Pese a no haber impedido la subida de 62 a 64 años de la edad de jubilación, los sindicatos franceses quieren ver el vaso medio lleno tras haber protagonizado la movilización más multitudinaria en la Europa pospandemia.
Las multitudinarias protestas en Francia contra la reforma de las pensiones han llegado a su final. Los líderes sindicales no lo reconocen abiertamente, pero han aceptado su derrota ante la inflexibilidad del presidente francés, Emmanuel Macron. Los primeros artículos de la medida se han publicado en el diario oficial. El 1 de septiembre, entrará en vigor la impopular subida de la edad mínima de jubilación de 62 a 64 años (con 43 años cotizados para recibir una pensión completa). Tras una primera mitad del año marcada por una sucesión de huelgas y manifestaciones masivas, el claro declive en la movilización del 6 de junio supuso el canto del cisne de una oleada contestataria que puso contra las cuerdas a Macron. Y reveló su peor rostro.
Seis meses después de que cogieran el 19 de enero con el pie cambiado al Ejecutivo macronista, con una primera huelga general en que se manifestaron entre dos y un millón de personas, la coalición unitaria de los ocho sindicatos franceses ha demostrado una capacidad de movilización superior a la de las últimas décadas, pero insuficiente para parar esta reforma neoliberal. De las 14 jornadas de protestas y huelgas, en cinco de ellas hubo cifras de manifestantes alrededor o superiores al millón de participantes, según los datos austeros del Ministerio del Interior que no representan una realidad fidedigna. Ha sido la oleada de contestación más multitudinaria en el siglo XXI en el bullicioso país vecino.
“A pesar de una movilización de una duración y de unos niveles récord, la reforma de las pensiones ha sido adoptada. ¿Debemos concluir de ello que hemos perdido? No. Para Macron y su Gobierno todo será más complicado a partir de ahora. Deberán pagar un precio elevado por ello”, aseguró la secretaria general de la CGT, Sophie Binet, en una tribuna reciente en el diario Le Monde en que hacía un balance positivo de este ciclo de protestas. “Ha dado un empujón de confianza al sindicalismo (…) Ahora tenemos que hacer prosperar esta energía”, reivindicó, por su lado, el responsable de la CFDT, Laurent Berger, en una entrevista con el digital Mediapart en que también veía el vaso medio lleno.
Que los líderes sindicales empiecen a hacer balances evidencia que ya dan por perdido este pulso. Aunque las derrotas siempre duelen —y aún más cuando se ha peleado como nunca—, los análisis de las luchas sociales deben ser poliédricos. Hay que examinarlas desde múltiples caras (la batalla política, ideológica, social…). De la oleada sindical en Francia se pueden sacar conclusiones también pertinentes para el otro lado de los Pirineos. Seis lecciones de seis meses de la movilización social más intensa en la Europa pospandemia.
El agotamiento ideológico del neoliberalismo (y del macronismo)
Con la subida de la edad legal de jubilación, Macron ha sacado adelante una de sus reformas más impopulares e icónicas de su segundo mandato. Ha representado una victoria, pero más bien pírrica. Más del 66% de los franceses se oponen a esta medida, según los últimos sondeos. Pese a los múltiples intentos del Ejecutivo de influir en la opinión pública, este rechazado mayoritario ha perdurado a lo largo del conflicto, lo que refleja la victoria del bloque sindical en su dimensión más ideológica. “Hay una gran mayoría de los franceses que están hartos de las reformas neoliberales y los sindicatos han sabido llevar este mensaje”, destaca a El Salto el politólogo Jean-Marie Pernot, autor del libro Le syndicalisme d’après.
Haciendo caso omiso de las protestas, Macron ha apostado por una estrategia con tintes thatcheristas. Ha querido hacer “una pedagogía de la servidumbre”, según denunció el sociólogo Emmanuel Todd. Aunque todavía es pronto para evaluar los efectos de este passage en force, no parece que salga reforzado el macronismo, cuyo ADN es la reforma neoliberal de Francia. Más bien lo contrario.
“Las movilizaciones han hecho que la reforma sea extremamente costosa” para el dirigente centrista, sostiene el sociólogo Karel Yon, profesor en la Universidad de Nanterre. Su aprobación ha supuesto “una triple negación democrática”, afirma el politólogo Pierre Rouxel. Según este investigador en la Universidad de Rennes, la aplicación de la medida no solo ha comportado ignorar el rechazo de la opinión pública, “sino también la democracia social encarnada por los sindicatos y la opinión del Parlamento”. La medida nunca ha llegado a ser votada en la Asamblea Nacional, donde no contaba con un respaldo garantizado. No solo fue aprobada por decretazo en marzo, sino que el macronismo maniobró e impidió que el 8 de junio se votara una propuesta de ley de la oposición para derogarla.
La centralidad de la crisis del trabajo
Uno de los aspectos transcendentes de estas protestas ha sido su transversalidad social. Clases populares, medias, jóvenes, mayores de 50 años… A diferencia de otras movilizaciones históricas en Francia, como las de 1995 o 2019, las protestas no han sido encabezadas por un sector en concreto. No se ha tratado de una “huelga por procuración”. El malestar se ha extendido en múltiples categorías de la población.
