Se habla de la necesidad de un proceso constituyente en la Universidad Nacional. Se trata de entender que el problema no es de reglamentos, es de principios.
Las razones por las que en la Universidad Nacional, UN, se plantea un proceso constituyente son variadas; en lo inmediato, problemas larvados que estallaron finalmente alrededor de la designación de rector para el período que iniciaba en mayo pasado, los cuales describí en el artículo, La encrucijada de la UN1, mostraron inequívocamente la necesidad de repensar el modelo de universidad que los originó. En lo mediato, una serie de tensiones locales, nacionales e internacionales, que describí en Geopolítica del conflicto en la UN2 y una serie de problemas estructurales que le impiden tener la organización adecuada para ser verdaderamente una universidad de la Nación, justifican plenamente ese llamado (que, es necesario repetirlo incansablemente, no surge de ninguna instancia externa sino de sus propias dinámicas y parte de su comunidad desde hace años) y, finalmente, la modernidad eurocéntrica, con su corolario el capitalismo avanzan en una decadencia que requiere alternativas profundas. Así, con la rectoría de Leopoldo Múnera, el proceso ha iniciado.
Una constituyente funda, no se trata de ajustes, ni tampoco de una reforma académica (juntando toda una serie de pequeños –pero significativos– cambios la administración anterior había iniciado de hecho una reforma académica no convocada, disimulada y altamente lesiva para los intereses misionales de la UN); en ella, el orden jurídico se redefine. La última vez que sucedió algo así fue con la promulgación de la Ley Orgánica de 1935, que implicó debates parlamentarios y una total redefinición en lo conceptual, lo organizativo y lo físico. Dicha ley aún sigue vigente y un punto inicial sería el de revisar su actualidad a sus 89 años, en los que bastante agua ha corrido bajo los puentes. Aunque los tiempos universitarios en realidad se cuentan hasta en siglos y, a diferencia de las reformas, que transforman parcialmente aspectos específicos, una constituyente se hunde en el tiempo y el espacio en la búsqueda de lo perenne: los principios que constituyen la base de la institucionalidad del conocimiento.
No podemos, ni por la evidencia de su antigüedad, ni por el afán de adaptarse a discursividades recientes de las que no conocemos aún su profundidad, dejar de considerar nuevamente todas las alternativas para repensar la universidad de una Nación en la que aún luchan a muerte un viejo orden instituido por la Constitución de 1886, abiertamente excluyente y entregado a poderes externos y no se resigna a dejar de ser, y un nuevo orden que, aunque promulgado hace 33 años, no ha llegado aún a todos los sectores geográficos y poblacionales.
Es necesario revisar la historia
Estudiando las diferentes reformas a que ha sido sometida la UN (tengo a la vista las de 1935, 1965, 1993 y 2005) pareciera ser inevitable que a la larga terminen convertidas en una colcha de retazos que pueden responder en mayor o menor medida al espíritu que las animaron, hasta cuando, como sucede con la que está vigente, no resiste un remiendo más y se requiere volver a las preguntas esenciales ¿qué entendemos por universidad? ¿para qué? ¿para quiénes? ¿de qué modo?; ¿a qué precio?
En alguna parte del camino se pierde de vista el sentido fundamental y se requiere un nuevo pacto social que refunde la institución. La vergonzosa y despótica argumentación esgrimida por el Consejo Superior Universitario en la reciente designación de Ismael Peña como rector de la UN, basada en una muy particular definición del concepto de autonomía universitaria, encarnada por unas personas con total desdén por el sentir y el pensar de las comunidades, es una muestra clara del deterioro institucional que exige la revisión profunda y el cambio que implica una constituyente, que no se limita al tema de la gobernabilidad.
Inicialmente, no debe perderse de vista que no necesariamente es borrón y cuenta nueva. En muchas ocasiones, cambio significa recuperación de algo que o no debió haberse perdido o que vuelve a ser necesario, así en algún momento haya perdido vigencia. La advertencia es necesaria porque, a pesar de la profunda, estructural y necesaria crítica a las nociones de progreso que fundamentaron la modernidad eurocéntrica y cuya evolución llevó a la catástrofe social y ambiental global que se denuncia desde el siglo XIX, conceptos como el de desarrollo, siguen fundamentando políticas sociales y educativas. Conviene, entonces, jugar el juego en profundidad: empezar recordando que la universidad no nació ni con la modernidad ni con el capitalismo, que impusieron una racionalidad cientifista con indudables valores, pero que no puede seguir imponiendo arrogantemente sus lógicas depredadoras a todos los saberes.
