Los vencidos no escriben nunca la historia, se ha repetido mil y una veces. Pero es porque tienen una preocupación aún más fundamental: mantenerse vivos, al costo que sea; incluso al costo del olvido, del anonimato, del silencio.
En dos ocasiones distintas sostiene A. Camus la misma idea: el único problema filosófico es el suicidio. Primero, en boca de Marta, el personaje de Le Malentendu (El malentendido), y luego también en Le mythe de Sisyphe (El mito de Sísifo). Si Dios no existe, debatía Camus con Sartre, si hemos de perder por tanto todas las esperanzas, la vida no vale la pena: ¿para qué entonces vivir?
Los vencidos lo han perdido todo. Les han robado, literalmente, la historia, algo sobre lo cual un historiador ha puesto el dedo (J. Goody, The Theft of History). Les han robado la memoria, o se las han quemado y destruido de mil maneras. Tan sólo les quedan sus recuerdos personales, con esa tragedia humana de acuerdo con lo cual, al parecer, lo último que ha sucedido es lo que marca a la memoria.
Los vencidos han perdido la tierra y el sentido del hábitat. Su casa pervive tan sólo en sus corazones o en su mente, en el mejor de los casos. Posesiones les quedan pocas, pues en la tragedia de la derrota han ido reconociendo a punta de golpes que las cosas se pierden, vienen y van, y que la familia, los amigos y la propia vida es lo único verdaderamente importante.
Los que han sido derrotados han debido huir, cuando han logrado sobrevivir, de alguna manera, pues la mayoría ha perecido, muertos de mil formas. Ya cuando la depresión es fuerte no brotan las lágrimas, han diagnosticado psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas. De modo que muchas veces ni siquiera pueden llorar las pérdidas y el abandono.
Los derrotados no guardan registros y algunos vestigios han sido enterrados o resguardados esperando a que el tiempo haga algo bueno con ellos. Retroceden, si puede decirse, de las evidencias a la memoria hablada, y con ella, al canto, al mito, al relato, como en los tiempos anteriores a la Edad de Hierro, cuando prevalecía la cultura oral.
Incluso así, en muchas ocasiones, el silencio se impone, pues los vencedores han inoculado oídos hasta en las paredes, y todo lo escuchan y lo que no, lo pueden inventar con cualquier propósito, pues priman la fuerza y las leyes impuestas por las armas y tantos otros medios. Hay momentos en la vida en que el dolor es tan profundo que ni siquiera la palabra, sanadora ancestral por excelencia, puede pronunciarse por el mundo a los cuatro vientos. La palabra es silenciada por temor a la escucha y la delación.
Los vencidos no escriben nunca la historia, se ha repetido mil y una veces. Pero es porque tienen una preocupación aún más fundamental: mantenerse vivos, al costo que sea; incluso al costo del olvido, del anonimato, del silencio. Al fin y al cabo no existe sobre la faz de la tierra ningún premio mayor que el de estar vivos. Y eso cuando la existencia no nos derrota y caemos en el colapso.
El suicidio, decía Camus, sencillamente, es la única opción que queda cuando la vida colapsa por completo. Una de las demostraciones no teológicas de la existencia de algún Dios es que, afortunadamente, la mayoría de las veces la gente logra arreglárselas, como puede. Con todo y que el suicidio, no cabe dudarlo, no es simple y llanamente una experiencia personal; cada vez más es una experiencia social y cultural.
Los vencidos tenían ilusiones y esperanzas, proyectos y sueños, compromisos y aventuras que los lanzaban hacia el futuro. Un futuro que, por definición, jamás existe, pues se construye a cada paso. Los vencidos fueron gente que hizo todas las apuestas a un juego que colapsó abruptamente, en esas historia de los quiebres, que sucede siempre demasiado aprisa. Construimos tan lentamente la existencia, pero se derrumba de pronto tan rápidamente.
Los vencidos terminan, los que sobreviven, por asimilarse a los nuevos tiempos, espacios y culturas, y su mejor escondite es el anonimato. El derrotado se camufla entre la gente común–y–corriente y aprende, de forma veloz, a ser como todos, como nadie.
Ya no les queda ni la ira ni la venganza, y si algo de odio queda, se consume internamente, en esos dolores indescriptibles que son el haberlo perdido todo. Los derrotados conocen los más profundos de todos los dolores: haber perdido a los propios, haber perdido a los más cercanos, haber perdido incluso a aquellos que les eran indiferentes, pero que eran, al cabo, como ellos.
No hay crimen más oprobioso que incluso prohibirles a los vencidos hablar de sus penas y compartirlas con quienes quieran escucharlos. Que siempre, incluso en el pero de todas las circunstancias, algo de dignidad queda, y ellos prefieren guardarse sus propios dolores como con experiencias sagradas, de las verdaderas, esas que son muy pocas.
Los vencidos no escriben la historia, porque la historia vencedora no es la suya. Es un artificio impuesto, y que las generaciones posteriores creen que es la verdadera. Los vencidos podrían llegar a escribir la historia, la suya propia, si no es porque la derrota misma muchas veces no se entiende, no es posible entender las derrotas. Pues las derrotas no son fenómenos mentales o racionales, sino anteriores al concepto y la palabra.
Apostilla: Leo de A, Doerr, una extraordinaria novela: “All the Light We Cannot See”. Una historia que se teje en tiempos paralelos y alternos entre Marie–Laure (Francia) y Werner (Alemania), durante la Segunda Guerra Mundial. Un himno a la buena literatura, pero un profundo dolor en el alma. Hay que leerla.
Leave a Reply