una interpretación más cercana podría plantear que estos rituales buscan una armonía entre la madre, la criatura, la comunidad y el medio natural que los acoge. Las interpretaciones cambian el sentido de los rituales como acciones estructuradas por los mitos.
Otro de los saberes ancestrales de los pueblos proviene de la partería, que en los quilombos o lugares para atender a las parturientas llaman con el hermoso “acto de recibir la vida”. Tan solo en el Pacífico colombiano existen 1.600 parteras y parteros tradicionales. En el 2020 según el Dane, 2.979 nacimientos fueron recibidos por parteras. Aunque la presencia masculina es muy baja, no es una labor exclusiva de las mujeres, rompiendo la concepción que considera que únicamente mujeres acompañan a otras mujeres. Su promedio de edad supera los 55 años y conviven durante mucho tiempo en la comunidad, por tanto tienen un conocimiento muy familiar de la misma. Su proceso de aprendizaje es informal, a partir de experiencias propias o circunstancias accidentales que las forzaron a atender un parto. En su formación predomina la observación y la práctica enriquecida con el pasar de los años, convirtiéndose en una necesidad para las madres que van a dar a luz en sitios remotos, sin atención hospitalaria y con difíciles condiciones para el bebé y la madre.
La historia de la partería en Colombia se remonta al siglo XVII. Se conoce que el término de comadrona fue utilizado por médicos para designar despectivamente a las mujeres que ejercían la obstetricia como oficio. Solamente a partir de la segunda mitad del siglo XIX se le llama partera y en algunos casos ha recibido algún tipo de instrucción teórica de parte de médicos, y les conceden una licencia para ejercer la profesión, licencia condicionada por nuevas reglamentaciones legales. El abordaje de los discursos, representaciones sociales y significados del cuidado que brindan las parteras tradicionales se convierte en la forma de comprender y ejercer este quehacer fuera de la institucionalidad.
La partera dispone de plantas como medicina que ayudan a tranquilizar a la parturienta y les proporciona mayor bienestar, permitiendo superar momentos de temor y angustia. Brindan cuidado emocional y acompañamiento familiar, involucrándolos de forma dinámica en el proceso del parto. A diferencia de los centros hospitalarios, donde los familiares se limitan a estar en la sala de espera y su mayor participación es animar a la madre. En los quilombos o sitios de las comunidades afros para el recibimiento de la vida, los familiares no son sólo espectadores, deben ir por agua, recibir la placenta y estas dispuestos para todo lo que se requiera. La atención de la parturienta se realiza a partir de las necesidades particulares, de alguna manera se realiza de forma personalizada, a diferencia de la estandarización en los hospitales, forma de proceder que en muchos casos se traduce en violencia obstétrica, como lo denuncian las pacientes.
En estas cosmovisiones sobre la salud y la enfermedad, el médico tradicional no escoge esta labor por la rentabilidad económica o estatus social. En la medicina indígena la escogencia del arte de curar no es una predilección a voluntad, tiene que ser elegido por factores espírituales, pero también de la forma como soplan los vientos, como por el designio de los dioses. En algunas tradiciones médicas indígenas del Alto Putumayo, por ejemplo quien va a ser médico indígena tendrá que tener en su árbol genealógico una herencia en este sentido. En otras culturas aborígenes son las visiones de los médicos indígenas sobre algunos niños o las habilidades que les ven, las que les sirven como señales de cualidades innatas de futuros herederos de los conocimientos.
Al futuro aprendiz de médico, lo apartan de la comunidad, y hacen un proceso de formación estricto y riguroso, como en cualquier escuela de medicina. Una transmisión de conocimientos heredados ancestralmente, tanto teóricos como prácticos, concepción tanto cosmogónica como cosmológica del ser humano y de la naturaleza. No solo tendrá que aprender sobre el poder de las plantas sino que deberá aprender a interpretar visiones, sueños, signos de la enfermedad, espíritus presentes, entre otros; también tendrá que saber moverse con facilidad dentro del medio geográfico y social de su práctica. En algunas tradiciones médicas de estos pueblos, el médico toma su propio cuerpo como un instrumento técnico eficaz a través del cual puede valorar y diagnosticar la enfermedad.
Pronto estos saberes, como los pueblos, se fueron mezclando en el mestizaje para nutrir una medicina popular que existe a pesar de la ciencia, la academia y el hospital, perviviendo como una forma propia para atender no solo la enfermedad sino la salud en la cultura de la prevención.
Los estudios en el campo de la medicina y la antropología muestran la creciente circulación de tradiciones y enfermedades a lo largo de los países en los siglos XX y XXI. La bibliografía existente sobre la medicina popular se ha focalizado básicamente en tres problemas: a) la visualización de prácticas y creencias de la cultura popular; b) su rol secundario respecto de los procesos de profesionalización de la medicina y la monopolización de un saber a partir de la construcción del Estado moderno; c) el desafío que representa la medicina popular en el presente y su abordaje desde distintas disciplinas.
En “La medicina popular en Colombia: razones de su arraigo”, investigación de Virginia Gutierrez de Pineda sobre el tema publicada en 1961, la autora señala “Las causas que explican la persistencia de la medicina popular en Colombia son de una triple naturaleza social, económica y cultural, la primera hace relación a las formas de distribución de la población, del servicio médico, privado y oficial y la extensión de la medicina oficial, una segunda es de naturaleza meramente económica. La tercera posiblemente la más compleja, es el resultado de los dos anteriores y se expresa en una serie de valorizaciones que hacen relación con los fenómenos de la defensa de la salud y cura de la enfermedad”. Su lectura incluye pistas sobre cómo desde condiciones sociales y económicas surgen o perduran formas entre el saber y hacer como forma autónoma de atender las dificultades de acceso a la salud.
Puede ser que este saber cargue problemas para tener plena confianza en él. pero tampoco se puede depositarla por completo en la medicina occidental. Quizás este saber no sea moderno, preciso o aséptico, pero entre otras ventajas tiene, en su enfoque preventivo, el rol que juega la comunidad como promotora de salud y atención al enfermo, la importancia de una buena alimentación natural, el uso de diversidad de plantas como remedio que, además, no genera farmacodependencia, el papel de los astros en una lógica cosmológica –por ejemplo las fases de la luna–, el tratamiento está como hábito y no queda reducido al consumo de una pastilla o similar.
El papel que le dan los hospitales y centros de salud a este saber tradicional sigue siendo despectivo, y en la mayoría de casos no lo reconocen. En estos espacios, efectivamente, hablan de la inclusión y hasta pueden darles un espacio pequeño, pero quienes ejercen como médicos tradicionales no podrán atender allí. El reconocimiento de su saber no solo debe estar en los discursos sino que debe traducirse en un compromiso para dignificar esta labor desde la política pública. Qué bueno sería que la actual reforma a la salud incluyera a la medicina indígena y popular en general, como saber consuetudinario, con fundamento no occidental, pero válido, y como forma de participación de la comunidad en algo que nos implica a la totalidad de quienes constituimos una sociedad: la salud y la vida.

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