El fútbol es el opio del pueblo. Tras esta sentencia seudomarxiana, aparentemente tajante, se esconden múltiples contradicciones. El fútbol, como el deporte en general, formaría parte de lo que Althusser denominaba “aparatos ideológicos del Estado”, reflejando los valores de la clase dominante (competitividad, individualismo, éxito a cualquier precio), y contribuyendo a asentar y extender su hegemonía en la vida diaria. Sin embargo, el carácter social de este deporte lo convierte también, con todos sus claroscuros, en un reflejo de valores alternativos (valoración de lo colectivo sobre lo individual, solidaridad, apoyo mutuo) y un instrumento, como el ocio, para la construcción de alternativas populares. Esta contradicción entre el carácter plebeyo del fútbol y su apropiación por las élites en el marco de una economía capitalista provoca numerosos equívocos entre la izquierda. Da pie a un cierto elitismo, muchas veces condescendiente, que desconfía del llamado deporte rey por su poder narcótico sobre las masas, por la masculinidad tradicional asociada a este deporte, por todo el obsceno negocio que mueve a su alrededor.
Sin embargo, alguien poco sospechoso de embrutecimiento intelectual como el propio Antonio Gramsci, en su artículo “El fútbol y el juego de la escoba” (1918) invitaba a los trabajadores a frecuentar los estadios frente a las tabernas y reivindicaba el fútbol como símbolo de modernidad frente a la degradación de los “juegos de cartas”. Contemplaba un partido de fútbol como emblema de la democracia porque se juega a cielo abierto y a los ojos del público, “el reino de la libertad humana al aire libre” (Gramsci, 2009).
Desde nuestro punto de vista, el fútbol es un campo de disputa, en el que la hegemonía de la clase dominante se puede ver cuestionada por los valores de las clases subalternas. Se trata, por tanto, de un ámbito más de la lucha de clases, y su desarrollo histórico responde a los avances y retrocesos en este proceso.
Orígenes y evolución del fútbol, un juego reapropiado por el neoliberalismo
El 4 de enero de 2017, los seguidores del Club Africano de Túnez desplegaron una pancarta en un partido contra el Paris Saint-Germain que rezaba: “Creado por el pobre, robado por el rico”. En pocas palabras se describía la trayectoria del deporte más popular del mundo.
Lo cierto es que el fútbol, en su origen, fue creado por las élites británicas, pero se vio rápidamente conquistado por las clases trabajadoras a la par que se arrancaba una conquista de la lucha, el fin de semana. Aparecía así como un espacio de ocio y sociabilidad de la clase obrera, “un juego de caballeros disputado por villanos”, como reza el célebre aforismo anglosajón. De hecho, el origen de muchos clubes tiene mucho que ver con la fábrica, como es el caso del Manchester United, fundado por ferroviarios, o el West Ham, por trabajadores del puerto de Londres.
El fútbol se transformó en una vía para salir del ambiente viciado de la fábrica, para trabajar en equipo e, incluso, para algunos trabajadores, en un medio para mejorar sus condiciones de vida. Todo ello bajo la mirada cada vez más despectiva de las clases dominantes, que observaban la identificación de la clase trabajadora inglesa con el fútbol en un marco social y político que simultáneamente encasillaba a la clase media en la práctica de otros deportes como el cricket, el rugby y el tenis. Estos orígenes y el debate sobre el falso amateurismo defendido por la aristocracia británica quedan bien reflejados en la serie de Netflix “Un juego de caballeros”.
A través de las relaciones comerciales tejidas por los ingleses, el fútbol se fue extendiendo por todo el mundo a finales del siglo XIX, convirtiéndose en un espacio de ocio con fuertes vínculos simbólicos y orgánicos con el movimiento obrero. Véase el caso de Argentinos Juniors, club porteño que procede del equipo Mártires de Chicago, fundado por obreros socialistas argentinos en homenaje a las víctimas de Haymarket.
