Étienne de La Boétie se preguntó a finales del siglo XVI por qué los seres humanos pugnan por su servidumbre como si fuese su liberación. Esta pregunta por la servidumbre voluntaria se mantuvo sin respuesta hasta comienzos del siglo XX, cuando un burgués de Viena empezó a describir contra todo y contra todos los endiablados mecanismos del inconsciente.
Hay, podemos leer en Freud, un goce paradójico en la dominación. El goce que sostiene hoy por ejemplo los imperativos neoliberales de rendimiento de los que sin embargo nos quejamos tanto. La política sin psicoanálisis está abocada al fracaso. Las revoluciones no son sólo vencidas desde fuera, sino también desde dentro.
Charlamos de todo ello con Jorge Alemán, psicoanalista hispanoargentino de inspiración lacaniana que mantiene a contracorriente de los de su gremio una apuesta por la política y lo colectivo, a partir de su último libro: Breviario político del psicoanálisis(Ned ediciones).
Quería empezar preguntándote por la escritura de este libro: fragmentaria, casi aforística. ¿Cómo llegaste a esta decisión? ¿Tiene que ver en algún punto con una consideración sobre el inconsciente?
Hay varias respuestas. En primer lugar, el estilo de Lacan se caracteriza por estar poblado de aforismos. Sobre todo en los casos en que es el propio Lacan quien escribe, no tanto en sus seminarios transcritos por otros. El aforismo invita, con su alto poder de condensación, a desciframientos activos por parte del lector. Eso me interesa.
Luego hay otra dimensión, en la que participo desde muy joven, que es la dimensión poética. Probablemente este es el primer libro ensayístico que escribo donde la estructura de los términos se asemejan, en cuanto al tamaño de la página por lo menos, a los poemas.
Y por último, si nos referimos al inconsciente, yo diría que he sido fragmentario toda la vida. Mi primer recuerdo es un jarrón que se cae y se rompe, pero el jarrón completo no lo vi nunca. Mis padres me dijeron que ese sueño era imposible, porque cuando aquello ocurrió yo sólo era un recién nacido. Pero yo recuerdo perfectamente ese jarrón roto.
“Yo diría que he sido fragmentario toda la vida. Mi primer recuerdo es un jarrón que se cae y se rompe”
El fragmento ha tenido por tanto un papel importante en mi vida. Las experiencias totalizantes, las experiencias que se pretenden unificadoras y omniabarcantes, no son las que más me atraen. Me seducía escribir un libro donde cualquiera pudiera entrar por cualquier página y empezar a leer por el párrafo o el término que le resultara más atractivo, según sus propias afinidades electivas.
El sujeto y lo colectivo
Al principio del libro escribes lo siguiente: “Psicoanálisis y política arman un juego de correspondencias, pero ambos términos no se superponen nunca”. Te quería pedir un desarrollo de esa frase, para entender mejor cómo piensas el ensamblaje entre ambas prácticas.
Tirando del hilo, y siguiendo con el fragmento, diría lo siguiente: si pensamos un orden o una estructura colectiva sin el sujeto, el sujeto del inconsciente, entonces no se está pensando a fondo esa estructura colectiva. Y si uno piensa el sujeto, lo que en cada cual se juega en relación al inconsciente, sin pensar la dimensión colectiva, tampoco se está pensando a fondo al sujeto. Esa sería la correspondencia mutua: pensar el sujeto implica pensar los lazos sociales colectivos, pensar lo colectivo implica pensar el sujeto.
A partir de ahí, hay que decir que esos campos no se superponen fácilmente, que no encuentran un camino inmediato de recubrimiento o de sutura. Son campos que no se pueden desenganchar fácilmente, ni se puede desactivar su relación, pero a la vez cuesta un trabajo especial y caso por caso encontrar en qué puntos es verdad que el sujeto no puede ser pensado sin el colectivo y al revés. Psicoanálisis y política no se confunden, pero se necesitan.
