Reducir la pobreza y la desigualdad en Colombia no será fácil: somos una sociedad que genera inequidad, y la pobreza de muchos se ha normalizado. Si el gobierno actual quiere enfrentar estos retos debe buscar cómo institucionalizar sus cambios y visiones más allá del 2026. La experiencia de Sudáfrica nos sirve de ejemplo para ilustrar la importancia de construir instituciones sólidas y capaces de llevar a cabo las transformaciones necesarias. No hacerlo puede continuar alimentando la desazón que nos empuja a emergencia de gobiernos reaccionarios a través del mundo.
Dos años en la presidencia
Los entramados institucionales para generar cambios a largo plazo son como la capitanía de barcos grandes, y lo seguirán siendo. Su naturaleza y misión funcionan mejor con un capitán que mantiene un rumbo y un plan de navegación claro. Sin embargo, la solidez institucional no quiere decir que estos barcos deban ser inmóviles. La navegación se debe adaptar a sus contextos –pregúntenle al “Titanic”.
Aunque la lentitud en la implementación de cambios institucionales puede ser perjudicial, la falta de consistencia en los mismos también lo es. Tener un mando errático, con cambios continuos de ideas y direcciones no solo desgasta al gobernante, también a las instituciones. La idea de la política pública como algo que se tiene que ajustar de ritmo, como un concierto de jazz –por usar una analogía ministerial–, puede conllevar a problemas en la implementación y en la ejecución de políticas públicas en cualquier país.
No obstante, tener una evaluación certera de hacia dónde van los cambios y las transformaciones institucionales en el gobierno Petro resulta prematuro, por definición. Los cambios por definición se manifestarán, y podrán ser evaluadas con veracidad en el largo plazo.
Sin embargo, este no es el mundo en el que vivimos, y la realidad es que las políticas públicas están en evaluación constante por parte de la opinión pública, a través de dos lentes: Uno, los espejos negros (las redes sociales), dos mirando por el espejo retrovisor (viendo que tan grande era el iceberg después de evitarlo o haber chocado con él, claro, después de una selfie).
Por infortunio, ninguno de estos lentes nos permite evaluar certeramente el impacto de los cambios implementados por el actual gobierno (o cualquier otro), y no nos permitirá ver las consecuencias inesperadas (y no deseadas) de los diferentes cambios institucionales sobre el país, dado que no somos clarividentes y, por tanto, no podemos augurar el éxito o fracaso de las medidas implementadas en relación con las políticas que apuntan a reducir la pobreza e inequidad. Podemos ver un caso similar –Sudáfrica– y con este reflexionar sobre las posibilidades y las limitaciones de las iniciativas del gobierno actual en estos temas.
Así mismo, no debemos olvidar que la llegada de la actual administración a la Casa de Nariño, no fue un evento fortuito, y estuvo precedido por el estallido social que ocurrió en sincronía con la pandemia del Covid-19, impulsado por el descontento con la pobreza e inequidad del país. Esto explica la demanda por cambios profundos en la dirección del Estado. No en vano Alejandro Gaviria hablaba de una “explosión controlada” para reencausar la voz popular frente a sus demandas, y aumentar la legitimidad estatal, construyendo un Estado donde la ciudadanía cuente para todos, no solo para los ciudadanos de estratos altos.
El gobierno actual ha implementado iniciativas buscando reducir la pobreza, algunas producto de las nuevas políticas y visiones del Estado (por ejemplo la creación del disputado ministerio de la Igualdad, la aprobación de la reforma tributaria y la reforma pensional), pero muchas otras son reformas que parten de iniciativas pasadas –como la expansión de la red de protección social, o reformas a los programas dirigidos por parte del Departamento de la Prosperidad Social (DPS).
Sin embargo, la tarea de reducir la pobreza y la inequidad no son una tarea de gobierno, y sí una misión de Estado. Si bien la pobreza monetaria para el 2023 se redujo a un 36.6 por ciento, para los 1,3 millones de colombianos que salieron de la pobreza no estar contados bajo este indicador no es sinónimo de vivir cómodamente. En otras palabras, aunque avanzamos, el problema de fondo continúa siendo el mismo. Las personas en Colombia son pobres debido a las inequidades (que pese a reducirse se mantiene en niveles similares) que cierran oportunidades y recompensas, que van más allá de ganar USD 1.9 dólares por día. La inequidad es constitutiva de la pobreza (inclusive ahora el Banco Mundial usa la inequidad como un indicador de pobreza). La única manera de mellar la pobreza e inequidad es con políticas que trasciendan gobiernos y mandatos presidenciales.
