Coautor de un informe sobre los desafíos a los que se enfrentan hoy los medios de la región para su viabilidad económica, Marino habló con Brecha sobre el impacto de las redes en el modelo de medios latinoamericano, el reparto de la publicidad y otros recursos, y los cambios en los procesos de concentración.
El jueves 24 tuvo lugar en Montevideo el seminario Desafíos (y Propuestas) para la Viabilidad de la Actividad Periodística. Lo organizó el Observatorio Latinoamericano de Regulación de Medios y Convergencia, con auspicio de la Unesco y con participación de representantes de medios nacionales y extranjeros, organizaciones del sector y de la propia agencia de Naciones Unidas. Allí se presentó un informe, de igual título que el seminario, elaborado por los doctores en Ciencias Sociales argentinos Santiago Marino y Agustín Espada. Esta semana Brecha conversó a distancia con Marino.
—En el informe ustedes presentan datos sobre la situación crítica de los medios de comunicación en la región, muy especialmente de los medios tradicionales, de prensa, radio y televisión.
—No es una novedad, claro, ni se trata de una crisis exclusivamente latinoamericana. Es fruto de una tendencia de largo plazo dada por una convergencia tecnológica que ocasiona modificaciones, sobre todo en la lógica de consumo de los medios de comunicación, en especial la digitalización y la expansión de internet.
Una de las dificultades más acuciantes que tienen hoy los medios, en particular los tradicionales, es su inadecuación a esa tendencia, que se insinuaba desde bastante antes de la pandemia, pero que la pandemia ciertamente aceleró.
Esa tendencia se combina con una modificación central del corazón del negocio. Aquella vieja pregunta de por qué quieren tener medios los que tienen medios ahora se responde de manera muy distinta a lo que se hacía décadas atrás. Originariamente se decía que quienes eran propietarios de medios tenían objetivos fundamentalmente políticos: los usaban como plataforma para acceder a altos cargos en el Estado. Desde los noventa, eso cambió de forma radical cuando se generalizaron los modelos multimediales. El interés político pasó entonces a subordinarse al interés económico. Hoy, en este sector, la economía de servicios está desplazando a la economía de productos, y los medios sirven esencialmente para aceitar mecanismos de negociación con los gobiernos y contribuir a otros negocios. Quiero decir, es mucho más rentable en la actualidad ofrecer servicios de conectividad a los cuales agregarles algún tipo de contenido que enfocarse en la producción de contenidos. En Argentina, el caso de Clarín es emblemático. Clarín es hoy una empresa de telecomunicaciones que también tiene medios de comunicación. Pasó de ser un diario a una compañía que vende servicios de conectividad.
—Afirman que se pasó de un modelo de concentración divergente a otro convergente. ¿Podrías explicarlo?
—Por su estructura económica, los medios de comunicación tienden necesariamente a la concentración de la propiedad, porque tienen que desarrollar economías de escala o economías de gama, tienen que centralizar la producción en los grandes centros urbanos y pensar en un público masivo que los consuma, porque es muy caro hacerlos funcionar y la posibilidad de valorizar la inversión es muy incierta. Y también por la aleatoriedad de la demanda.
En el escenario analógico, el tradicional, esa concentración era por acumulación: grandes jugadores que van comprando a sus competidores o a los más pequeños para tender a una estructura económica que sea rentable a partir de la reducción de los costos y la maximización de los beneficios. En América Latina eso llevó, en los noventa, a la conformación de grandes grupos multimedia que compraban radios, canales de televisión, empresas que proveían el servicio de cable, que creaban productoras para hacer cine, pero que pensaban esas unidades de negocios de modo diversificado: en la tele hago tele, en la radio hago radio, en el diario hago prensa, en algún caso rotando personal de un rubro a otro. Ahora lo que se da es una aceleración de la concentración, pero esta, en vez de ser divergente, es convergente. Los medios de comunicación han sido absorbidos, o lo están siendo, por empresas de telecomunicaciones, es decir, de servicios, a las cuales les resulta más rentable adquirir know-how que crear medios propios y combinar los negocios, con predominio de la provisión de servicios. Eso ha cambiado todo el modelo e incidido incluso sobre la generación de contenidos, un punto que se vincula con la eclosión de las redes sociales.