A lo largo del siglo XX se crearon fuertes vínculos entre equipos de fútbol y ciudades o barrios obreros
De esta forma, a principios del siglo XX, el fútbol comenzó a formar parte esencial de la cultura obrera y asociativa, y de su tiempo de ocio, tanto en el césped como en las gradas. La clase obrera fue conquistando este espacio de manera paralela a la conquista de sus derechos, como el derecho al descanso dominical. El fútbol se convirtió así en el espacio de ocio y sociabilidad central de la clase obrera durante el fin de semana, una liturgia alternativa a la de las iglesias, estableciendo una comunión en las gradas.
Por eso las élites desconfiaron del fútbol, porque consideraron que un deporte que creían les pertenecía por derecho se transformaba en el deporte plebeyo de masas por excelencia. Debido a ese carácter plebeyo, el fútbol acabó convertido en algo más que goles y fueras de juego, devino un espacio de resistencias, de antirracismo, de anticolonialismo, de reivindicaciones de nación, de género y de clase. Un espacio de permanente disputa, tal como lo entendió el fascismo intentando instrumentalizarlo (véase el caso del Mundial organizado y ganado por la Italia de Mussolini en 1934). Un espacio complejo y contradictorio, de avances y retrocesos, tal y como le ocurrió al emergente fútbol femenino en el primer tercio del siglo XX en Francia y Gran Bretaña, que ante su éxito fue visto como una amenaza a los valores femeninos consagrados por la burguesía y, por tanto, se vio primero marginado y finalmente perseguido y desterrado.
A lo largo del siglo XX se crearon fuertes vínculos entre equipos de fútbol y ciudades o barrios obreros; la identificación con el club formaba parte de los imaginarios de esa cultura obrera, y esta identidad impregnaba de valores a la propia estructura del club. Por ejemplo, es muy conocido el caso del Liverpool, relatado por su exjugador Michael Robinson: “En el Liverpool está prohibido exteriorizar que tienes dinero. No puedes tener un coche opulento porque se entiende como una afrenta a la afición que trabaja duro para poder entrar en Anfield. A Robbie Fowler le hicieron devolver un Ferrari amarillo” 1/.
A finales del siglo XX, en paralelo con la contrarrevolución neoliberal de Thatcher y Reagan, las élites intentaron recuperar el fútbol como instrumento de control social, disciplinando el estadio, distanciando al aficionado, e imponiendo sus valores individualistas y mercantilistas a los equipos, convertidos en marcas que compiten en un mercado global. Los precios de las entradas se hicieron cada vez más caros (entre 1990 y 2008, el precio medio de una entrada de fútbol subió un 600% en Inglaterra). Los estadios, que antes eran centros de comunidad, acaban convertidos en centros comerciales que llevan el nombre de alguna multinacional de telefonía o aerolínea de Emiratos del Golfo. En su programa para el futuro del fútbol, la Federación de Fútbol afirmó que este debe atraer a “más consumidores pudientes de clase media” 2/.
El tránsito desde el fútbol como deporte popular al fútbol como negocio se ha visto acelerado en el siglo XXI. Ha habido una transformación, en paralelo con la derrota del movimiento obrero y la destrucción de las culturas obreras, en la que el deporte se ha convertido en un negocio y en un vehículo cultural neoliberal al servicio de la idea del éxito a cualquier precio. El peso de la afición en los clubes cada vez es menor, como bien dice Marcelo Bielsa, “el mundo del fútbol cada vez se parece más al empresario y menos al aficionado”.
