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Timonel de dos revoluciones

Timonel de dos revoluciones

Como las anteriores, la revolución cubana tuvo en sus iniciales momentos de euforia una fuerte vocación utópica, para aterrizar en un crudo realismo cuando se amontonaron las dificultades. Pero el espíritu rebelde renació cuando el colapso económico provocado por la caída de la Urss amenazó derrumbarla. En ambos momentos, Fidel estuvo al frente.

 

La revolución cubana fue la que mayor impronta dejó en América Latina, un continente habituado a las revoluciones. Ni la primera revolución negra triunfante en el mundo, la haitiana de 1804, ni las descabezadas revueltas indias lideradas por Túpac Amaru y Túpac Katari, antecesoras de las independencias, lograron impactar tan profundamente en la región. Ni siquiera la revolución sandinista de 1979, ni la mexicana de Villa y Zapata o la boliviana de 1952, la menos conocida pero una de las más importantes que vivió este continente.

Una cuidadosa revisión de los ejemplares de Marcha desde 1959 permite comprobar que lo sucedido en Cuba electrizó a los lectores uruguayos, que inmediatamente tomaron partido en su inmensa mayoría por la joven generación que derrotó a Fulgencio Batista, un dictador con pésima reputación. Las páginas que acunaban las cartas de los lectores fueron escenario privilegiado de la polarización generada por las intervenciones de Fidel y el Che, los dos personajes que fueron referencia ineludible en los debates de la época.

FRACASO DE LA PRIMERA REVOLUCIÓN.

Las características de los líderes de la revolución cubana son similares a las de todas las dirigencias revolucionarias del siglo XX: sus cuadros fueron varones ilustrados, pertenecientes a las clases medias altas. Es posible que en aquella época no hubiera otra opción, cuando el patriarcado gozaba aún de buena salud. En muchos sentidos, la cubana fue una revolución hija de su tiempo. Emparentada, tanto en las luces como en las sombras, con la rusa y la china, entre las más relevantes del siglo XX.

Antes incluso de optar por los modos de la Unión Soviética, tomando distancias de la revolución cultural china que se propuso “continuar la lucha de clases bajo la dictadura del proletariado”, según el propio Mao, los dirigentes cubanos apostaron por un proceso de cambios donde el sujeto era el aparato estatal. Aunque su versión era bastante más radical de la que imperó después del fracaso de la cosecha de los 10 millones de toneladas de caña en 1970, el Che no dudaba de la centralidad del Estado en el tránsito al socialismo.

En los primeros años hubo decisiones simpáticas y ejemplares, pero que estaban condenadas al fracaso. La prioridad otorgada al trabajo voluntario como motor de la economía, el rechazo a los estímulos materiales y al dinero, llevaron al Che a suprimir los alquileres y las horas extra, y a decretar la gratuidad de servicios como el teléfono. Fueron años en los que la dirección cubana debatía sobre la vigencia de la ley del valor en el socialismo con intelectuales de la talla de Paul Sweezy, Charles Bettelheim y Ernest Mandel, entre otros.

Hubo, además de errores, algunos horrores. La condena a los homosexuales (una “desviación”, según Fidel) pertenece a los segundos, aunque fue corregida en los años noventa. Hubo fusilamientos, como mínimo, apresurados y escasamente justificados, como el del comandante Arnaldo Ochoa en 1989, “héroe de la República de Cuba” por su brillante hoja de servicios. Ochoa fue fusilado junto a otros tres militares en un juicio en el que nunca reconoció los cargos de narcotráfico que le imputaba el tribunal.

La revolución cubana pretendió extenderse a todo el continente. Del 3 al 14 de enero de 1966 se reunió la Primera Conferencia de Solidaridad de los Pueblos de Asia, África y América Latina en La Habana, conocida como la Tricontinental, que albergó fuerzas revolucionarias de 82 países. Defendía la lucha armada como el principal método para derrotar al imperialismo.

En 1967 se fundó la Organización Latinoamericana de Solidaridad (Olas) en un amplio encuentro en La Habana, que albergó a casi toda la izquierda de la región. En su discurso de clausura del 10 de agosto, Fidel criticó a los partidos comunistas: “Nadie se haga ilusiones de que conquistará el poder pacíficamente en ningún país de este continente, nadie se haga ilusiones; y el que pretenda decirles a las masas semejante cosa, las estará engañando miserablemente”.

