El avance era evidente. Siete meses atrás, salió en mengua de su campaña militar, pero en tan poco tiempo, pudo reconstruir el ejército libertador. “Con todo listo, a punto de comenzar las hostilidades, recibió Bolívar el 21 de enero la noticia de la llegada a Angostura de contingentes numerosos de voluntarios ingleses, enganchados en Londres por English y Elson y ante la posibilidad de incorporar al ejército un refuerzo tan importante y deseoso además de instalar él, personalmente, a los representantes del pueblo, dejó el mando de las tropas al general Páez y regresó a Angostura. En el camino debía dar la última mano a su célebre discurso inaugural del Congreso” (5).
Tras nueve días de navegación, “Bolívar llegó a Angostura el 30 de enero de 1819, la ciudad había sido engalanada con pabellones nacionales y la llegada de los delegados, como la concentración de tropas efectuada para dar más solemnidad al acto contribuían a crear una atmósfera de exaltación histórica…” (6).
En las circunstancias de esos años, el instrumento político que dio cuerpo al proyecto base de la campaña libertadora, debió ser un Congreso limitado a Venezuela. No obstante, ni Bolívar ni el conjunto de la dirigencia político-militar pensaron que ese debería ser el alcance del proyecto que buscaba formar un Estado y una nación. Así aclaró, incluso, la convocatoria:
“Nosotros no debemos contentarnos con libertar el país, comprehendido entre las aguas del Orinoco y a la Guagira, y entre los límites de las posesiones portuguesas, Río Negro y la Nueva Esparta; poco habríamos hecho si reconquistada la independencia de Venezuela nos circunscribiésemos a los términos de estas provincias , y no aspiramos a la emancipación de todo el hemisferio Colombiano. Muy estrecho círculo daríamos a nuestro patriotismo, a nuestras victorias y sacrificios, si estos hubiesen de quedar reducidos a la libertad y felicidad de un millón de almas” (7).
Aunque, de manera superficial, la realización de Angostura se atribuye a un obvio imperativo de unidad para enfrentar al enemigo común y a la necesidad militar de reunir la mayor cantidad de fuerzas para enfrentar el ejército español, en verdad correspondió a un propósito de más calado. En efecto, la única forma de lograr que la guerra no solo condujera a la recuperación territorial, que podía ser inestable –por tanto, de terrible y costosa duración indefinida–, sino a una nueva situación política irreversible. Construir un poder propio, que a la vez tuviera expresión independiente con el exterior (las potencias europeas, como principal) y solidez interior de naturaleza social, en virtud de su cohesión y amplitud. Rasgos, en verdad definitorios de un Estado: la identidad y la legitimidad. Proyecto de una no fácil aplicación.
Centralismo y federalismo en su semilla. Por el contrario, la revolución preveía que la llamarada de la independencia, era un paso fundamental, pero, con enormes limitaciones que la reconquista sangrienta puso de manifiesto. Se redujo, en toda América, a la sublevación, gradual y dubitativa, de las provincias –sus municipios capitales–, una a una, primero contra la invasión francesa, después contra la monarquía absoluta y, finalmente, por la independencia. De ahí el primer episodio de luchas entre federalistas y centralistas.
En consecuencia, si bien existió alguna voluntad de separación de la “madre patria” por parte de grupos sociales eminentes que buscaban “representarse” en forma directa para eliminar toda forma de poder “externo”, no había claridad acerca de la constitución de una nueva “nación” y por tanto de un nuevo Estado. La identidad debían construirla; sin su efecto, la guerra que nació en defensiva no alcanzaría el triunfo final.
La identidad y su búsqueda era inseparable de lograr una forma de legitimidad. Ciertamente, la idea de soberanía popular, en la forma de autorrepresentación, tomó fuerza con la experiencia anterior. Sin embargo, resultó restringida y claramente oligárquica. La tarea del momento era, por tanto, la amplitud. Y así lo entendió Bolívar. Amplitud en un doble sentido.
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