En Freud, en Lacan y en ti mismo, hay afirmaciones con respecto al inconsciente digamos “ontológicas”, esto es, más allá del tiempo, el espacio y las circunstancias. A la vez los contenidos inconscientes cambian con la historia. ¿Cómo piensas el engarce entre el nivel ontológico (lo que es en tanto que es) y el nivel histórico-social (lo que es porque cada época lo hace ser así)?
Pongo un ejemplo muy sencillo: la relación con la muerte, la palabra y el sexo pertenecen a lo que has llamado el “nivel ontológico”. Los animales enfermos de lenguaje que somos, atravesados por los malentendidos de la palabra, estamos también habitados por esta sexualidad extraña de los seres humanos y la relación con la muerte.
A la vez la historia transforma cómo va a ser en cada momento la relación con la muerte, la sexualidad y la palabra. Es decir, los tres términos que configuran de manera estructural al sujeto padecen a su vez transformaciones epocales e históricas. Es evidente que la relación con la sexualidad actual no es la que describía Freud en sus ensayos. Es evidente que se puede escribir una historia de la relación con la muerte o la sexualidad, como han hecho Philippe Ariés o Foucault.
“Morir, hablar y ser sexuado son huellas ineludibles en el advenimiento y la emergencia del sujeto a la vida”
Morir, hablar y ser sexuado son huellas ineludibles en el advenimiento y la emergencia del sujeto a la vida. Y a la vez esos tres términos están determinados por los distintos fenómenos, relaciones de poder y dispositivos de tal o cual época situada. Hay que pensar las dos cosas, sin soltar ninguna de ellas, si no queremos caer en planteamientos fáciles.
El superyó y sus mandatos
El puente entre el inconsciente y el poder social de cada época sería el superyó, esa “instancia alojada en su interior, como una guarnición militar en la ciudad conquistada” según dice Freud en El malestar en la cultura. Por tu parte, afirmas que el “superyó es la huella de la civilización en el inconsciente”.
Algún día habría que reescribir El malestar en la cultura, ese libro formidable, para el siglo XXI. Freud, que era muy discreto con respecto a la filosofía, afirma que el superyó es el heredero del complejo de Edipo. Un heredero muy inquietante, porque el superyó se conecta con el inconsciente a través de un mecanismo circular endiablado.
El superyó es una instancia que aparece como la ley, como el imperativo categórico kantiano, pero sin embargo es algo muy diferente. Una instancia obscena, marcada por una voracidad y una glotonería infinitas. Nos obliga a renunciar a la satisfacción pulsional para ingresar en el principio de realidad –y hay goce inconsciente en esa renuncia–. Nosotros suponemos que este juez se queda ya tranquilo porque hemos renunciado, pero siempre nos pide más y más. Y el sentimiento de deuda y culpabilidad del sujeto va en aumento.
Freud llega a decir que en el neurótico obsesivo el superyó ha tomado una parte del yo, pero el sujeto sabe más o menos entendérselas con esa culpabilidad y esa deuda. Pero en el melancólico es el yo entero lo que queda capturado por el tejido del superyó. Surge en él un sentimiento terrible de indignidad, de no ser merecedor de la vida, de no tener ningún lugar en el mundo.
Leyéndote, se diría que el contenido del mandato superyoico ha cambiado y hemos pasado de un imperativo disciplinador (“no hagas esto”) a un imperativo maximizador que hoy nos ordena todo el rato “haz” (comunica, consume, sé feliz). Es lo que en el libro llamas el “mandato de rendimiento”, fundamental para pensar el régimen neoliberal.
Lo que he descrito antes es el mecanismo formal del superyó. El juego lógico entre el goce de la renuncia y el aumento de una tensión que la renuncia no calma. Pero Freud nunca dijo: “El superyó tiene que prohibir la sexualidad hasta tal edad, obligar a tener una vida familiar normal o heteronormativa, una pareja estable, etc.”