Podrá decirse que es ir demasiado lejos, pero hablar de las lógicas premodernas no es hablar del pasado: el dictamen constitucional de un país diverso, pluriétnico y multicultural exige reconocer que existen en nuestros territorios y comunidades otras lógicas vivas, actuantes y perfectamente válidas que deben ser acogidas por la Academia, no para modernizarlas y academizarlas –ya viene siendo hora de que terminemos con el proceso de la conquista que inició el “descubrimiento” de América y continúan nuestras propias instituciones culturales– sino para aprender de ellas y ampliar el espectro de apropiación, construcción y divulgación del conocimiento de la universidad de la Nación, de nuestra nación.
En la redefinición de los principios fundamentales se requiere de la intervención de lo mejor del propio pensamiento académico. Desde la perspectiva de mis investigaciones, propongo una discusión sobre el modelo pedagógico, pues el primer paso constituyente debería ser el de recordar que la Universidad es una institución educativa. Que tenga dimensiones productivas, económicas, tecnológicas o políticas, nadie lo niega, pero su núcleo fundacional es el de responder a la necesidad de la especie humana de superar colectivamente su incompletitud mediante un diálogo pedagógico.
Lo único que justifica la existencia es la necesidad de acrecentar la conciencia. El género pictórico por excelencia de la Contrarreforma llamado vanitas, sigue siendo un extraordinario recordatorio: estamos abocados a la muerte y, ni riqueza ni poder, nada nos llevamos, salvo aquello que purifica nuestro espíritu. Si la institución educativa prioriza el éxito social, la riqueza o fortalecer al imperio, realmente, no vale la pena el esfuerzo. Sin una idea de trascendencia, llámese como se quiera, la educación no tiene sentido.
Dicho esto, nadie aprende solo. Lo humano, o es colectivo o no es. Hay mil formas de aprender y lo que caracteriza a una escuela determinada son los principios que definen el qué y el cómo de su enseñanza. Ese momento inicial predetermina: un modelo pedagógico autoritario produce definiciones, acciones y personas autoritarias; un modelo excluyente dará resultados excluyentes, por más reglamentaciones, innovaciones, didácticas o recursos que se le asocien. Lo que está en la base, se reproduce en todo el sistema.
En los tiempos en que la UN definió las bases de lo que es hoy, en la Revista de las Indias del Ministerio de Educación (Vol. I, Nº 6, junio de 1937), se publicaron materiales partícipes del debate sobre sus principios; en uno de ellos, uno de esos grandes sabios emigrados a Colombia por las guerras europeas, Luis de Zulueta, vinculado a la Escuela Normal Superior, señalaba entre los puntos que definen la misión de la universidad: Antes que hacer sabios, formar hombres. Hombres, en el más alto y pleno sentido de la palabra; dotados de cuerpo sano, mente amplia, voluntad fuerte, conciencia clara, corazón encendido.
¿Quién piensa hoy en esos términos en UN? ¿Esa pléyade de profesores que ocupan por capital cultural y económico la cúspide de la pirámide social a la que hacía referencia en mi anterior artículo? ¿Los impulsores de una universidad empresarial, de una noción de emprendimiento basada en el éxito económico? ¿Los políticos que reemplazan el concepto de democracia por el de meritocracia? ¿Los tecnócratas con su carga de diagramas de flujo?
Por todas partes se grita; lo dicen las paredes por todo el mundo: la urgencia hoy es la de reconsiderar radicalmente la noción de lo humano y para eso necesitamos educación, pero no la “educación de calidad” neoliberal, sino una justa, inteligente, sensible, no tecnócrata ni elitista. Debate y no condescendencia, estudio y no simple apropiación de informaciones.
La libertad de educación no se limita a la posibilidad de elegir en qué institución estudiar; no se resuelve con préstamos y subsidios. La libertad de educación es libertad de pensamiento, de un pensamiento que se depura pasando por una conciencia crítica, con sentido de la historia, de la política, de la ética, del cuidado. Para eso existe la Escuela. Requerimos una universidad cuya prioridad sea la educación en su sentido más profundo.
