La denominación “Ensayo General” le fue atribuida al levantamiento ruso de 1905 por parte de algunos de los protagonistas de aquel periodo revolucionario cuyo punto culminante fue Octubre de 1917. Y, en efecto, aquel suministró los ingredientes principales de éste: huelga general, insurrección y, especialmente, Consejos Obreros (Soviets). Sin embargo, la idea de “ensayo”, que parece un acto de voluntad por parte de un actor, se presta a un gran equívoco. Todo sucede como si tal actor, omnisciente y poderoso, pudiera jugar con la historia mediante un ejercicio de prueba y error. Lo peor es que ese actor pretende haber existido: el Partido. En esa medida aquellos que hemos denominado protagonistas se convierten en artífices de los acontecimientos históricos, en titiriteros de los sujetos sociales.
Nada más equivocado, los autores de la denominación se referían, en sentido figurado, a la Historia o, cuando más, a la clase obrera, considerada como el sujeto social de la revolución, en el entendido, claro está, de que este sujeto se construye y se reconstruye permanentemente. Es el propio proceso el que produce, mediante sucesivas diferenciaciones, dentro de los conjuntos sociales, los activistas, los dirigentes, las corrientes ideológicas, las diversas formas organizativas que se decantan. Dicho de otra manera: los partidos deben ser, a su vez, explicados históricamente. Y es un efecto del conjunto de la sociedad en todas sus dimensiones, tanto económicas como sociales, tanto políticas como culturales. Justamente es uno de los rasgos más asombrosos y maravillosos de un periodo revolucionario.
I
El Imperio Ruso de principios del Siglo XX, con sus contradicciones y paradojas, nos ofrece una contundente demostración. Nada de lo ocurrido se podría explicar si no tuviéramos en cuenta, entre otros elementos históricos, sus alcances en el campo de la cultura cuyas contribuciones sobra recordar; la formación de una notable capa de intelectuales obligada a permanecer por largos períodos en el exilio, en las fértiles y agitadas capitales europeas; el trauma de las guerras frecuentes que colocaba en el primer plano de la sociedad un enorme ejército; la incesante insubordinación de las múltiples nacionalidades oprimidas, y, en fin, la resistencia sorda y no pocas veces violenta de campesinos y obreros sometidos a una inmisericorde explotación.
Los diversos elementos se alternan y se combinan en diversas proporciones, se fusionan o se diferencian, especialmente en esos periodos vertiginosos de revolución. Para colmo de las paradojas, en 1905 se pone de presente un componente religioso: es un cura, el pope Gapón, quien promueve la gran manifestación para llevar al Zar una simple súplica confiada que fue respondida de manera violenta en lo que se conoció como el Domingo sangriento de San Petersburgo. Era él quien había promovido la primera y más amplia organización “legal” –sociedad de obreros de talleres y fábricas– en un momento en que todas eran prohibidas. No gratuitamente, algunos han señalado que uno de los principales logros de aquella revolución fue precisamente la pérdida definitiva del respeto y la confianza en el Zar a quien el pueblo con sentimiento religioso consideraba su “padrecito”.
Este acontecimiento decisivo puso a prueba todo lo que había de manifestaciones y núcleos revolucionarios que se activaron una vez puesta en marcha la confrontación y hasta su derrota definitiva en diciembre de 1905. Y no eran pocos, aunque puede decirse que su fortalecimiento, tanto organizativo –con centenares de nuevos activistas hasta entonces sin partido– como en su presencia pública e influencia, fue un resultado del propio levantamiento. Ya se encontraban, el Partido Socialista Revolucionario, el Partido Obrero Socialdemócrata y diversos grupos anarquistas1, pero no fue por su iniciativa que se gestó esta revolución. El primero, sin duda el más amplio, tenía, sin embargo, su mayor implantación en el campesinado, de acuerdo con la tradición rusa de los grupos de intelectuales que miraban hacia el mundo rural como fuente original de la redención social. En eso se diferenciaban los socialdemócratas cuyo objetivo explícito era el proletariado. Hay que tener en cuenta, además, que, hundiendo sus raíces en el populismo de finales del siglo XIX, la mayoría de todos estos núcleos desarrollaban en el territorio ruso, obligados en cierta forma por las circunstancias, una práctica conspirativa, y algunos no renunciaban al terrorismo y al atentado personal.