El contenido del mandato superyoico se transforma históricamente. Y en el neoliberalismo se convierte en un mandato de rendimiento por el cual el sujeto se maximiza cada vez más y goza acumulando valor para sí mismo, pero finalmente acaba sintiendo que no vale nada, nunca se encuentra satisfecho, reconocido o contento con lo que hace, etc.
El superyó hoy no ha desaparecido, como a veces se dice muy ingenuamente, sino que vehicula nuevos mandatos
Ninguna época histórica puede borrar la instancia del superyó. Pertenece al nivel ontológico. Puede darle, eso sí, nuevos horizontes, significaciones y contenidos. El superyó hoy no ha desaparecido, como a veces se dice muy ingenuamente, sino que vehicula nuevos mandatos. El imperativo de rendimiento hoy se extiende a la vida entera: familiar, sexual, laboral, etc.
En el libro llegas a proponer “un nuevo pacto con el superyó”. ¿En qué consistiría?
Es mi lectura de lo que significa la experiencia analítica. La gran posibilidad que abre el psicoanálisis es reformular la relación con el superyó. No se puede hacer desaparecer del todo –¡mucho ojo si nos encontramos en la vida con alguien que carece absolutamente de culpabilidad, de un cierto sentido de la deuda!–, pero se puede encontrar el modo de negociar, de transformar, de debilitar esta instancia tan opresiva.
Hay que entender para ello que el deseo, a diferencia del goce, está hecho de tal manera que no se satisface nunca, que no se completa del todo, que no hay lugar donde el deseo pueda reposar para siempre; y acompañar así el movimiento del deseo sin dejarse tiranizar por los mandatos tiránicos del superyó. Podemos decirlo así: la cura del superyó es el deseo.
Gozar la propia destrucción
Te quiero pedir que me expliques más esta noción de “goce”. Hay un momento donde llegas a decir: “El goce es el más allá del principio de placer”.
Durante mucho tiempo, Freud pensó que en el inconsciente siempre se trabajaba a favor del principio de placer. Pero él mismo puso su propia piel de plátano bajo sus pies en Más allá del principio de placer. Ahí lo complica todo. De pronto resulta que el inconsciente está dominado por la compulsión de repetición ligada a la pulsión de muerte, por el superyó, por distintas figuras del destino que están más allá del principio de placer.
Eso no tiene un nombre en el caso de Freud. Lacan le pone un nombre que es “goce”. En la lengua española, sobre todo la del siglo de oro, hay varios ejemplos donde se entiende que en el goce hay algo más, un plus, un exceso, algo que atraviesa el umbral del placer.
Mientras el placer es homeostático, es decir tiende al equilibrio, es un juego entre una tensión y un placer que la alivia, el goce goza de la tensión misma. Los traductores tienen verdaderos problemas para traducir goce, en inglés por ejemplo se traduce por “joy“, un término presente en toda la publicidad contemporánea. ¡Pero el goce de que hablamos no es precisamente disfrute!
Me parece que sería más bien el “vicio”, la “adicción” o el “consumo”. ¿Qué relación hay entre la noción marxista de plusvalía y ese “plus de goce” de que habla Lacan?
Lacan no hace nunca una lectura sistemática de ningún pensador, abre el libro en la página que a él le interpela y lee desde ahí. En el caso de Marx, observa que describe un régimen de intercambio que genera la plusvalía, un excedente; y traslada el concepto de plusvalía al terreno psicoanalítico. Pero mientras que en Marx son los trabajadores los que producen plusvalía, en Lacan son todos los sujetos los que producen plus de goce. Cada sujeto, dice Lacan, es el proletario productor de sus propios vínculos sociales.