Si bien el Gobierno tiene ideas y la intención para generar cambios sociales, aún falla en la materialización de estas visiones de sociedad, en la implementación de sus políticas. Colombia y su institucionalidad son intermedias, un país en desarrollo con múltiples conflictos armados. Sin embargo, a veces, la visión de lo que se desea para la nación nos hace ciegos a las fallas institucionales, y nos lleva a creer erróneamente que la pobreza se acaba con un tweet, un decreto presidencial u observando cuánta gente pasa un indicador bastante limitado (o como diría Amartya Sen, “vulgar”). Cabe recordar que, en términos de política pública, del comuníquese al cúmplase hay mucho trecho.
Los retos institucionales se han manifestado en múltiples instituciones y geografías. Estos problemas resaltan el hecho que la política pública además de dirección requiere más que zelotes, funcionarios e instituciones capaces. Esto aplica tanto a la actual como a previas administraciones. Reducir la pobreza y la inequidad de por sí es difícil, y el adanismo e inmediatismo de algunos funcionarios, o el desprecio lo que se hacía medianamente bien (debido a que su origen proviene de otras administraciones), no nos permite avanzar en las transformaciones que el país necesita. La pregunta de fondo es si se está construyendo partido (o maquinaria), o se está construyendo país. Esta visión miope o reaccionaria puede retrasar lo poco que se ha avanzado, y en el peor de los casos comprometer el bienestar y la vida de los millones de connacionales que viven en una precariedad que no podemos cambiar a punta de discursos, posteos en redes sociales o espejos retrovisores.
El espejo sudafricano
Si bien el futuro no se puede ver, quizás reflexionar sobre los errores cometidos por otros gobiernos con similares intenciones nos permita detectar y pensar en los errores que está cometiendo el gobierno. Colombia y Sudáfrica son países que, a pesar de su distancia geográfica, son apropiados para un análisis comparativo. Ambos tienen costas en diferentes océanos, poseen áreas territoriales de similar extensión, y abarcan diversos ecosistemas naturales. Sus economías se basan en la explotación de materias primas, es especialmente notable que ambas naciones han enfrentado conflictos armados internos, y en ambos países los niveles de pobreza e inequidad son significativos. Por ello, prestar atención a las lecciones de Sudáfrica se vuelve un ejercicio necesario y útil.
El caso de Sudáfrica se caracteriza por su transición política (una explosión controlada), que otorgó derechos civiles a toda su población y en 1994 puso fin al apartheid, un régimen de segregación racial. El gobierno sudafricano buscó, después del apartheid, como su par colombiano actual, reducir la pobreza y la inequidad. Sin embargo, su experiencia ilustra los posibles riesgos de no tomar en serio la capacidad institucional y favorecer el zelotismo, retrasando de esta manera la posibilidad de construcción de Estado y de cambio.
La transición política liderada por Nelson Mandela buscaba construir una sociedad más equitativa. Es importante recordar que, el régimen del apartheid centraba su objetivo en un modelo social en el que las rentas de la explotación y marginalización de la población discriminada, particularmente de su población negra, eran apropiadas por las personas blancas sudafricanas. Además de establecer una democracia multirracial, se esperaba que las iniciativas de reconciliación y justicia transicional ayudaran a cerrar el doloroso capítulo del apartheid, de ahí que la liberación no fuera solo un simple ejercicio político, sino, y en lo fundamental, una transformación económica y social por medio de efectivas reformas en esos campos. Sin embargo, la mayoría de estas expectativas no se cumplieron. Aunque los sudafricanos pueden votar, y pueden vivir donde quieran (mientras tengan los recursos para hacerlo), el acceso a sus derechos humanos continúa condicionado por las cicatrices de la segregación racial.
Sería erróneo decir que el responsable de todo ello es Mandela, quien sí fue y continúa siendo el símbolo por excelencia de la promesa de cambio efectivo para aquel país. Responsabilidad que sí recae en la institucionalidad construida después del periodo de transición –liderado por una facción del Consejo Nacional Africano, CNA (el partido político que lideraba Mandela)–, culpable de que 30 años después del apartheid Sudáfrica continúe siendo el país con la mayor inequidad de ingresos y de riqueza en el mundo.
