Dentro de los grandes desafíos que enfrenta la Universidad Nacional, los dos más grandes y estructurales son, justamente, ser Universidad y ser Nacional en tiempos en los que esos conceptos y sus institucionalidades están muy debilitados. Por eso, la cultura en todas sus dimensiones pasa a un lugar prioritario.
Hay una realidad nacional lamentable: en muchos contextos se sigue pensando que la cultura es algo así como un barniz bello y amable que recubre a las personas y los pueblos. Se dice una persona culta, para decir que tiene buenas maneras, costumbres cosmopolitas y alguna erudición, así sea poco profunda, atributos deseables para el intercambio social. Esta imagen aparentemente inofensiva es un poderoso medio de exclusión que rechaza lo feo, lo imperfecto, lo incompleto; todo lo que se sale de una cierta norma.
El modelo academicista para las artes adoptado en Colombia en el siglo XIX, y aún vigente de varias maneras, relacionaba estructuralmente la noción de bello con la de bueno, siendo imposible la existencia del uno sin el otro. Estudiar arquitectura significaba en lo esencial el aprendizaje de los órdenes decorativos (dórico, jónico y corintio) que definían la apariencia exterior de los edificios, en contraste con las vanguardias del siglo XX que hicieron visible la estructura interna. Ese predomino de la belleza entendida como un discurso externo que se asimila en contacto con unas reglas predeterminadas, da origen a una tiranía basada en el control del gusto.
Hay que recuperar el debate en profundidad: la cultura no es una pátina deseable, no es alarde de buen gusto (noción que es tan útil al poder, sea para el proyecto político de Luis XIV en Francia o para la industria cultural actual), la noción de cultura funda lo humano (recordemos la distinción de la antropología clásica, que partía de la diferenciación entre naturaleza y cultura) y su origen tiene que ver con la noción de cultivo. Y, asociada con ella, aparece esa otra noción esencial para la vida de cualquier pueblo: el patrimonio.
El rasgo cultural más característico de la segunda mitad del siglo XIX en Colombia, fue la afiliación al proceso civilizatorio con el fin de situarla en el concierto de las naciones. Civilización se opone a barbarie, y, para los decididores de la época, era claramente el legado nos había transmitido de Europa. De ese contexto datan nuestras instituciones culturales y del conocimiento y de esa concepción es fiel reflejo la Constitución de 1886, que entregó el imperio de la educación a la Iglesia Católica, la misma que en sus encíclicas recordaba a sus feligreses, temiendo los avances modernos de la pedagogía, que toda autoridad proviene de dios y declaraba que era una abominación el pretender pensar por uno mismo y nefandos los intentos de pretender la igualdad y una educación laica y mixta.
A pesar de ese marco restrictivo, la Universidad Nacional, UN, generaba algunos espacios para un pensamiento más libertario en la educación, pues su creación había sido impulsada por el liberalismo radical y los masones, con quienes los discursos pedagógicos modernos tienen muchas deudas. Solamente por citar un ejemplo, en el ámbito hispanoamericano llegó a tener una gran influencia la Institución Libre de Enseñanza, ILE, que se nutría de la filosofía de Karl Christian Friedrich Krause, filósofo alemán, militante –como buen masón– del amor a la humanidad y a su evolución, cuyas ideas resonaron en Colombia, especialmente alrededor de la fundación del Gimnasio Moderno, que abrió una puerta por donde ingresaron las vanguardias pedagógicas a Colombia. El krausismo tuvo un gran desarrollo en España y favoreció el fortalecimiento de las ideas liberales llegando incluso a influir en la redacción de la Constitución de 1869; posteriormente, la ILE tuvo una gran presencia en las políticas educativas de la República española. Desde intelectuales, pedagogos y políticos como Bartolomé Cosío o Giner de Los Ríos, hasta grandes filósofos como Ortega y Gasset o María Zambrano, pasando por artistas como Antonio Machado, Miguel Hernández o Federico García Lorca tuvieron relación con la ILE; en Colombia se radicaron temporalmente Luis de Zulueta, ministro de la República española exiliado en Colombia por la guerra civil, a quien citaba en un artículo anterior, y Pablo Vila, quien fue el primer rector del Gimnasio Moderno.