“Lacan no hace nunca una lectura sistemática de ningún pensador, abre el libro en la página que a él le interpela y lee desde ahí”
Lacan ya tenía un antecedente en esta cuestión, cuando discute con Hegel. En un pasaje muy conocido comentado por Alexandre Kojéve, maestro de Lacan, Hegel dice que el esclavo renuncia al goce para proteger su vida y que el amo, dispuesto a a arriesgarla, se lo queda todo. El amo goza y el esclavo no. La novedad de Lacan es que el esclavo sí goza de su posición. En todo vínculo social, en toda posición, hay plus de gozar.
Llevemos esta cuestión un poco abstracta a la actualidad política: ¿por qué los sectores explotados votan en contra de sus intereses? La izquierda tiene una definición muy estrecha del interés: la satisfacción de necesidades materiales. En ese sentido hay mucha gente que hoy vota efectivamente contra sus intereses. Pero si ampliamos la noción de interés incluyendo el goce, quizá entendamos mejor ese voto aparentemente paradójico. Están votando a favor de su goce, aunque ese voto lleve a lo peor, a un daño y a un empeoramiento de la propia vida.
Desde el punto de vista de los que mantenemos todavía la idea de emancipación, de igualdad y justicia, esta es una noticia horrible, pero hay que pensarla a fondo. Ser materialista es no dejar nunca de pensar la materialidad de la propia constitución psíquica del sujeto.
La politización del malestar
¿Qué puede significar hoy politizar el malestar, hacer una elaboración política del malestar? Teniendo en cuenta que es algo que está entre lo ontológico y lo histórico, entre lo íntimo y lo colectivo, entre objetivo y lo subjetivo. Teniendo en cuenta que el malestar es también, paradójicamente, un cierto bienestar.
Para mí el primer renglón, pero sólo el primer renglón de la politización del malestar, es no victimizarse, no percibirse como víctima. Si uno se siente víctima es que no quiere saber nada del goce propio implicado en ese juego diabólico del que participa. Y así se termina denunciando siempre al otro. Ese juego tiene mucho prestigio en la izquierda porque está en juego la crítica.
Pero si nos atenemos al rigor materialista, y Althusser siempre vio en Lacan una renovación del materialismo, la primera condición de politizar el inconsciente es un trabajo de desvictimización, un nuevo trabajo de responsabilidad del sujeto con respecto a su propio padecimiento. El desafío es descifrar el malestar y eso no se agota en la denuncia y la imputación.
El superyó tiene una gran capacidad de pregnancia en el tejido social. Todos lo podemos observar: en cualquier reunión de amigos y amigas hay siempre un sistema de imputaciones y críticas que circula. Las críticas compartidas alivian, pero la herida sigue latiendo en cada uno. Lacan dice por eso que el humor es un traficante del superyó. Los grandes procesos transformadores parten de una desvictimización. Pienso por ejemplo en las Madres de la Plaza de Mayo: no delegaron en ningún partido, se autorizaron a sí mismas a buscar, trabajaron por su propia cuenta el dolor.
Hablas de la política como una alianza entre la dimensión más singular del sujeto y una instancia radical de igualdad colectiva. Y para ello inventas una fórmula: la soledad (:) común.
La relación entre la soledad y lo común, con los dos puntos que pusimos en medio Sergio Larriera y yo en nuestro trabajo sobre Lacan y Heidegger, fue en primer lugar una provocación para los psicoanalistas. Los psicoanalistas están muy cómodos con la idea de que el sujeto está en su propio goce solitario, en sus propias satisfacciones pulsionales y quiere arreglar la vida sólo con eso. Y también con la idea que el colectivo es sólo la masa, la hipnosis, la homogeneidad.
Yo me quise sublevar contra esa idea. No pienso que un sujeto que participa de una experiencia colectiva pierda su singularidad. Al revés: tiene la capacidad de radicalizar como nunca esa singularidad. Porque es en lo colectivo donde cada uno accede a la diferencia absoluta.
