El capitalismo de plataformas produce una estructura social basada en la serialización, que privatiza el vínculo social y separa a los individuos para convertirlos en masas, despojarlos de la atención, capturar sus datos y manipular su conducta. De esa manera, somete a las personas a la soledad y anula el espacio de encuentro que hace posible la política.
En tiempos de la pandemia con frecuencia se confundía la distancia física, necesaria para evitar la propagación del contagio viral, con la distancia social. Paradójicamente, hoy nos enfrentamos a un mundo en que la cercanía física no se traduce en cercanía social.
En 2020, el acceso a Internet permitió mantener las relaciones sociales, en el terreno personal, la educación, el trabajo y el ocio, disminuyendo el riesgo de enfermar. Hoy, por el contrario, la conexión virtual tiende a aislar las personas. En un capitalismo basado en la captura de la atención, siempre habrá alguna actividad online más urgente, divertida, entretenida o interesante, que el encuentro presencial con el otro, sin su inevitable negatividad y los costos que acarrea.
Compartir con extraños, una conquista de la civilización que implicó la invención de la civilidad –normas, valores y prácticas que hacen posible la interacción entre desconocidos sin ocasionar daño– es cada vez más difícil, especialmente entre las generaciones de “nativos digitales”. En los espacios que hacen necesaria la cercanía entre extraños, la tensión resultante no conduce a la interacción sino al refugio individual en el Smartphone, y no siempre para el intercambio virtual con otra persona.
En su Crítica de la razón dialéctica, Sartre formuló el concepto de serialidad para designar un fenómeno de alienación en el cual los seres humanos, aunque conectados, no están juntos, no forman una colectividad. Aquello que los conecta, e induce en ellos conductas iterativas y predecibles, es la estructura social. Su ejemplo arquetípico es la fila para acceder a algún servicio. Allí un conjunto de individuos coincide en el mismo objetivo, pero cada uno es un obstáculo para el otro.
La sociedad actual está constituida por infinitas filas de esa naturaleza, en donde la libertad individual se confunde con el acto de consumo y cuya administración es predominantemente informática. La serialización contemporánea es resultado de la privatización del vínculo social, la manipulación de las conductas y la masificación en que descansa el capitalismo basado en el despojo de la atención.
La privatización del vínculo social
El capitalismo de las plataformas ha acabado con las potencialidades democratizadoras que inicialmente se atribuyeron a Internet, tanto en la comunicación como en el comercio. La comunicación horizontal y los intercambios entre “prosumidores”, que hace dos décadas se ofrecían como el inevitable y promisorio futuro, hoy se revelan como quimeras legitimadoras de un orden social basado en la apropiación privada de los datos.
Las plataformas de comunicación y comercio no son espacios de intermediación. Su negocio no es la captación y administración de datos ni la vigilancia. Aunque ciertos teóricos insistan en ese punto, como un reflejo tardío del fetichismo de la mercancía, la información por sí misma no implica valor y no debería ser confundida con una materia prima. Los datos son creados por las acciones de las personas, que los conservan en sus mentes, con el fin de orientarse en la vida, antes de que les sean despojados. Por consiguiente, el valor es creado previamente por quienes producen la información, aunque solo las plataformas disponen de los medios para captarla y procesarla a gran escala.
El despojo y la administración de la información son medios para extraer todo el valor que sea posible en donde este se produce, esto es, de las interacciones entre personas. Cada interacción entre “usuarios”, con independencia de si se trata del intercambio entre familiares, amigos, compradores y vendedores, o sujetos políticos, alimenta en forma de datos los negocios privados de un puñado de grandes empresas tecnológicas. Como ha demostrado ampliamente Shoshana Zuboff (La era del capitalismo de la vigilancia), la información que recopilan es usada para moldear la conducta y retroalimentar el sistema. Por lo tanto, el negocio real de las grandes plataformas es la privatización del vínculo social mismo.
Hace una década Jeremy Rifkin (La era del acceso) vislumbró que las ganancias de los conglomerados a la vanguardia del capitalismo contemporáneo no provienen de la producción de objetos, actividad que previamente encumbró a los fabricantes de automóviles y a los petroleros en el vértice de la pirámide, sino del control del acceso a los mercados. A decir verdad, en una economía en la que todo el tiempo vital y todas las relaciones sociales se han convertido en productoras de valor, el control del acceso significa el control de la relación con el otro. Es con este fin que las plataformas se apropian los datos de todo el mundo.