Desde los años 20, autores, movimientos y documentos, como el Manifiesto Liminar de Córdoba, contribuyeron a fortalecer un debate sobre la educación y la cultura nacionales que culminó con la refundación de la UN en 1935. Dos de los grandes protagonistas de ese movimiento fueron Germán Arciniegas y Miguel López Pumarejo, quien –no casualmente, supongo– fue Gran Maestro de la Gran Logia de Colombia.
En este entrecruzamiento de la política, cultura y educación, desde sus inicios la UN ha sido vista como un bastión del pensamiento libre, con simpatías y antipatías, con coherencias e incoherencias, dependiendo de cómo se le mire. Lugar de pensamiento riguroso y argumentado, heredado de la Ilustración europea que alimentó los discursos pedagógicos desde la creación de la escuela como institución moderna por Comenio y con atisbos de rebeldía, como corresponde a todo pensamiento crítico.
Con el avance del siglo XX, se fue abriendo paso otro concepto alternativo al de civilización: el de cultura, que, más que a algún grado de “desarrollo” de las comunidades, responde a su idiosincrasia; así lo planteó Germán Arciniegas en el artículo ‘Presencia del Nuevo Mundo. La civilización en la América Latina’ publicado en: Revista de América, [Publicación mensual de “El Tiempo”, Volumen X, Número 28, abril de 1947, pp. 15-21]; dice allí que “se puede ser civilizado y ser inculto”, puesto que los aspectos civilizatorios pueden ser apropiados sin ningún arraigo previo, mientras que lo cultural que, como su nombre lo indica, plantea un cultivo y una construcción colectiva de largo alcance. Esta idea propone reflexiones interesantes hoy, cuando las crisis universitarias vuelven a hacer pensar en refundaciones.
La UN en la actualidad requiere de varios cambios culturales. En la cultura pedagógica: cada día se degrada más la formación integral de las personas, debido a modelos tecnocráticos y aumentan las denuncias de abusos de poder, naturalizados por décadas de costumbre. En la cultura administrativa: es necesario rescatar la institucionalidad pedagógica de las políticas verticalistas y empresariales lesivas para proyectos educativos, y de las evaluaciones punitivas (que abarcan incluso las maneras como los gobiernos han distribuido el escaso presupuesto que históricamente han adjudicado a la educación) que no contribuyen en absoluto a la cualificación de los procesos. En la cultura del bienestar: en un ambiente de creciente tecnologización, las prácticas educativas han perdido hasta su casi desaparición los elementos propios del cuidado inherentes a su cotidianidad que, aunque no se cumplieran tradicionalmente por diversas razones, en teoría definían la Escuela como un segundo hogar y, en fin, un cambio cultural en cuanto a la definición de las políticas del conocimiento, pues su rigidez es más una condena a la perpetuación del colonialismo que una invitación a fortalecer los discursos de Nación.
Un lugar muy interesante para reflexionar la UN en ese sentido, es seguir su relación con los campos de la educación y de la cultura y sus entrecruzamientos. Podemos invocar la participación en el Primer Congreso Pedagógico de 1917, donde se vislumbraban los primeros avances de los discursos de las pedagogías de vanguardia; allí participó también la Escuela de Bellas Artes. En 1918 se promulgó Ley de Fomento a las Bellas Artes y posteriormente se fundó en el ministerio de educación la dirección nacional de bellas artes. Cultura y educación siempre estuvieron juntas en el proyecto político liberal.
El primer director de dicha sección fue Gustavo Santos, musicólogo y crítico de artes plásticas, quien fue determinante en la fusión de la Escuela de Bellas Artes y del Conservatorio de Música a la Universidad Nacional a la UN y proponiendo a dos artistas de talento y criterio liberal en sus respectivas direcciones: Alberto Arango y Antonio María Valencia: La fusión lamentablemente fracasó, lo que representó un retroceso de la enseñanza superior de las Artes a los cánones del siglo XIX. Allí se perdió no solamente un movimiento posible de generación de vanguardias artísticas propias en Colombia, sino también todo un movimiento que buscaba asociar las prácticas artísticas con la industria, lo popular y la educación básica en un contexto de transformación del país.