El capitalismo, por tanto, capaz de convertir en mercancía cualquier aspecto de nuestras vidas, y por supuesto también la sociabilidad y el ocio, en su deriva neoliberal, se ha apropiado del mundo del fútbol con equipos que funcionan como multinacionales que cotizan en bolsa. Los jugadores se convierten en mercancías que generan millonarios ingresos por publicidad y cuantiosas comisiones a fondos de inversión que se hacen con sus derechos, utilizándolos como si fueran acciones en el mercado de valores. El arraigo del equipo con la comunidad deja de existir, solo cuenta el dinero, como muestran de forma descarnada los partidos sin público celebrados durante la pandemia. Uno de los ejemplos más grotescos de la aparición de clubes franquicia que funcionan como meras firmas comerciales es el del R.B. Leipzig alemán. La multinacional de bebidas Red Bull, que además posee otros cuatro equipos en Austria, Brasil, Ghana y EE UU, se hizo con el equipo local, el SSV Markranstädt, cambió su nombre por el de la empresa (Rasen Ballsport oficialmente, pero con las siglas R.B. de RedBull) y a golpe de talonario lo fue ascendiendo desde Quinta División hasta jugar la Champions League y alcanzar el subcampeonato de la Bundesliga. Eso sí, en cada partido como visitante tiene que soportar las iras de las aficiones rivales, que protestan contra este producto de marketing que representa todo lo contrario a transparencia, historia y participación de las aficiones.
La Superliga como expresión más cruda del fútbol negocio
Es en este contexto en el que surge la propuesta de Superliga, auspiciada por Florentino Pérez, presidente del Real Madrid y dueño de una de las mayores empresas constructoras del mundo, ACS, contando con el apoyo financiero del banco estadounidense J.P. Morgan. Inicialmente doce clubes de fútbol (Real Madrid, Barcelona, Atlético, Milán, Arsenal, Chelsea, Inter, Juve, Liverpool, Manchester City, Manchester United y Tottenham) lanzaron la idea, largamente acariciada, de crear una Superliga europea, un club exclusivo y elitista de quince equipos que se repartirían el pastel del negocio, en una nueva vuelta de tuerca en la mercantilización del fútbol y su alejamiento de las clases populares. Un fútbol de ricos y para ricos. Una propuesta vendida con un discurso que explicita de forma directa los valores del neoliberalismo hegemónico con estas palabras de Florentino Pérez: “Si los de arriba tenemos dinero, fluye hasta todos”.
Fueron realmente las aficiones las que hicieron descarrilar el proyecto la misma semana de su anuncio
La propuesta desató una oleada de indignación, con el antagonismo de las organizaciones que dirigen las ligas nacionales europeas, la UEFA y la propia FIFA, llegando a escandalizar incluso al ministro de Cultura del Reino Unido: “Si la Premier y la UEFA no actúan, lo haremos nosotros”, declaró. Contrasta con la respuesta tremendamente laxa que dio el Gobierno español, en boca de José Manuel Franco, presidente del Consejo Superior de Deportes: “Es prematuro pronunciarse, vamos a escuchar primero a todas las partes”. Pero ni gobiernos ni estamentos futbolísticos seudomafiosos, con sus amenazas, consiguieron enterrar la Superliga. Fueron realmente las aficiones las que hicieron descarrilar el proyecto la misma semana de su anuncio, especialmente las de Chelsea y Liverpool, que salieron a las calles haciendo presión para que sus clubes se retiraran de la Superliga. Se puso de manifiesto esa relación contradictoria y compleja entre clubes en manos de fondos de inversión estadounidenses (como el Liverpool) o de magnates del gas sionistas (como Roman Abramovich, dueño del Chelsea) y aficiones formadas por clases populares que no aceptan que les roben su equipo en nombre de intereses económicos. También es un reflejo de la capacidad movilizadora que aún tiene el fútbol, de su capacidad para generar identidades y repertorios de intervención política y social. De hecho, esta movilización del fútbol británico a raíz de la fracasada Superliga tuvo continuidad en la toma del estadio del Manchester United, Old Trafford, por parte de seguidores que pedían que los dueños estadounidenses, los Glezer, abandonaran el club y que este volviera a manos de sus socios.