II
La utilización del término “núcleos” y no Partidos, no es gratuita, corresponde a la realidad organizativa. Y cabe aquí resaltar un rasgo fundamental de la experiencia rusa, el desarrollo organizativo en dos planos geográficos: el de la emigración y el clandestino del territorio ruso; no siempre en armonía. Los Partidos acababan de formarse, a instancias, principalmente, de los grupos en el exilio: el Social Revolucionario en 1901 y el Posdr en su segundo congreso de 1903 (el primero en 1898 había sido prácticamente simbólico). Justamente, el principal problema abordado en dicho Congreso (Lenin: “¿Qué Hacer?”) era la resistencia de la multiplicidad de núcleos socialdemócratas existente en Rusia a conformarse como un movimiento nacional integrado. Al desatarse el proceso revolucionario ya se había producido, por lo tanto, la escisión en bolcheviques y mencheviques, sin embargo, a la mayoría de los socialdemócratas revolucionarios los tenía sin cuidado; todos aspiraban, en su fuero interno, a la conservación de la unidad, sentimiento que se mantuvo hasta muchos años después. Cuando Trotski, que había entrado clandestinamente a Rusia en marzo de 1905, fue nombrado Presidente del primer Soviet de Petersburgo, era en la práctica un socialdemócrata independiente; en 1917 sería acogido por el “Comité Interdistrital de San Petersburgo” (ni bolchevique ni menchevique) presidido por Riazánov el futuro Director del Instituto Marx-Engels de Moscú2. En todo caso, la participación del conjunto de los revolucionarios fue notable. Muchos son los nombres que se podrían mencionar, por ejemplo Krasin que dirigía la estructura en Kíev, el eje de la organización clandestina del Posdr, o Uritsky quien sería después uno de los organizadores de la insurrección de octubre. Y otros, incluidos social revolucionarios, mencheviques, y anarquistas3. Muchos olvidados a pesar del papel destacado que jugaron en su momento.
III
El período que va de 1907 a 1914, que algunos denominan de la pausa o del receso, en realidad se puede subdividir en dos fases superpuestas y contrapuestas. En la primera continúa la represión más despiadada; a los asesinatos y ejecuciones se suman las deportaciones y el exilio. La vanguardia revolucionaria es diezmada. En Rusia prosiguen las labores en las condiciones de la más estricta clandestinidad las cuales impedían generalmente las consultas con la organización de los emigrados establecida en Europa. La acción directa militar vuelve a florecer; incluso en contra de las orientaciones de la dirección. Los socialistas revolucionarios forman la Organización de Combate; entre los socialdemócratas, los grupos de choque bolcheviques, especialmente en el Cáucaso donde encontramos por primera vez al poco conocido y sombrío Josef Dzhugasvili, el futuro Stalin. Pero en la segunda fase renacen y se fortalecen las organizaciones. Ingresa una nueva generación de revolucionarios tanto en Rusia como en la emigración, que se suman a los veteranos como Lenin en el Posdr y Chernov en el Partido Socialrevolucionario. Algunos nombres conocidos como Zinoviev, Kamenev y Bujarin y otros menos como Bogdanov, Radin, Sverchkov, Zlydianov y Volodarsky. Y vale la pena resaltar la figura eminente de la socialrevolucionaria María Spiridonova reconocida unánimemente en su momento. Provienen de diferentes clases y grupos sociales. Aquí debe subrayarse una vez más la contribución de soldados y marinos rebeldes, como rasgo específico de la revolución rusa. Antonov-Ovseienko, uno de los insubordinados de 1905, tendría después el comando de la insurrección de Octubre al frente de los Guardias Rojos.
Todos resultan involucrados en los grandes debates internacionales propiciados por la primera Guerra Mundial y por supuesto en la angustiosa y terrible situación producida por la misma dentro de la sociedad rusa. Es esta élite, que se entremezcla con miles y miles de activistas, con diversos grados de formación política, de compromiso y de actividad cotidiana, la que se encuentra al inicio de la crisis revolucionaria de 1917. Y fue esta coyuntura la que propició tanto el crecimiento de las organizaciones como la profundización de las divisiones. No obstante, como ya se dijo en una entrega anterior de esta serie4, la revolución de febrero se produjo sin que la hubieran previsto y mucho menos organizado los diferentes Partidos. Luego, en posteriores entregas, nos referiremos con algún detalle al desarrollo de los acontecimientos hasta su punto culminante. Por el momento, bástenos saber que en el breve pero intenso periodo que va hasta octubre es cuando se producen los cambios subjetivos más importantes.
Dos nuevos rasgos de la situación deberían añadirse. En primer lugar, el retorno de los emigrados. Entre ellos, Lenin en Abril, en una operación (el vagón “precintado”) que fue tan famosa como desgraciada por ser fuente de calumnias, y Trotski, en mayo. Atrás habían quedado las minucias doctrinarias del exilio. Así como los valiosos predecesores: Plejanov, Axelrod y la legendaria Vera Zasúlich. Se mantuvieron, aunque bajo una nueva luz, Mártov y Potrésov. La discusión se daba ahora con la referencia de la acción.