No creo que la diferencia absoluta proceda de que uno nació en tal clase social, en tal barrio, en tal nación, de que fue a tal o cual colegio. Siempre me acuerdo de una frase de Trotsky que me conmovió en mi juventud: “Cuando llegue el socialismo empezará la verdadera tragedia”. Es en el campo de la igualdad radical donde podremos empezar a ser locos, amargados, suicidas, etc. A experimentar cada uno su diferencia absoluta. Porque la diferencia no procede de las desigualdades sociales, esas no son diferencias, sino insultos a la diferencia.
El problema de la “soledad común” fue darle a la diferencia una dignidad y demostrar que uno puede participar de procesos colectivos sin perder su singularidad.
¿Podemos seguir pensando lo colectivo bajo las imágenes que hemos heredado: la revolución, la democracia, la izquierda?
Ahí entro al debate contemporáneo. El término revolución es un término frente al cual pienso que debe hacerse un duelo. El duelo no es un trabajo pasivo, sino activo. A mí me parece que puede haber un saber en reserva aún en los procesos y proyectos revolucionarios, más allá de su desenlace trágico y oscuro. Un saber a descifrar, sin garantías de que lo haya.
“El término revolución es un término frente al cual pienso que debe hacerse un duelo”
La revolución en el sentido finalístico de la Historia, en el sentido teleológico, la idea de que hay un trazo lineal en la historia y la revolución lo va a cumplir, es antinómica con lo que nos enseña el psicoanálisis: no hay ninguna temporalidad lineal, sólo procesos interminables.
El problema de la democracia es muy difícil. Por un lado hay que defenderla frente a la amenaza de la ultraderecha. Pero al defenderla uno se pone del mismo lado con los que la destruyen diariamente, porque la democracia hoy le pertenece al poder, al dinero.
Aquí entra la cuestión que plantea Franco Berardi, Bifo: el problema de la deserción. Si revolución, democracia e izquierda ya no nos dicen nada, entonces solo nos quedar marcharnos a los lugares autónomos donde la deserción se realice. El problema con la deserción es un problema relacionado con la topología de Lacan: no hay afuera. La estructura espacial siempre es “éxtima”: exterior e íntima a la vez. Un afuera puro tendería a un conjunto de significaciones aún más homogéneas que las que el propio sistema de dominación propone.
Estoy de acuerdo con Bifo y otros en que los significantes de la izquierda, la democracia y la revolución han quedado coagulados y neutralizados en su potencial histórico. Pero habría que ver si el trabajo con esos significantes ya solo puede hacerse desde un supuesto afuera absoluto o aún quedan otras vueltas que dar en ese trabajo de duelo.
La polémica del Anti-Edipo: lacanianos y deleuzianos
¿Qué te parece que hay en juego en el debate histórico entre Deleuze, Guattari y Lacan? ¿O en el diálogo crítico que mantienes hoy en día con los pensadores de inspiración deleuziana como Jun Fujita o Franco Berardi? Me parece que estos últimos están preocupados sobre todo por cómo las cosas pueden seguir en movimiento, cómo renovar el movimiento del deseo disolviendo los puntos cristalizados en la identidad y la neurosis, mientras que los lacanianos ponéis más énfasis en cómo inventar puntos de amarre y sostén en el caos, ante el agujero de lo real, en el desastre que amenaza siempre desde dentro toda vida.
Pienso que sostenerse no es contradictorio con el movimiento. Todo lo contrario. Tener un buen punto de amarre, que no tiene que ser normativo o disciplinario, es necesario para moverse. Un punto de amarre es una invención. Uno se sostiene a través de algún tipo de invención. Yo no construiría un par movimiento/fijación, creo que son términos que pueden tener una implicación recíproca.
Creo que Deleuze y Guattari hicieron, muy intervenidos por mayo del 68, una lectura apresurada de Lacan. El complejo de Edipo por ejemplo, como explicábamos antes, desemboca en el superyó, un infierno ya para Freud. Para nada el teatro tranquilizador de papá y mamá que describen Deleuze y Guattari.
