Desde que Emmanuel Macron decretó la disolución de la Asamblea Nacional, los espíritus se caldearon. Hubo legisladores agredidos, oficinas saqueadas y militantes golpeados. Las amenazas proliferan en las redes sociales, los dirigentes políticos se insultan entre ellos. En los medios de comunicación, periodistas y analistas se inquietan por la oleada de violencia política que enardece a todo Occidente, empezando por Estados Unidos, donde Donald Trump acaba de escapar de un intento de asesinato –como, antes que él, el primer ministro eslovaco Robert Fico y el ex presidente brasileño Jair Bolsonaro–.
Frente a este clima, parece perfilarse una solución transpartidaria: “el apaciguamiento”. Correspondería a los dirigentes políticos calmar los debates, atenuar las divisiones, enfriar las pasiones. Porque, ¿cómo imaginar una sociedad calmada si en la cima del poder se multiplican los ultrajes? El presidente Emmanuel Macron convoca entonces a los legisladores a volver a encontrar “el sentido de la concordia y el apaciguamiento” a fin de “construir compromisos con serenidad y respeto de todos”. El socialista Boris Vallaud “se pronuncia por el apaciguamiento más que por la radicalidad”. Incluso Agrupación Nacional se proclama un “partido del apaciguamiento”. Todo desobediente se ve de inmediato amonestado. Cuando la insumisa Sophia Chikirou compara el “hollandismo” con chinches de cama, su socia ecologista Marine Tondelier la reprende: “Debemos dar el ejemplo. Porque en la sociedad está aumentando la violencia y nosotros tenemos que estar ahí para proteger, reparar y para apaciguar”. Pero cuando los Verdes se niegan a estrechar la mano de un diputado de extrema derecha, el reproche viene de la derecha: “En democracia hay que respetar al propio adversario. El país necesita apaciguamiento”, sermonea Philippe Juvien (Los Republicanos). Los límites del decoro dependen de quien los fije…
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