En segundo lugar, la reaparición de las agrupaciones anarquistas, que habían sido bastante golpeadas durante la represión y se habían extendido principalmente entre los campesinos. Estas agrupaciones fueron fundamentales tanto en las acciones como en la profundización del debate político, primero al lado de los Bolcheviques (y los socialrevolucionarios maximalistas) a propósito del carácter anti-burgués de la revolución, y luego en contra suya en la definición de la naturaleza del poder a construir. Se pueden recordar nombres como los de Gastev y Goltsman en el sindicato panruso del metal pero, sobre todo, en el movimiento de los comités de fábrica (Fabzabkoms) los de Maksímov, Petrovsky y Shatov. También Arshinov y Rybin, para no mencionar a Volin, antes citado. Fue el marinero anarquista Zhelezniakov quien tuvo a su cargo la disolución de la Asamblea Constituyente5.
IV
El punto clave y referente indiscutido de las definiciones y los deslindes era, en efecto, el Consejo Obrero. La consigna propugnada por Lenin era “Todo el poder a los Soviets” y el partido Bolchevique era consecuente con ella, a pesar de que en un principio era absoluta minoría, correspondiendo la mayoría, de manera abrumadora, a los social-revolucionarios y los mencheviques. Estos reflejaban, ciertamente, el estado de ánimo y de conciencia de los sectores populares; pero la composición va cambiando a medida que se desenvuelve la confrontación de las fuerzas. A pesar de la insistencia de esa mayoría (a partir de cierto momento, también en el Gobierno Provisional, con Kerensky) en el sentido de que el poder le correspondía por derecho propio a la burguesía, lo cierto es que esta clase carecía por completo de capacidad política y en la realidad se presentaba una dualidad de poder. A medida que se va revelando la auténtica realidad, emerge la subjetividad obrera y van tomando fuerza quienes tienen la mayor claridad y la mayor capacidad para tomar decisiones. Entre tanto, urgidos de definiciones acordes con la realidad, los socialrevolucionarios se dividen dando lugar a los maximalistas y a los socialistas revolucionarios de izquierda. A principios de septiembre ya los bolcheviques tienen mayoría en el Soviet de Petrogrado y semanas después en todo el país.
La fracción Bolchevique, que Lenin en 1912, renunciando a cualquier intento de reunificación, había declarado oficialmente como “El Partido”, asume un papel decisivo, absorbiendo grupos y personas de otras formaciones pero sobre todo a los “sin-partido”, dada su capacidad orgánica como núcleo aglutinante. Aunque las decisiones se tomaban en el órgano de poder amplio y legítimo de los Soviets, y así se materializó con la realización del Segundo Congreso de los Soviets de toda Rusia, base de la insurrección, era necesaria una organización con capacidad operativa –conspirativa–que pudiera no sólo ofrecer respuestas inmediatas en el momento que se necesitaban sino asegurar una preparación militar eficiente para la insurrección.
No cabe duda que en estos días luminosos quienes se destacaban y eran reconocidos directamente por las gentes del pueblo, como agitadores y propagandistas, como orientadores y dirigentes, eran, además de Trotski, Lunacharsky, Volodarsky y la maravillosa Alexandra Kolontai. Lenin, aunque casi invisible (tuvo que refugiarse después de las jornadas de julio en Finlandia) era, sin embargo, reconocido por su historia y, en el momento, admirado como el artífice de las condiciones para el éxito de la revolución proletaria. Como lo decía el propio Lunacharsky: el genio político de Lenin se revelaba en otra parte: en el trabajo de organización.
* * *
En fin, en estos meses de revolución los acontecimientos se atropellan y los sujetos tanto sociales como políticos, se transforman y se relevan, así como los innumerables personajes y líderes cuya importancia es indiscutible. En realidad, no se trata del viejo problema del papel del individuo en la historia sino de la historicidad de todos los sujetos. Lo que sucede es que la historiografía –que no la Historia– tiende a decantar y a seleccionar a partir del desenlace, lo cual conlleva una cierta tergiversación. Bien se dice que la historia la escriben los vencedores. Pero hay algo más importante: el papel de los sucesos posteriores, que en el caso de la revolución rusa significó una selección de hecho. Habría que retomar la tesis de Negri, según la cual el “poder constituyente” es la multiplicidad, el florecimiento de las ideas y las opciones, en cambio el “poder constituído” es la historia congelada en donde la necesidad de afirmación propicia la voluntad autoritaria y se detiene el movimiento.