Los datos despojados, con o sin autorización de las personas, se usan para reconstruir historias digitales individuales y colectivas a fin de programar y alimentar los algoritmos que, a su turno, permiten dirigir la publicidad, ejercer control y manipular la conducta. Enormes cantidades de datos hacen necesaria una administración centralizada y un control de la comunicación mucho mayor que el ejercido mediante la televisión o la radio. Esos medios solo controlaban la emisión. Sus espectadores podían resignificar los mensajes en función de lo que Jesús Martín-Barbero denominó la “matriz cultural”, el conjunto de mediaciones simbólicas en que se desenvolvían.
En cambio, las plataformas controlan todos los flujos de información, lo que en una sociedad digitalizada comprende una buena parte de las relaciones sociales. Aún más, dado que se trata de información cuantitativa en grandes cantidades y que circula a gran velocidad, las personas quedan sin posibilidad de dotarla de significado para convertirla en conocimiento, como hacían con los mensajes televisivos o radiales. Solo las grandes empresas tecnológicas disponen de los medios para convertir los datos en conocimiento y solo ellas se benefician de ese enorme poder.
El triunfo del conductismo
La competencia por la atención parece ser inherente a la sociedad capitalista. La publicidad y la propaganda, incluidas las técnicas digitales contemporáneas, se forjaron en el conductismo, paradigma hegemónico en la psicología del norte global. Pero ya no se trata de atraer los consumidores a una mercancía sino de mantenerlos la mayor cantidad de tiempo posible “conectados” para posibilitar el despojo de los datos.
Tal conexión se garantiza cuando los “usuarios” invierten su tiempo en las redes sociales virtuales, pero también por cuenta de la digitalización de los servicios de todo tipo –en los que el consumidor deja sus datos– y, cada vez más, mediante artefactos dotados de dispositivos inteligentes conectados a la Web. El llamado “Internet de las cosas” poco a poco coloniza todos los ambientes humanos empezando por el propio cuerpo, con las “tecnologías ponibles”, para monitorear todo el tiempo cada una de las acciones de sus “usuarios” y capturar sus datos, desde los signos vitales y la orientación de la mirada hasta la voz.
Como sostiene Marta Peirano (El enemigo conoce el sistema), el mecanismo fundamental para capturar la atención es el condicionamiento a intervalo variable de B. F. Skinner. Los dispositivos que lo adoptan mantienen la atención gracias a la expectativa que crean las recompensas en lapsos cortos. En una sociedad en que los individuos difícilmente pueden hacer planes vitales para obtener logros en el largo plazo, es comprensible que tales artilugios generen adicción.
El mecanismo tiene una parte visible para el “usuario” y otra oculta, formada por los algoritmos. En las redes sociales, la gratificación puede ser un “me gusta”, un nuevo seguidor, un “repost”, etc. Su función es generar una descarga de dopamina o una frustración en forma de castigo en el “usuario” e inducir un comportamiento compulsivo. En el comercio la recompensa, generalmente orientada a “fidelizar” el consumidor con una marca o una plataforma, es lo que se ofrece como descuento en el precio de un producto o como un trato preferencial.
Los algoritmos que retroalimentan el sistema están orientados, en términos generales, a la manipulación emocional. En las redes sociales se explotan emociones asociadas al sexo, el amor, el odio, la indignación. Con base en la historia digital del “usuario”, la plataforma dirige a los individuos cierta información, capaz de suscitar una reacción emocional, y los aparta de otra, a fin de mantener su atención. Así mismo, las mercancías se asocian con determinados valores e identidades colectivas, de manera que su consumo tenga motivaciones emocionales.
La manipulación emocional es posible porque, aunque las personas no lo deseen, al usar tecnologías digitales terminan revelando parte de su personalidad. En su obra, Zuboff ofrece varios ejemplos de técnicas conductistas implementadas por las plataformas para determinar la estructura de la personalidad. Desde perspectivas ajenas al conductismo, basadas más en procedimientos hermenéuticos que en la observación empírica, resulta exagerado decir que los “capitalistas de la vigilancia” puedan conocer hasta el inconsciente de los “usuarios”. No obstante, la proporción de la personalidad que puedan conocer es suficiente para moldear la conducta individual y colectiva hasta el punto de hacerla rentable.
El eterno retorno de las masas
El capitalismo de plataformas opera mediante dos lógicas aparentemente contradictorias de individualización y masificación. Las reformas neoliberales crearon un entramado institucional e ideológico que hace responsable al individuo de todos los problemas que lo aquejan. El sufrimiento se explica por su supuesta incapacidad para “emprender” y conseguir el “éxito”, un ideal de vida basado en las promesas que legitiman el capitalismo pero que él mismo impide realizar. En la feroz competencia por lograrlo, las personas terminan condenadas a una reinvención permanente de sí mismas necesaria para adaptarse a la precariedad.
