Este lunes, El Salvador registró un sombrío récord al anunciarse la detención de 60 mil 218 presuntos pandilleros en 260 días, desde que el presidente Nayib Bukele declaró el estado de excepción y lanzó una guerra total contra las pandillas, en especial Mara Salvatrucha 13 y Barrio 18. Para dimensionar el encarcelamiento masivo que tiene lugar en El Salvador, es necesario considerar que este país centroamericano cuenta con 6 millones 486 mil habitantes, es decir, que una de cada 100 personas ha sido puesta tras las rejas en menos de nueve meses. En México, esta proporción supondría encarcelar a un millón 300 mil personas en el mismo lapso.
Pese a lo inquietante que resulta en sí mismo semejante operativo de reclusión y a las atroces violaciones a los derechos humanos con que se ha llevado a cabo –desde la detención de individuos sin más prueba que sus tatuajes hasta el hecho obvio de que es imposible procesar penalmente tal cantidad de casos, por lo que los presos se encuentran en esa condición sin juicio ni sentencia–, la política de Bukele recibe un aplastante apoyo de 85 por ciento de la ciudadanía gracias a sus innegables logros de cara al abatimiento de los índices delictivos: en un solo año, los homicidios cayeron en casi 50 por ciento y, como se encarga de publicitar constantemente el Ejecutivo, se ha hecho común ver días sin asesinatos, un claro contraste con los 500 al mes que llegaron a registrarse durante la década pasada.
Está claro que asistimos a uno de los ejemplos más extremos de populismo penal, un mecanismo de legitimación de la violencia de Estado, que pasa por convertir el aparato de justicia en un instrumento de venganza contra quienes fracasan en integrarse al orden social y que, en su inmensa mayoría, provienen de los sectores más desfavorecidos. El fiscal general, Rodolfo Delgado, mostró de manera diáfana la adscripción del bukelismo a esta doctrina al expresar que “los pandilleros son enemigos del Estado: por más que intentemos, no los vamos a rehabilitar, porque su modus de vida es la violencia”.
El problema con dicho enfoque es que puede presentar resultados espectaculares en el corto plazo, pero oculta y exacerba los conflictos de fondo. Por mucho que se capture, maltrate y se haga escarnio público de los integrantes de las pandillas, éstos son síntomas de una violencia estructural cuyas causas han de buscarse en la pobreza, la desigualdad, la marginación y la exasperante falta de oportunidades a que se ven condenadas las mayorías en el sistema neoliberal. Para colmo, nadie sabe cómo podrán asumir las finanzas salvadoreñas el costo de mantener encarceladas por tiempo indefinido a tantas personas, casi todas en edad económicamente activa. Con los exiguos recursos del Estado volcados en el aparato represivo, se ampliarán las carencias sanitarias, educativas, culturales, laborales y de vivienda que condujeron al surgimiento de las maras, con lo que el populismo penal se convierte en caldo de cultivo para el surgimiento de una violencia incluso más brutal y a escala incontrolable.
El mensaje de que una proporción tan alta de la sociedad está constituida por personas irredimibles, con quienes no se puede lidiar de otra manera que mediante la reclusión o el exterminio, es inaceptable desde cualquier perspectiva de derechos humanos y de mínima vigencia de la civilización, pero además invita al resurgimiento de la violencia como verdadera guerra a muerte por parte de un sector entero de la población al que se ha dicho que no tiene ni se le dará un lugar en el mundo. Por ello, es urgente cobrar conciencia de que celebrar los éxitos pasajeros de esta estrategia como si se trataran de un triunfo definitivo sobre la criminalidad es de una inhumanidad y de una miopía social inconmensurables.
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