También me parece que se tomaron un poco a la ligera el problema de la locura, como una metáfora (esquizofrenia, esquizoanálisis, etc.). La locura es un tema que hay que respetar, que tiene una dimensión muy específica que hay que entender en su sufrimiento y su verdad, sin patologizarla. Me pasa lo mismo con Bifo. Son muy buenas sus descripciones sociológicas, pero la afasia social de la que habla sólo es una metáfora. Bifo habla de “alexitimia”: no saber cómo manejar verbalmente las emociones propias y las del otro. Pero la afasia verdadera tiene su propia especificidad.
Y por último si el término deseo no está verdaderamente articulado junto al goce puede ser perfectamente una instancia que el capitalismo use para reactivar todo el rato los circuitos de consumo. ¿Cómo deseamos algo por fuera del mercado? Eso exige un punto de amarre sólido.
Amor, pérdida y vejez
Resumes muy bien el imperativo de rendimiento en dos palabras: “Gozar acumulando”. Hoy se goza acumulando: likes, cuerpos, experiencias, propiedades. En otro momento del libro encuentro una fórmula muy hermosa que dice: “Aprender a perder”. No puedo leer una sin pensar en la otra. ¿Qué significa aprender a perder?
El término me vino de mi propia experiencia analítica. Lo que vengo a decir es que el que no sabe perder, el que no puede perder, el que no aprende a perder, no puede vivir. Vivir es aprender a perder, sin identificarnos con lo perdido.
En esa pérdida se pone en juego lo más original del sujeto. Siempre y cuando no nos aferremos a lo perdido. El que quiere ganar siempre, el que se quiere quedar con todo, queda preso finalmente de un imperativo de acumulación que no funciona en ninguna lógica deseante.
Para mí aprender a perder, cuando tuve que dejar mi país natal tras el golpe de Estado de 1976, fue una lección iluminadora. Por mucho que sufriese la pérdida, no quise quedar fijado en una posición melancólica. Entendí que me podía interesar mucho España sin dejar de sentir la pérdida de Argentina. Y para que me interesase mucho España tenía que soltar con esas comunidades de exiliados que estaban todo el día rindiendo culto a lo perdido.
“Para mí aprender a perder, cuando tuve que dejar mi país natal tras el golpe de Estado de 1976”
Pasa lo mismo con la vejez, se puede envejecer sin tantos miedos, pero hoy sin embargo vemos viejos terriblemente asustados por todo. Como dice Bifo, hoy estamos gobernados por viejos blancos aterrorizados, como Biden y Putin, que amenazan por llevarse el mundo por delante.
El libro está atravesado de punta a punta por la reflexión sobre el amor. Freud, en las últimas páginas de El malestar en la cultura, dice: “Finalmente sólo Eros puede sujetar a la pulsión de muerte”. ¿Es también así para ti?
Estoy de acuerdo con Freud. Lacan tiene otra fórmula, que acompaña a la de Freud: “Sólo el amor permite que el goce condescienda al deseo”. Si el goce tiene que encontrar un límite, que lo encuentre en el amor. Si el goce tiene que pasar por el deseo, lo cual es muy sano, mejor que lo haga de la mano del amor. No veo solución política que no pase por Eros, sin que haya aquí ninguna invitación ingenua a la transgresión. Sólo Eros puede establecer un puente necesario entre goce y deseo, entre deseo y pulsión de muerte. Abrir el deseo a la relación con el otro, con los otros, de los que el goce no quiere saber nada.
Es la gran cuestión del amor y el perdón. Esos grandes amores que no pueden perdonar nada, dudo de que sean tan grandes amores. La condescendencia al deseo es una invitación a perdonarse y perdonar al otro. Entregarse a la vida amorosa pasa necesariamente por aquí.
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