Este resultado no es producto de sanciones, o de conspiraciones. Las fallas en reducir la pobreza y la inequidad son el resultado de un partido que erró en la promesa de institucionalizar cambios, y en el cual el adanismo y zelotismo se hicieron más importantes que la lealtad hacia la visión conjunta de la nación del arcoíris.
Esta promesa fallida se refleja en los indicadores históricos que miden la pobreza y la inequidad. En 2023, aproximadamente 18,2 millones de personas en Sudáfrica (de una población total de 60 millones es decir el 30 por ciento de quienes allí habitan) viven en extrema pobreza (reciben un ingreso menor a 7.600 pesos colombianos por día).
Un resultado obtenido pese a implementar todas las políticas recomendadas para reducir la inequidad. El diseño y la puesta en marcha de políticas de acción afirmativa, redistribución, transferencias sociales, iban a la par del imaginario y orgullo colectivo de tener la constitución más garantista del mundo –similar al caso de Colombia. Es decir, el problema en Sudáfrica no han sido las políticas o el verbo de las promesas de derechos y emancipación. La falla recae en su ejecución e implementación, en el camino que va del simbolismo a la práctica. Los sudafricanos, marginalizados durante el apartheid continúan recibiendo pocos ingresos y la peor calidad en la prestación de servicios públicos.
Parte del problema, más allá del legado del apartheid y la indigencia por diseño en el que se encontraba la mayoría de la población antes de 1994, descansa en la aproximación por parte de la facción que ha controlado el CNA y su aproximación a sus iniciativas de cambio. Sudáfrica ha invertido ingentes sumas de dinero en reducir la pobreza y la inequidad, que deberían haber transformado al país. Sin embargo, dada la incapacidad de ejecución y los evidentes casos de corrupción del liderazgo de funcionarios públicos (los cuáles eran elegidos en su mayoría basados en su lealtad a facciones dentro del CNA), más que su lealtad a la visión de la Constitución del país explica el por qué en la más reciente elección general del parlamento el CNA, tras 30 años de regir el país obtuvo menos del 50 por ciento del voto popular. El CNA y sus lideres actuaron con un mesianismo, adanismo y zelotismo que les ha dificultado la capacidad de aprender de sus errores, y les impide corregir sus iniciativas para ser más efectivas en la lucha por reducir la pobreza y la inequidad, y fallaron en construir instituciones.
El caso de Sudáfrica resalta la importancia de pensar seriamente la implementación de las políticas públicas. Si bien ideas bien intencionadas y presupuestos que apoyen estas ideas son condiciones necesarias para combatir la pobreza y la inequidad, por sí mismas no son suficientes. Toda iniciativa que busque enfrentar retos difíciles requiere instituciones y actores capaces de liderar e institucionalizar los procesos de cambio. Esto es de vital importancia para el caso colombiano, porque si bien en Sudáfrica la pobreza y la inequidad eran una política de estado durante apartheid, en Colombia la anomia estatal se combina con nuestra disposición como sociedad, una sociedad clasista, donde la inequidad y la pobreza no sólo son producto de la configuración del estado y sus servicios, sino son nuestro resultado colectivo como sociedad. Esto de hecho hace que la reducción de la pobreza y la inequidad parezca más difícil.
En síntesis, tener presente las visiones para combatir la pobreza y la inequidad son factores importantes, pero para mellar estas limitantes sociales, el gobierno requiere pensar mejor cómo institucionalizar sus proyectos económicos, políticos y sociales, para que sobrevivan más allá de un partido, o un líder político. El caso sudafricano nos recuerda los riesgos de no hacerlo. Vale la pena rememorar que, en cualquier lugar del mundo, el camino al infierno está pavimentado con buenas intenciones.
* Respectivamente. Investigador postdoctoral en la Universidad de Idaho, Doctor en Ciencias Políticas de la Escuela de Gobierno y Asuntos Públicos de la Universidad de Misuri, Columbia. Sus intereses de investigación exploran las intersecciones de las instituciones políticas en el Sur Global, el ciberespacio y los estudios de paz. Miembro del grupo de investigación Comunicación y Democracia de la Universidad del Tolima.
Investigador de los Objetivos de Desarrollo Sostenible y la Agenda Africana 2063 de la Universidad de Ciudad del Cabo en el African Centre of Excellence for Inequality Research (ACEIR). Investigador Asociado de la Universidad de Rhodes en Sudáfrica. Miembro del grupo de investigación Comunicación y Democracia de la Universidad del Tolima.
Periódico desdeabajo N°315, 19 de julio – 19 de agosto de 2024
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