—América Latina sería hoy la región del mundo en la que más se consumen redes sociales.
—Citamos en el documento un informe publicado este año por la agencia Global Web Index que muestra precisamente eso y que da otros datos bien interesantes. Por ejemplo, que en 2021 los latinoamericanos pasaron más tiempo en las redes que en el resto de los medios de comunicación, que la televisión sigue siendo el medio tradicional que la gente más usa para informarse, aunque en caída, y que los diarios en papel y las radios continúan perdiendo terreno frente a los portales informativos o a las plataformas de música.
La mirada negativa hacia los medios tradicionales viene acompañada, además, en algunos casos, de una polarización política de las sociedades, a la que contribuyen a su vez las redes, en un proceso que se retroalimenta, otro rasgo compartido entre la mayoría de los países de América Latina, pero de una incidencia variable en cada uno de ellos.
Este martes miraba un estudio que indica que la mayoría de los votantes de los cinco candidatos que van a competir por la presidencia argentina en octubre de acuerdo al resultado de las PASO [las elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias] tienen a la tevé tradicional como su principal fuente de información. Ahora bien, entre la gente que no fue a votar en las PASO, que totalizó más del 30 por ciento del electorado, buena parte usa Facebook como fuente informativa. Es interesante cotejar un dato con otro.
Facebook ha ido perdiendo terreno también en América Latina frente a otras redes sociales, pero sigue siendo la fuente informativa no tradicional más utilizada en una región donde las redes en general tienen un peso creciente. Un 27 por ciento de los latinoamericanos se informan hoy en Facebook.
—La digitalización del mercado publicitario es otra tendencia que ustedes destacan y que está incidiendo de manera notable en el «negocio de los medios», según dicen.
—Sí, y eso es particularmente grave, porque los medios dependen cada vez más de la publicidad para subsistir. Google y Facebook son los grandes beneficiarios de esa torta y son actores que chupan contenidos de otros, mientras su propia producción tiende a cero.
Cuanto más convergentes se han vuelto las sociedades, cuanto más ha crecido el acceso a internet, más se ha profundizado la centralidad de esos dos megajugadores en el mercado publicitario digital.
Es ahí donde creemos que hay que operar. Pensamos que deben definirse políticas públicas consensuadas para actuar en ese plano, y que esas políticas deben necesariamente ser geolocalizadas (no es lo mismo un país que otro en cuanto a extensión territorial, sistemas de medios, comportamientos socioculturales) y combinadas.
Hace algunos años se pensó que una ley de medios podría resolver estos temas, sobre todo en los países en los que había gobiernos progresistas. No digo para nada que no haya que hacer leyes de medios, pero creo que son claramente insuficientes.
Las plataformas plantean problemas nuevos y hoy estamos asistiendo a la profundización de los efectos negativos de la concentración convergente. Si antes los «malos» de la película eran medios hegemónicos, tipo O Globo en Brasil, El Mercurio en Chile, Clarín en Argentina, Televisa en México, ahora el «malo» es Google, que define las reglas del juego.
Regular las plataformas desde el Estado aparece como una necesidad, en todos los planos en que operan, tanto en el económico (el sistema de transporte, la vivienda) como en el de los medios. En materia de comunicación, las plataformas están incidiendo en términos económicos y también simbólicos, políticos, por ejemplo, profundizando la polarización (me gusta/no me gusta, está bien/está mal). Hay que perderle el miedo a la palabra regulación.
—Si se habla de tendencias, no es la dominante precisamente. Regular no está de moda.
