La enseñanza de la filosofía exige un trabajo serio con los textos, leerlos, releerlos, comentarlos, encontrar sus contradicciones internas, evaluar la consistencia de los sistemas, su coherencia, en fin, exige una labor rigurosa con las fuentes. De paso, en esa labor exegética el estudiante aprende el método de trabajo y se acostumbra a practicar lo que el filósofo italiano Benedetto Croce llamó: “amor a la distinción penetrante”; o lo que es lo mismo, experticia en el trabajo de taller con los conceptos, las categorías y el análisis filosófico.
Ahora, si bien estas prácticas filosóficas son necesarias en el ámbito académico universitario, la filosofía no se puede reducir a la exégesis obsesiva de textos, al averroísmo o comentarismo de grandes obras, al vampirismo y regurgitación de contenidos filosóficos en salones, aulas o eventos filosóficos; a la repetición o a la defensa o custodia del legado de algunas de las tumbas más ilustres de la historia del pensamiento. No. La filosofía consiste en pensar el pensamiento, pero, ante todo, en pensar la realidad. Es el mundo el que siempre ha dado que pensar. Es en este sentido que me interesa el pensamiento de Antonio Gramsci.
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