Pero, en este caso, también debemos tener en cuenta las tensiones intracapitalistas que se dan en el marco del fútbol negocio, la lucha intestina por salvar beneficios amenazados, como reflejó de forma cruda el propio Florentino Pérez: “Hacemos esto para salvar el fútbol, que está en un momento crítico”. El órdago de la Superliga, fracasado de momento, forma parte de un conflicto entre élites financieras con vínculos políticos ante unos ingresos menguantes. Desde luego, estructuras clientelares y corruptas como la UEFA o la FIFA , con dirigentes procesados y encarcelados, no son ni mucho menos salvaguardas de la pureza del deporte rey frente a los doce clubes europeos que exigieron una parte mayor del pastel del fútbol negocio, sino responsables directas de su mercantilización.
Sin ir más lejos, la FIFA ha entregado la organización del Mundial de fútbol de 2022 a Qatar, un Estado de dudosas credenciales democráticas y nula tradición futbolística, a cambio seguramente de cuantiosos sobornos y comisiones. Además, según el diario The Guardian, en la construcción de los estadios para este evento han fallecido 6.500 trabajadores, todos ellos migrantes 3/. Podemos imaginar las condiciones en las que trabajaron, a más de 50 grados y sin ningún tipo de medida de seguridad. Los petrodólares se lavan con sangre.
Este ejemplo de degeneración del fútbol en manos de dirigentes para los que el calificativo de sátrapa se queda corto, resulta tan escandaloso que incluso un campeón del mundo con Alemania, como el jugador del Real Madrid Tony Kross, denunció las condiciones laborales en este país cuestionando la decisión de organizar un Mundial allí, y la federación noruega de fútbol propuso un boicot a la celebración de este Mundial. Sería interesante extender esta idea del boicot como denuncia de este modelo y lanzar una campaña de movilización entre clubes, jugadores y aficiones que visibilice la otra cara de este Mundial.
Alternativas: el fútbol popular, la democratización del fútbol y la construcción de comunidad frente al fútbol negocio
En este panorama de fútbol globalizado e hipemercantilizado, ¿es posible imaginar alternativas? Hay contraejemplos que ponen sobre la mesa que otro fútbol es posible. Los clubes de fútbol popular autogestionados están cobrando un cierto auge en el fútbol español en los últimos tiempos como alternativa al fútbol negocio. Estos clubes se definen por su carácter asambleario, horizontal y democrático, cada socio es un voto y se toman decisiones sobre todos los aspectos, desde los fichajes hasta los patrocinios. Un ejemplo práctico de cómo la democracia se puede extender a todas las relaciones sociales. También se caracterizan por su conexión con el territorio y las clases populares, ya que en muchos casos se trata de clubes de barrio que ayudan a construir comunidad y transmitir valores a través de iniciativas antirracistas, antihomófobas o solidarias.
Los ejemplos son múltiples y diversos: Ceares, Unionistas, Ourense, Orihuela, Independiente de Vallecas, Ciudad de Murcia, Xerez, Rosal de Oviedo. Todos tienen en común que representan un deporte desde abajo frente al deporte mercantilizado, son propiedad de sus socios, no de constructoras, bancos o inmobiliarias. Es cierto que su número es pequeño, que son experiencias incipientes y que está por ver si el modelo se puede mantener con el ascenso a categorías superiores, pero el movimiento que se genera en torno a estos equipos, con una importante capacidad de arrastre a nivel local, con miles de socios y aficionados, con la capacidad de tejer redes, marcan el camino hacia un modelo alternativo de fútbol, máxime teniendo en cuenta que algunos de ellos surgen de las ruinas de históricos arruinados por seguir el modelo del fútbol negocio. Podrían jugar un papel similar al de la llamada economía social, como es el caso de las cooperativas, lo que muestra sus posibilidades pero también sus límites en el marco de una economía capitalista. En cualquier caso, contribuyen a generar la conciencia de que otro fútbol es posible, lo cual no es poco.