El acto pedagógico
Más allá de tendencias y estilos, habría que recuperar una perspectiva política de la pedagogía. El diálogo pedagógico implica necesariamente un ejercicio de autoridad. Autoridad [rae] se relaciona con poder, potestad, facultad, legitimidad, prestigio y crédito; es de la misma filiación de autoría (tener una voz), no es, como lo plantean muchos discursos demagógicos, una especie de enemigo a superar. Cualquier docente que tome en serio su trabajo comprende enseguida que la autoridad se ejerce bien o mal, pero es irrenunciable, porque es inherente al papel de guía. Nadie querría tener unos padres que renieguen de su autoridad, necesitamos unas nociones sanas de autoridad. La autoridad se construye, se gana; ciertamente, puede derivar en autoritarismo, pero no es su esencia.
La libertad de cátedra
Uno de los aspectos que muestra mejor la condición política del acto pedagógico es el debate sobre lo que signifique “libertad de cátedra”, concepto poco discutido pero esencial, al punto de que, según mis investigaciones, puede representar un problema neurálgico en el que pueden naufragar las reformas educativas y, de hecho, así ha sucedido.
La Academia como institución moderna del conocimiento es una corporación de derecho público. Esto significa que tiene una naturaleza doble: por un lado, conecta con la legalidad del Estado y, por otro, con la legitimidad de la experiencia. Esa doble valencia sustenta su condición de autoridad máxima, que ha sobrevivido a todos los cambios de regímenes, paradigmas, definiciones, desde el inicio de la modernidad hasta hoy. Esa autoridad constituye su incontestable poder y el gran compromiso que tiene con la vida social. La Academia nos otorga el lenguaje, las categorías de pensamiento; nombra y delimita, “limpia, fija y da esplendor”.
Pero, bien lo sabemos, el poder humano puede ser bien o mal utilizado, si la Academia pierde su rumbo ético –a saber, deberse única y exclusivamente a la ampliación, rescate, atesoramiento y divulgación del conocimiento– es como la sal que se corrompe. Las historias de los saberes académicos están llenas de ejemplos de complicidad con el poder político, de personajes ambiciosos que lo usan para legitimarse indebidamente, de usos del conocimiento para la destrucción del género humano y, por extensión, del planeta. Todos hemos vivido los pequeños y grandes abusos de autoridad que pueden darse en el acto pedagógico, entre los cuales hoy los más mencionados se relacionan con las violencias basadas en género, pero que no son sino una parte de un espectro muy amplio de violencias que surgen de la mala comprensión de la esencia política de la pedagogía y de la condición de autoridad.
Desde esta perspectiva, es muy claro que nociones como libertad o autonomía no son conceptos absolutos, exigen un equilibrio de fuerzas y de una actividad vigilante, sobre todo de parte de la misma academia para que su poder no se pervierta ni pueda ser utilizado para fines espurios; su esencia es política, puesto que ellas siempre se situarán en un complejo entrecruzamiento entre lo privado y lo público, sin esencias absolutas.
Este carácter político cubre también la autonomía universitaria, la libertad de cátedra y la autonomía de pensamiento que construye el estudiantado en su paso por la institución educativa.
La principal consecuencia de esta reflexión es la comprensión de que es imprescindible que un proceso como el de una constituyente universitaria empiece debatiendo y decidiendo sobre principios que se dicen fácilmente, pero cuya definición es mucho más compleja de lo que parece; de no hacerse así, es muy probable que cambien las formas, pero el fondo siga igual y al final todo cambie para que nada cambie.
Pareciera (evidentemente, es una hipótesis a confirmar) que hemos llegado a un punto en el que se considera que el programa de las asignaturas es propiedad del docente, el cual desarrolla el curso como a bien lo tenga y debe reportar semestralmente el programa calendario, sin recibir ningún tipo de comentario institucional; este reporte sólo tendría efectos para certificar lo cursado por un grupo específico de estudiantes, no para tener un registro del estado del curso o un control sobre sus contenidos.
[Hay que recordar que en la UN las categorías docentes no significan nada, son simplemente grados administrativos que no implican que haya diálogos, jerarquías, debates de comunidad sobre los procesos pedagógicos y sus principios y efectos políticos].