“¿Por qué la gente tiene tantas ganas de jubilarse lo más pronto posible? Por sus condiciones de trabajo. Por el estrés profesional, por los burnout (síndrome del trabajador quemado), por la pérdida de sentido o la falta de reconocimiento en su empleo”, explica Pernot. La crisis del trabajo —no confundir con el rechazo del trabajo— ha aflorado como uno de los grandes temas de este semestre. Una bocanada de aire fresco en un país donde el debate público solía estar monopolizado por polémicas sobre la seguridad, la inmigración o el islam. “Los sindicatos han ganado en legitimidad y han demostrado que buena parte de la población coincide en su visión sobre el valor del trabajo o los salarios”, destaca Rouxel.
Las luchas alimentan otras luchas
Después de décadas marcadas por la desafección sindical —con menos del 10%, Francia es uno de los países europeos con un menor porcentaje de afiliados— y la irrupción de movimientos sociales ajenos a los sindicatos, como los chalecos amarillos, la unidad de las ocho organizaciones de trabajadores —algo poco habitual en el país vecino— y sus buenas maneras ha servido para que se ganen la simpatía de la mayoría de la población. Y crezca de manera considerable el número de afiliados: la CFDT reivindica un aumento de más de 43.000 y la CGT, de 30.000. “Solo en París hemos incrementado en un 10% el número de inscritos. Se trata de una subida muy superior a la que vivimos en otras movilizaciones sociales recientes”, asegura Caroline Pecqueur, representante del sindicato educativo SNUipp-FSU.
Este crecimiento en los afiliados ha ido acompañado de un aumento de las huelgas sectoriales para pedir subidas salariales que compensen la inflación. Así sucedió con las obreras de la empresa textil Vertbaudet que obtuvieron un aumento del 7% después de un paro laboral de dos meses, pero también con los trabajadores de la ferroviaria SNCF, de Amazon o incluso de Disneyland. Es el ABC de la izquierda, pero no está de más recordarlo: las luchas alimentan otras luchas.
La dificultad de paralizar la economía
Pese a premios de consolación como la victoria en la batalla de la opinión y un repunte en la lucha sindical, las organizaciones de trabajadores no han logrado su objetivo principal: impedir la aplicación de la reforma de las pensiones. Una de sus grandes dificultades ha sido el impacto limitado de sus acciones en la economía. No han conseguido que la patronal se resintiera a pesar de haber organizado hasta 14 jornadas de protestas y huelgas, 11 de ellas en el marco legal de una huelga general. Cuando el 7 de marzo “intentaron paralizar Francia, esto no funcionó”, reconoce Pernot. “Incluso en sectores tradicionalmente muy movilizados, como los agentes ferroviarios o los astilleros, no lograron impulsar huelgas ilimitadas relevantes”, añade Yon.
Por un lado, esto se debió a factores estructurales, como la pérdida de implantación sindical, la tercerización de la economía o la individualización del trabajo. Por el otro, contribuyeron a ello aspectos más coyunturales y novedosos, como el recurso al teletrabajo para evitar que la interrupción de los transportes públicos afectara al conjunto de la economía, o de la educación a distancia para dificultar la organización de los estudiantes universitarios. Los jóvenes no se implicaron de manera masiva hasta dos meses después del inicio de las protestas.
Lo importante no es tener razón, sino ganar
Todos estos factores limitaron la capacidad de los sindicatos para presionar al Gobierno. Algunos sectores de la izquierda les reprochan, sin embargo, haber apostado por una estrategia demasiado suave. El bloque sindical decidió “alargar la movilización durante meses en lugar de concentrar los esfuerzos en un breve periodo de tiempo con huelgas ilimitadas y acciones de bloqueo de la economía”, lamenta Ritchy Thibault, de 19 años, impulsor del colectivo Peuple Revolté.
Este joven estudiante de Historia se politizó en 2018 con los chalecos amarillos. Esa heterogénea revuelta puso contra las cuerdas a Macron gracias a su determinación, así como la violencia material de sus protestas, que propició la impopularidad de un movimiento con el que simpatizaban al principio la mayoría de los franceses. “El poder solo tiene miedo cuando los manifestantes están a menos de cien metros del Elíseo. Me parece un error que los dirigentes sindicales se hayan sometido a la lógica de los medios y los sondeos”, asegura Thibault.
La necesaria politización de la lucha sindical
Al haber llevado las riendas del movimiento siempre pendientes del freno de mano, los líderes sindicales han conservado —un logro nada menospreciable— la simpatía de la mayoría de la población. Pero han obtenido bastantes menos concesiones que los chalecos amarillos. De momento, tampoco han logrado canalizar políticamente los puntos ganados en la batalla de la opinión.
Una de las constantes de esta movilización ha sido el idilio frustrado entre el bloque sindical y la NUPES, la coalición unitaria de los principales partidos de izquierdas (Francia Insumisa, Partidos Socialista, verdes y comunistas) que lidera la oposición en la Asamblea Nacional. De manera paradójica, esta alianza progresista no sale reforzada de este periodo de debilidad de Macron y en que los temas sociales han acaparado el debate público. Uno de los motivos de ello han sido las tensiones entre líderes políticos y sindicales, que ven con suspicacia cualquier implicación de los partidos.
“Desde hace tres décadas, los sindicatos han marcado su distancia respecto a las organizaciones políticas, ya que querían concentrarse únicamente en la representación de los trabajadores”, y en el caso de la CGT limitar el impacto del declive del Partido Comunista, explica Rouxel. “Pero cada vez se notan más los límites de esta estrategia y a las organizaciones sindicales les faltan herramientas para responder ante un gobierno que no quiere ceder en nada”, añade este experto. ¿Ha llegado el momento de flexibilizar la autonomía sindical? Sin duda, los sindicatos necesitarán imaginación para aprovechar el desgaste ideológico del neoliberalismo.
Por, Enric Bonet
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