También nos genera optimismo mirar hacia América Latina, donde el fútbol es casi más que una religión, que puede actuar como un factor de movilización e irrupción de masas en procesos constituyentes o incluso como contrapoder. Es el caso de Chile, en cuyas revueltas de 2019 fue destacado el papel que jugaron las aficiones del Colo Colo (con un importante grupo de mujeres organizadas) o Universidad de Chile. En el proceso que llevó a la elección de una Convención Constitucional participaron colectivos de aficionados organizando asambleas en las que se discutía desde el cambio de modelo de gestión de los clubes hasta un nuevo modelo político y social para el país. Mientras escribo estas líneas, plataformas de aficionados de los distintos clubes de Colombia participan en la primera línea de la revuelta contra la reforma tributaria del gobierno oligárquico de Iván Duque.
El fútbol actúa como vector de movilización, como tuvimos ocasión de comprobar durante la Primavera Árabe de 2011. Los ultras de clubes de fútbol egipcios como el Al Ahly estuvieron a pie de calle en las luchas que derribaron a Mubarak. El régimen nunca se lo perdonó y, en 2012, 72 de ellos fueron masacrados en el estadio de PortSaid. Las revueltas contra Erdogan del Parque Gezi consiguieron algo inédito, hermanar a las aficiones rivales de los tres grandes clubes de Estambul en la reivindicación de democracia: Fenerbahce, Galatasaray y Besiktas. Este mismo año, los jugadores de la selección de Myanmar participaron en las manifestaciones contra el golpe de Estado, llevando balones incluso, y decidieron renunciar a jugar en el combinado nacional mientras siga en el poder la Junta Militar: “Solo jugaremos en la calle mientras no consigamos la democracia” 4/.
El fútbol a pie de calle nos enseña el poder de este deporte. En los descampados de Senegal o en las playas de Brasil se desarrollan campeonatos alternativos de un fútbol desde abajo que llegan a tener más popularidad y a congregar más seguidores que las competiciones oficiales. Un ejemplo de que bajo la superficie, subterráneamente a ese fútbol mainstream de Superligas, FIFAs y UEFAs, el fútbol mantiene ese carácter esencial de disfrute, de elaboración colectiva y descaro plebeyo que nos remite a sus orígenes y que a pesar de la capacidad depredadora del capital, no nos podrán robar.
Que el fútbol moderno, o al menos la parte más visible y superficial de este fenómeno, está al servicio de las élites y del mantenimiento del statu quo es algo innegable. Pero también lo es que este deporte es un poderoso altavoz para las luchas de las clases populares que –y los diversos espacios, costumbres e instituciones que lo conforman– nos brindan múltiples oportunidades para la construcción de alternativas comunitaristas o para el ensayo de prácticas culturales contrahegemónicas. El deporte es un campo de disputa. Las canchas, trincheras desde las que imaginar y luchar por otro mundo posible.
19 agosto 2021 | VientoSur nº 176,
Xaquín Pastoriza es historiador y miembro del Consejo Asesor de viento sur
Notas
1/“La leyenda del Liverpool contada por Michael Robinson” en Mundo Deportivo, 29/04/2019.
2/Jason Cowley, “The Last Game: Love, Deathand Football”, Londres, 2009. Citado en Chavs, Owen Jones.
3/“Revealed: 6,500 migrant workers have died in Qatar since World Cupawarded”, en The Guardian, 23/02/2021
Referencias
Colectivo Lucha de Pases, “Trincheras en la cancha”, artículo en El Salto, enero de 2018.
Correia, Michael (2019) Una Historia popular del fútbol. Asturies: Hoja de Lata.
Fernández, Brais y Pastoriza, Xaquín, “La Superliga europea o cómo el capitalismo sigue robándonos el fútbol”, disponible en: https://vientosur.info/la-superliga-europea-o-como-el-capitalismo-sigue-robandonos-el-futbol/.
Gramsci, Antonio (2009) Bajo la Mole: fragmentos de civilización. Madrid: Sequitur.
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