Cuestiones sociales y económicas estructurales, cuya resolución reclama una gestión colectiva, son así descargadas sobre los individuos, que además se han quedado sin ningún tipo de seguridad social y, muchas veces, de soporte afectivo. Los viejos vínculos “sólidos” de la familia o del trabajo se han erosionado irremediablemente, los individuos buscan crear lazos y obtener reconocimiento social. Las plataformas de la comunicación aprovechan esa precariedad, incentivando la exposición individual.
Sus “usuarios” se convierten en gestores de su propia marca y vendedores de su imagen, en la medida en que “reinventar” la identidad individual se confunde actualmente con transformar la apariencia. Por eso, no siempre se exponen “tal como son”, como quisieran los conductistas, sino más bien como desearían ser, acoplándose a la imagen ideológica del individuo exitoso en todos los campos vitales. Así, lejos de permitir la expresión de las personas en su particularidad, el individualismo en que se basan dichas plataformas termina siendo homogeneizante. El individuo no expresa necesariamente su singularidad, sino que, por el contrario, siempre usa un “filtro”. De esa manera se convierte en una suerte de clon social, haciéndose parte de una masa.
Ese proceso de masificación es completado por los algoritmos que administran los flujos de información en las plataformas. Como es bien sabido, los algoritmos trabajan a partir de regularidades estadísticas que encierran a los individuos en categorías colectivas, funcionales a la extracción de datos, al control, la vigilancia y la publicidad dirigida. De ahí la “injusticia algorítmica” en que pueden incurrir cuando los criterios de su programación o evolución terminan discriminando individuos de categorías en que deberían estar incluidos.
Tales categorías, conocidas como “burbujas” o “cámaras de eco” en las redes sociales, adoptan una lógica de funcionamiento de masas. La masa es un agregado amorfo que, a diferencia de la comunidad o de la colectividad, no está formada por individuos en estricto sentido y debe su existencia a una fuerza heterónoma. En rigor, la masa es incapaz de actuar. De acuerdo con teóricos como Gustave Le Bon, es conducida en virtud de la sugestión, la manipulación o el contagio, mecanismos que la digitalización ha perfeccionado con su inusitado poder para manipular las emociones. Así, el capitalismo de plataformas no solo despoja a los individuos de sus datos sino también de su capacidad de agencia.
En las plataformas de comercio la lógica de masas no es sustancialmente distinta. Los datos despojados se utilizan para hacer publicidad personalizada. Hoy en día las plataformas pugnan por personalizar hasta los precios, a despecho de la transparencia y la eficiencia que, según los libertarianos en boga, caracteriza al “libre” mercado. Pero el volumen de la información hace que necesariamente los individuos sean comprendidos dentro de agregados mayores, a partir de los cuales se trata de predecir e inducir determinadas conductas, tanto de consumo como de naturaleza política.
La soledad conectada
La estructura social subyacente al capitalismo de plataformas serializa a la sociedad contemporánea. Aísla a los individuos y los subsume en masas, como condición para despojarlos de su atención y de sus datos, necesarios para manipular su conducta. Mientras el sujeto es reducido a un “usuario”, el vínculo social tiende a restringirse a la “conexión”, es decir, al entramado de relaciones sociales determinado por las grandes empresas tecnológicas y dirigido a la obtención de ganancias privadas.
El resultado es un tipo paradójico de soledad, palpable en el terreno del ocio. Lo que anteriormente era un tiempo de encuentro, consigo mismo y con el otro, ha sido copado por actividades de consumo individual que privan de la soledad –anteriormente dedicada al cultivo de sí– y, no obstante, impiden el disfrute de la compañía humana, incluso cuando se realizan con otros. Uno de sus arquetipos probablemente sea el visado de series por streaming, en un arrojo compulsivo inducido por el “modelo de negocio” (cuya etimología es, precisamente, “negación del ocio”) que rara vez deja tiempo para procesar la complejidad de sus tramas narrativas y significados para convertirlos en alimento espiritual.
En La condición humana, Hannah Arendt sostiene que la masificación destruye el “mundo común”, el espacio de encuentro entre la pluralidad de seres humanos en donde es posible la acción política. Si aceptamos su interpretación, la lucha contra la soledad conectada, la reapropiación de los vínculos sociales, es hoy una condición necesaria para emprender todas las demás luchas políticas.
* Profesor Universidad Nacional.
Suscríbase
https://libreria.desdeabajo.info/index.php?route=product/product&product_id=179&search=susc
Leave a Reply