—No. Pero ahora también los grandes medios ven su negocio afectado. En el seminario de Montevideo, un representante de la SIP [Sociedad Interamericana de Prensa, que agrupa a los propietarios de medios] se refirió alarmado a cómo se está acelerando la digitalización del mercado publicitario.
Lo más dramático del caso es que, de esa torta que va aumentando de volumen, Google y Facebook se están quedando con el 90 por ciento.
Tengamos en cuenta que hay una disparidad gigantesca entre los medios tradicionales, que emplean gente, producen contenidos y operan en un mercado regulado, y las plataformas, que son de capitales extranjeros, transnacionales y que operan en un mercado desregulado y flexibilizan al máximo a sus trabajadores.
—Dentro de los medios tradicionales también hay una disparidad gigantesca. ¿Por qué no regularlos también a ellos?
—También. Por supuesto. Las regulaciones que se decidan respecto a las plataformas no tienen que profundizar las diferencias preexistentes. Por eso mismo: porque no solo hay disparidades entre plataformas y medios tradicionales, sino dentro mismo de los medios tradicionales.
Lo que proponemos en el informe es impulsar caminos de fomento a la producción de contenidos, no tanto a partir de fondos provenientes del presupuesto de los Estados, sino de una reorientación de partidas. Que lo que el propio sector genere sea destinado, aunque sea de forma parcial, a estimular la producción. Cuando las plataformas empiecen a tributar, habría que destinar una parte de esos fondos no a rentas generales, sino a contribuir a mecanismos de fomento a la producción de contenidos. Y estos jamás deberían ser discrecionales: sus fondos tendrían que ser asignados de manera transparente, jamás de la manera en que se distribuye, por lo general en nuestros países, la publicidad del Estado, con lógicas de amigo/enemigo, afín/no afín. Debería haber una política de fondos concursables, con cláusulas gatillo de cumplimiento efectivo, contemplando el tamaño de los medios, el nivel de facturación, designando jurados para evaluar las propuestas, cuya integración sea representativa (con trabajadores de los medios, representantes de la sociedad civil, funcionarios públicos).
Lo que no puede suceder es que sea la plataforma la que decida a quién favorece y a quién no, como está sucediendo actualmente. Hoy las plataformas no solo chupan la producción de los medios, sino que a partir de sus algoritmos colocan determinado tipo de noticias o de contenidos más arriba o más abajo, y eso no es inocuo.
—¿En qué tipo de incentivos piensan?
—En América Latina, el sector audiovisual, en particular el cine, ha tenido históricamente mecanismos de fomento a la producción que le han permitido desarrollarse. O con fondos públicos directos o resignando recaudaciones, como sucede en Uruguay. En Argentina es el propio sector el que genera esos fondos: el 10 por ciento del valor de las entradas de cine va a un fondo de fomento a la industria. Se pueden combinar medidas de ese tipo. También se puede explorar mecanismos de estímulo a la demanda. No hay en la región muchas experiencias de este tipo, salvo a muy pequeña escala. En provincias argentinas se regalan dos entradas de cine por mes a los jóvenes de 18 a 25 años. Es una medida micro, pero se puede pensar en otras de mayor alcance en ese sentido o darle potestades al público para que determine en qué se gasta determinada partida destinada a los medios.
—¿Alguno de esos mecanismos puede ser aplicable a los medios escritos?
—Hay que ver cómo para no incidir en los contenidos. Lo mejor sería por proyecto: fomentar, por ejemplo, el periodismo de investigación, que hoy los medios no financian porque es caro de hacer. Podría haber un mecanismo de fondos concursables con jurados independientes que pueden incluir a representantes de las universidades públicas, la sociedad civil, los propios medios. La meta debería ser que se generen condiciones para que la rueda circule.
Posiblemente muchas de estas medidas fracasen, pero es preferible probar y correr ese riesgo que no hacer nada, que es lo que está pasando hoy.
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