En cuanto a la educación, la UN tuvo en los años 20 una facultad de educación, que desapareció para dar paso a la Escuela Normal Superior, donde inició la institucionalización de las humanidades que debían aportar al fortalecimiento de los discursos nacionales.
Tragedias familiares
Dos pares de hermanas crecen juntas: educación – cultura, y Universidad Nacional – Escuela Normal Superior. Las primeras convivieron en el ministerio de educación durante un tiempo, por eso se vería, por ejemplo, a Jorge Eliécer Gaitán inaugurando como ministro de educación el Primer Salón Nacional de Artistas en 1940, época en la que la sección se llamó extensión cultural y bellas artes. En 1968 se fundó el Instituto Colombiano de Cultura, que cumplió una gran labor de difusión y apoyo a las manifestaciones culturales, tanto universales como locales. Por señalar rápidamente sólo algunos elementos, las colecciones de libros y música de Colcultura recordaban la Biblioteca Aldeana de Colombia, iniciada en1934 y la serie Yuruparí abría la mirada a otro país, del que se conocía su existencia, pero no era visible en la cotidianidad. En 1997, se fundó el Ministerio de Cultura, con lo cual se separaron los dos campos.
De las dos hermanas –UN, ENS– una de ellas murió a los quince años. En 1951, un congreso pedagógico conservador borró las reformas liberales y cerró la ENS, escindiéndola en la Normal de mujeres de Bogotá, bajo la dirección de Francisca Radke y la de varones en Tunja, bajo la dirección de Julius Sieber; ambos habían venido a Colombia con la Misión Alemana de 1926 y retornado a Alemania en 1939, donde se afiliaron al partido nazi y dirigieron instituciones educativas durante la guerra.
Como lo decía antes, en el proceso de refundación de la UN en 1935, se dictaminaba que la Escuela de Bellas Artes y el Conservatorio se fusionarían a ella y ese movimiento fracasó. Cuando las humanidades y las artes reclaman un cambio cultural en lo pedagógico en la universidad en general y la UN en particular, no solamente se refieren a la clara hostilidad del modelo neoliberal hacia sus objetos, sino que, sin saberlo, aluden a esa pérdida. Cuando retornaron las artes y las ciencias humanas al espacio universitario, lo hicieron a un territorio determinado fuertemente por las concepciones de la ciencia. Volver a situar sus epistemologías en la universidad ha sido un trabajo de décadas y aún perviven muchas inequidades en presupuestos y modos de legitimación de prácticas e investigaciones.
El nuevo orden mundial de la posguerra a final de los años 40, retomó un antiguo anhelo de intelectuales europeos quienes, frente al horror de las dos guerras mundiales, y con la intención de que nunca volviera a repetirse, planteaban que la educación y cultura debían tener una injerencia directa en los gobiernos. Allí nació la Unesco como institución máxima mundial en estos campos. Una primera obra clásica fue La educación por el arte del inglés Herbert Read, y durante un tiempo se trabajó en una dirección humanista que pronto derivó hacia un carácter asistencialista marcado por otra institución hermana, el Banco Mundial, que ha impuesto una visión economicista en los campos de la cultura y la educación. Por eso hoy vemos desde la alta política hasta la cotidianidad de las aulas una permanente fricción entre los dos campos.
Liberalismo – neoliberalismo
A lo largo de este recuento se intuye el importante papel jugado por los discursos liberales en la construcción de imágenes de lo nacional en la educación y en la cultura. Sin embargo, desde hace más de un siglo se multiplican las denuncias acerca de cómo el discurso ideal del individuo moderno autónomo, las bondades del progreso material y del predominio de la razón instrumental esconde tras su apariencia un estado catastrófico de inequidad y depredación sobre las culturas y sobre el planeta.
Podríamos, desde la perspectiva de la relación educación – cultura, imaginar un campo de tensiones en forma de trenza, cuyos antecedentes se proyectan desde el siglo XIX.