En los meses y años siguientes se produjo un viraje profundo, tanto en la isla como en la región. En octubre de ese año cayó en combate el Che en Bolivia, y se palpaban los límites de la lucha armada. El fracaso de la cosecha de los 10 millones de toneladas llevó a la dirección cubana a acercarse a las posiciones “realistas” de la Unión Soviética. En 1970 Salvador Allende ganó las elecciones y se convirtió en el primer presidente marxista en llegar al gobierno por la vía electoral. Fidel fue el primer presidente extranjero en visitar a Allende en Chile, donde recorrió el país de norte a sur durante 24 días, en 1971.

LA SEGUNDA REVOLUCIÓN.

En la revolución cubana hubo un “algo” que marcó diferencias. En la década de 1990, luego de la caída de la Unión Soviética y la apertura del llamado “período especial”, Cuba estuvo al borde de abismo. El Pib cayó un 34 por ciento entre 1989 y 1992. La vida cotidiana naufragaba en la penuria, conseguir comida era un problema mayor y el futuro lucía oscuro. Cuba perdió el 80 por ciento de sus mercados, las fábricas y autobuses dejaron de funcionar por falta de petróleo (las importaciones cayeron al 25 por ciento), hubo apagones diarios de hasta 14 horas. Un verdadero colapso económico.

El bloqueo yanqui se hizo más duro y estrechó el cerco contra la isla. Cuba no tuvo acceso a financiación y tuvo restricciones para importar comida. El racionamiento fue muy estricto, pero igualitario; se estima que los cubanos perdieron nueve quilos de peso en promedio.

Pero el régimen se mantuvo y no lo hizo en base a la represión. En otros países de América Latina, crisis menos profundas barrieron una decena larga de gobiernos en la misma década. La prensa internacional anunciaba todos los días la “inminente caída del régimen cubano”. Lo que ocurrió fue una revolución agrícola o agroecológica sin precedentes en la región. Fue una segunda revolución, en un sentido muy distinto al soviético, de hondo contenido guevarista.

El pueblo cubano comenzó a cultivar alimentos donde pudo, sobre todo en terrenos baldíos en las ciudades, apelando a la iniciativa popular más que a directrices del poder. En poco tiempo Cuba dejó de lado la revolución verde que sobreutiliza combustibles fósiles, con miles de tractores e insumos importados desde la Urss, y se volcó a una agricultura de subsistencia, orgánica, en pequeña escala.

Fue la cooperación y la ayuda mutua lo que salvó la revolución. Médicos, ingenieros, músicos, se hicieron agricultores en las ciudades. La mitad de la provisión de frutas y verduras de La Habana provino de huertas urbanas, una cifra que trepó hasta el 80 por ciento en pequeñas ciudades y pueblos. Con el tiempo, la espontaneidad se convirtió en sistema productivo apoyado desde el Estado, que hoy ocupa a 140 mil personas.

Crearon biopesticidas y biofertilizantes que hoy se están exportando. El 40 por ciento de las granjas estatales fueron divididas en parcelas que son usufructuadas por particulares que obtienen la tierra en usufructo pero no en propiedad. Las que más producen son las granjas familiares, luego las cooperativas y por último las granjas estatales que siguen el modelo soviético. Granjas más pequeñas y cooperativas más autónomas mostraron niveles de productividad mayores que las estatales.

La descentralización no sólo alcanzó a la producción de alimentos, que sigue siendo insuficiente, sino a muchas otras porciones de la vida cubana, incluyendo las universidades y la salud. La producción de azúcar nunca volvió a los niveles de los años ochenta, pero las exportaciones se diversificaron, ocupando la industria farmacéutica un lugar destacado. Cuba es el primer país latinoamericano que está dando pasos para dejar atrás el extractivismo.

Fue una decisión política del pueblo cubano, de sobrevivir, de seguir adelante, de no rendirse. Fidel y la dirección tuvieron la virtud de captar las iniciativas espontáneas de su pueblo, de apoyarlas y sistematizarlas. Siguiendo los pasos de Lenin y de Mao, quienes no inventaron ni los soviets ni las comunas sino que las popularizaron, Fidel supo estar –en los momentos difíciles– a la altura de su pueblo.

Información adicional

Autor/a: Raúl Zibechi
País: Cuba
Región: El Caribe
Fuente: Brecha

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