1 A. Dubovik, “Los anarquistas rusos en el movimiento obrero a principios del siglo XX”. www.regeneracionlibertaria.org
2 I. Deutscher, “Trotsky, El Profeta Armado” Ediciones ERA, México, 1966
3 M. Eichenbaum-Volin, “La revolución desconocida”. http://www.portaloaca.com/historia/
4 Periódico desdeabajo, Nº232, febrero de 2017.
5 Además de Dubovik antes citado, puede consultarse A. Gorelin, “El anarquismo en la revolución rusa” (1922) en la compilación de Mintz, Buenos Aires, 2007 y la clásica obra de D. Guerin: “El Anarquismo”. Editorial Antorcha, 1984. O Antorcha virtual: www.antorcha.net
Recuadro 1
Lenin: Una impresión
Por Bertrand Russell*
La muerte de Lenin empobrece al mundo debido a la pérdida de uno de los hombres realmente grandes producidos por la guerra. Parece probable que nuestra era quedará en la historia como aquella de Lenin y de Einstein –los dos hombres que han logrado en un gran trabajo de síntesis, en una época analítica, uno en el pensamiento, y el otro en la acción. Lenin aparecía ante la indignada burguesía del mundo como un destructor, pero no fue el trabajo de destrucción lo que lo volvió preeminente. Otros podrían haber destruido, pero dudo que otro hombre vivo pudiera haber construido tan bien las nuevas fundaciones. Su mente era ordenada y creativa: era un constructor filosófico de sistemas en la esfera de la práctica. En las revoluciones, tres tipos de hombres pasan al primer plano. Están aquellos que aman la revolución porque tienen un temperamento anárquico y turbulento. Están aquellos que han sido amargados por agobios personales. Y están aquellos que tienen una concepción determinada de una sociedad diferente de la cual existe, quienes, si es que la revolución tiene éxito, se ponen a trabajar para crear un mundo estable de acuerdo con esta concepción. Lenin pertenecía a este tercer tipo– el más raro, pero por lejos el más benéfico de los tres.
Sólo una vez vi a Lenin: tuve una conversación de una hora con él en su habitación en el Kremlin en 1920. Pensé que se parecía más a Cromwell que a cualquier otro personaje histórico. Tal como Cromwell, se vio obligado a entrar en una dictadura por ser el único hombre competente de cosas en un movimiento popular. Tal como Cromwell, combinó una ortodoxia estrecha en pensamiento con una gran destreza y adaptabilidad para la acción, aunque nunca se permitió a si mismo terminar en concesiones que no tuvieran ningún otro propósito que el establecimiento del Comunismo. Él apareció, tal como era, completamente sincero y desprovisto de egoísmo. Estoy persuadido en que él sólo se preocupó por fines públicos, y no en su propio poder; creo que él habría dado un paso al costado en cualquier momento si, por medio de realizarlo, podría haber avanzado en la causa del Comunismo.
Su fuerza en la acción provino de una convicción inquebrantable. Sostenía sus creencias de un modo absoluto el cual es difícil en el Occidente más escéptico. Otras creencias apartes de las de él –por ejemplo, la creencia de que el clima o la raza podían afectar el carácter nacional de modos no explicables por causas económicas –las consideraba herejías de la burguesía o del sacerdotado. La llegada final del comunismo la consideraba como destinada, demostrable científicamente, tan certera como la llegada del próximo eclipse del sol. Esto lo mantuvo calmo en medio de las dificultades, heroico en medio de los peligros, capaz de considerar la totalidad de la Revolución Rusa como un episodio de la lucha mundial. En los primeros meses del régimen Bolchevique, él esperaba la caída en cualquier minuto; dudo si es que Scotland Yard estuviese más sorprendido por su éxito que lo que él estaba. Pero era un verdadero internacionalista; sentía que si la Revolución Rusa fracasaba, de todos modos habría acercado la revolución mundial.
La intensidad de sus convicciones, mientras que era la fuente de su fortaleza, también era la fuente de cierta crueldad y cierta rigidez de perspectiva. Él no podía creer que un país pudiese diferir de otro a excepción por la etapa del desarrollo económico que habían alcanzado. En mi registro de la entrevista que tuve con él, escrita inmediatamente después, encontré lo siguiente: “Le pregunté si es que y qué tan lejos él reconocida la peculiaridad de las condiciones inglesas. Él admitió que hay pocas probabilidades de revolución ahora, y que el hombre trabajador aún no será disgustado con el gobierno parlamentario. Espera que este resultado pueda ser provocado por un ministro del trabajo. Pero cuando le sugerí que lo que sea posible en Inglaterra pueda que ocurra sin derramamiento de sangre, él despidió a la sugerencia como siendo fantástica”. Espero que su opinión haya sido errónea. Pero fue parte integrante de lo que hizo su fuerza, y que sin su credo él nunca hubiera dominado a las fuerzas salvajes que habían sido desatadas en Rusia. Hombres de Estado de este calibre no aparecen en el mundo más que una vez por siglo, y pocos de nosotros puede que vivan para ver a un igual.
* Escritor británico, Premio Nobel de Literatura en 1950; humanista y activista social fundador del conocido Tribunal Russell que encargó de investigar y evaluar la política exterior de Estados Unidos y su intervención militar en Asia.
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