Uno de sus lazos proviene de los inicios de la república, incluso de antes, porque las élites del llamado período colonial siguieron siéndolo en el nuevo contexto. Aunque sus componentes compartieran valores profundos como la moral católica, también tenían diferencias que podían ser feroces, pero compartían la idea de que el mundo se dividía en dos dimensiones: la alta y la baja cultura. Las élites gobiernan, deciden y se reconocen a pesar de sus diferencias de matices. Ellas construyeron la institucionalidad de la educación y la cultura y saben de la importancia política de mantener el control sobre sus discursos y que una de las mejores herramientas para ello es el control del gusto.
Esas tensiones se reflejan en las excluyentes políticas culturales instaladas en la UN desde hace casi dos décadas, cuando todo el poder sobre la división cultural y de patrimonio fue entregada a una curadora particular que ha hecho uso de los escenarios culturales de la UN a su antojo, definido por la decimonónica categoría del buen gusto, que es evidentemente, es el de la “alta cultura”, borrando toda traza de carácter universitario. Su primera acción fue expulsar todos los grupos culturales estudiantiles no solamente del Auditorio León de Greiff, sino de la estructura cultural de la UN, de manera que lo que hoy se llama cultura en términos generales se reduce en la estructura universitaria a una pequeña sección en la dirección de bienestar. Aparte de la programación de la dirección de divulgación cultural es muy escasa, su tendencia es del mismo orden de otros escenarios culturales hegemónicos y de los espacios comerciales externos, mientras toda la producción cultural y artística y la investigación en patrimonio de la UN queda relegada al silencio.
Otro lazo de la trenza viene del proyecto liberal moderno que se basa en la autonomía de un individuo libre y consciente de su pertenencia a una sociedad, lo que suena bastante bien, pero cuando se le mira de cerca se percibe la catástrofe ambiental y los silencios de lo que su proyecto dejó de lado por asumir una racionalidad cerrada a la que le cuesta demasiado pensar o siquiera admitir lo diferente, de manera que contraría los propios valores de la modernidad que le dio origen. Este sistema en crisis, parcialmente autocrítico nos lega unas producciones, obras maravillosas, pero también del horror de la industria cultural que es uno de los instrumentos más eficaces del poder para mantener a las élites en su lugar de privilegio.
Y el tercer lazo, un abigarrado conjunto de manifestaciones del llamado por la Constitución país diverso, que pugna por sostener o por construirse un lugar y contiene en sí un valioso acervo que contribuiría a construir alternativas para pensar otras sociedades, otras lógicas y otros horizontes culturales y, por lo tanto, otros modelos de universidad, pero que tiene dificultades para autodefinirse y autopresentarse, luchando contra las rigideces del sistema que las ha excluido secularmente.
Estas imágenes no son más que un boceto; un escolio a un texto no escrito, parafraseando a Gómez Dávila. Lo cierto es que la Universidad de la Nación requiere de un ejercicio drástico de autoconsciencia; reconocerse tal como es y no como lo pretenden los mil lugares comunes que se expresan sobre ella y reescribir su proyecto pedagógico en un ambiente sereno que le permita responder a sus dos grandes desafíos: ser una universidad de aquí y de ahora y ser nacional, aquí y ahora.
Me refiero, ya lo dijo Guillermo Páramo en la última década del siglo XX, a una universidad de y para Colombia, no una adaptación de los modelos universitarios vigentes para otros lugares, una universidad que tenga una cultura pedagógica de rigor, de estudio y de cuidado, de ejercicio sano de la autoridad y que dialogue consigo misma y con la sociedad; una cultura administrativa que comprenda que su función es garantizar que el diálogo pedagógico se dé en la mejores condiciones posibles; una división de cultura que entienda que Colombia es país multicultural, que tenga un sentido universitario, una política profunda de patrimonio, una política de colecciones, una política de formación de públicos, una política académica que fortalezca y divulgue la producción de la universidad, y, sobre todo, que permita establecer lazos y puentes entre las nueve sedes que más o menos abarcan el territorio nacional, territorio de territorios, conjunto polifónico de voces, miradas y sentires, para que exista un diálogo académico que no sea de una sola vía.
Esa universidad sensible, inteligente y activa sólo puede ser construida con un diálogo real intersedes y en ese necesario diálogo unos campos de la educación y la cultura conscientes de su esencia política profunda, deben servir de guía.
Suscríbase
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