A eso se le llama libertad de cátedra. Sin embargo, el asunto no es tan simple. Un ejemplo rápido, visto en el archivo histórico de la UN: el 6 de mayo de 1937 el rector Gabriel Durana envió al profesor Luis Eduardo Nieto Arteta una carta mencionando “dificultades en su curso de Sociales respecto a la interpretación de los problemas sociales” y le advertía: “Me es grato hacer constar el punto de vista de la Universidad: este curso de Sociales tiene como objetivo informar a los estudiantes por métodos científicos sobre los problemas actuales del país y su base histórica; esto implica que tal curso se dicte con absoluta imparcialidad”. Esa carta motivó una respuesta de Nieto Arteta en la que se refiere a la tolerancia, la diversidad de puntos de vista, la no imposición de ninguna “teoría científica” y cita el reglamento a propósito de la libertad de cátedra y ofrece, si es el caso, renunciar a ese curso que se dictaba en el primer año universitario. No tengo claro cómo se resolvió el debate en ese momento, pero estos datos muestran la dimensión del problema. El rector, representante legal de la universidad, plantea muy juiciosamente que la institución conserva una definición que no puede desbordarse (al menos sin un proceso institucional específico y riguroso) y el docente argumenta su legítimo derecho a la libertad de cátedra, inherente al oficio que ejerce; no hay ninguna norma o patrón establecido que puedan aplicarse de manera estandarizada, siempre será necesario un espacio político de diálogo y reflexión apenas natural en la escuela, que no es una máquina sino un organismo vivo.
Ese tipo de debate no se da hoy y nunca debió haberse perdido. Obviamente, un curso no es una sola cosa, es el entrecruzamiento de un planteamiento de escuela que ha sido construido por una comunidad en un momento dado, para lo cual ha surtido una serie de procesos rigurosos de definición ideológica, pedagógica y administrativa, configurándolo como un patrimonio de la institución. No podría ser que dependiera solamente del arbitrio –o el capricho, sucede el caso– del docente que eventualmente la tiene a su cargo. Pero el docente no es de ninguna manera un simple repetidor o un medio a través del cual pasa el discurso institucional convertido en dogma. La libertad de cátedra es un hecho real que se relaciona con el derecho a la educación y a la libre expresión, y también con la libertad de elección y de acción sobre la mejor manera de impartir el acto pedagógico y de recibirlo, porque es también derecho del estudiantado.
Pero tampoco es un derecho absoluto. Pierde todo su sentido una educación en la que se pierde de vista la inevitable tensión entre las esferas de lo personal y de lo público. En esa tensión, su definición y las formas de definirla y resolverla, adquiere su sentido profundo la escuela, pero de esos temas no se está hablando. Pareciera que la neutralidad política que preconizaron las vanguardias pedagógicas históricas hoy se confunde con una apoliticidad ilusoria. Actualmente, el problema pedagógico que, como hemos visto es de una naturaleza profunda muy compleja y rica, se está reduciendo a la discusión sobre las didácticas. Si bien el cómo es importante, sigue siendo esencial el qué. ¿Qué entiende la universidad hoy por libertad?, ¿por autonomía?, ¿por autoridad? Y, en últimas, ¿por educación?
Preguntas todas que nos cuestionan a todas las personas integrantes de la comunidad universitaria y si no se tiene el coraje de revisarse a sí mismo críticamente, ningún cambio será posible.
Estar realmente dispuestos a asumir el cambio
En lo que pude ver en mis investigaciones, históricamente lo mejor de las reformas académicas de la UN terminó perdiéndose, no por razonamientos y acciones opuestas claras, honradamente planteadas, por batallas ideológicas o debates argumentados en profundidad por parte de personas que no estaban de acuerdo con ellas, sino por condiciones entendibles, pero evitables, como la confusión, el miedo o los prejuicios. Incluso por la pereza o la falta de voluntad de docentes que no supieron entender que cambio es cambio. Me parece que un estudio en profundidad de las reformas académicas del pasado mostraría una gran discrepancia entre lo que se propusieron ser y lo que realmente terminaron siendo. Todo cambio, incluso si es para mejorar, es difícil y exigente, sobre todo si se asume que una constituyente apunta no sólo a reformar, sino a cambiar el paradigma.
Es un proceso vertiginoso y requerirá medidas, en lo personal y en lo colectivo. En las dos reformas que me ha correspondido vivir en la UN, después de establecido el proceso institucional, vi a profesores cuya única pregunta ante los cambios parecía ser: y, entonces, ¿cómo es que se va llamar ahora el curso que he dictado siempre y que seguiré dictando igual?
1 Periódico desdeabajo Nº312, abril 17 – mayo 17 2024, p. 2.
2 Periódico desdeabajo Nº313, mayo 15 – junio 15 2024, p. 8.
* Escuela de Artes Plásticas. Doctorado en Arte, Arquitectura y Ciudad, línea “Estética y Crítica” Universidad Nacional.
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