En el interludio del cambio

El gobierno de Gustavo Petro llega a la mitad de su periodo, momento para plantear reflexiones sobre lo andado y lo que queda por andar. Este es un acercamiento dividido en tres momentos: primero, un repaso del camino recorrido para llegar a este momento; segundo, la disputa del concepto de cambio; y tercero, una lectura sobre los desafíos enfrentados y aquellos por enfrentar. A modo de síntesis, el cambio ya ocurrió, y por más que haya quienes persistan en mantener al país en la horrible noche, jamás hay que olvidar que la más mínima luz es capaz de vencer la oscuridad.

Colombia cambió. Desde la vereda en que se esté, sea cual sea la posición política desde la cual se mire la vida, es innegable que el país cambió. El resultado electoral de 2022, luego la posesión de Gustavo Petro Urrego como el primer presidente de izquierda, marcan un antes y un después en la historia nacional. Distinta es, claro está, la consideración, envergadura y el sentido de este, porque si para algunos significa una nueva etapa democrática, para otros ha sido el inicio del fin, por lo cual vale la pena preguntarnos, ¿cuál cambio ocurrió en Colombia?

De forma ininterrumpida, y durante más de dos siglos, no sólo el Estado, sino también la sociedad colombiana estuvo bajo el control de una élite que perteneció siempre a los mismos partidos, quienes a lo largo del tiempo construyeron un aparato público útil para sus intereses, pero a la vez deficiente para cumplir el fin último de toda sociedad democrática: alcanzar el bien común.

En el intertanto, toda alternativa política, social e ideológica que intentó disputar la hegemonía fue violentamente perseguida, discriminada y, en los peores casos, arrasada. Organizaciones obreras, sindicalistas y socialistas, huelgas, mítines y toda expresión de inconformidad, sea por derechos o por más democracia, fueron reprimidas por el Estado, paramilitares y por el ejercicio político de quienes se opusieron constantemente a cualquier transformación social.

El recrudecimiento de la violencia, los fraudes electorales, la corrupción, el despojo, el hambre; estos, entre tantos otros factores, alentaron la radicalización de diversos sectores de la sociedad, lo cual se tradujo en una desproporcionada retaliación del Estado, sin necesidad de convertirse en una dictadura. No obstante, y solo por hacer cuentas, Colombia pasó 206 meses en estado de sitio entre 1970 y 1991, es decir, más de 17 de esos 21 años. Y, si eso no fue una dictadura, ¿qué fue?

Las últimas décadas del siglo XX trajeron consigo más dolor y complejidades, estigmas, persecución, magnicidios, la consolidación del narco y del paramilitarismo como actores beligerantes, y la concatenación de éstos con las élites y la clase política. En este contexto, los 90 llegaron con aires de cambio: un proceso de paz, una nueva constitución, pero también llegó el neoliberalismo junto a un neo-feudalismo, alentado por la concentración incremental de tierras, y un neo-partidismo, que tomó las dinámicas tradicionales para apropiárselas y profundizar las brechas de la nación.

Porque a pesar de las buenas intenciones de la nueva carta magna, que la primera ley tras su promulgación haya sido la de Puertos, muestra que quizás –quizás– el énfasis real del proceso no estuvo en garantizar mejores condiciones de bienestar para las grandes poblaciones, o al menos no sin contraprestaciones que permitieran preservar la acumulación de riquezas en el largo plazo.

En otras palabras, al terminar el siglo Colombia conoció la esperanza de avanzar hacia una nación con mejores condiciones. No obstante, lo que realmente vivió fue el empeoramiento de la calidad de vida, la precarización laboral, la intensificación del modelo extractivista y el recrudecimiento del conflicto armado, que encontró nuevas formas, cada vez más violentas, cada vez más cruentas.

Sin embargo, y pese a las dificultades y la opresión, siempre hubo quienes quisieron apostar por la paz y la vida como alternativa al desangre de la nación; siempre hubo quienes guardaron la esperanza de un mejor país, a pesar de perder en reiteradas ocasiones a sus referentes, a sus mentes más notables, en otras a sus familias, sus amigos o sus hogares. Muchas de las personas que leen estas palabras lo vivieron en carne propia.

Quienes sobrevivieron estos años, aún cobijan el dolor en su mirada.

*

Tras años de convergencias incrementales y sucesivas de organizaciones, estudiantes, poblaciones, partidos, pero también de la propia sociedad no organizada, el hartazgo, la voluntad de paz y la pandemia volvieron ineludible la necesidad de romper la inercia, en un país cuya clase política tradicional estaba habituada al tape-tape y a preservar el statu quo.

Así entonces, el cambio, como concepto, se convirtió en capital electoral.

Pero, ¿cambiar qué?, ¿cambiar hacia qué?

Para algunos pensadores griegos, el cambio es un aspecto natural que no debe ser temido, sino aceptado con serenidad y virtud. Por ejemplo, los estoicos plantean que todo en el universo está en constante flujo y transformación, mientras que para Aristóteles es una realidad fundamental que, con base en la noción de potencia (dynamis) y acto (energeia y/o entelecheia), corresponde al acto de aquello que no ha alcanzado su fin. Es decir, vendría siendo la potencialidad de un ente de ser o hacer un “algo”, o bien la actualización de una realidad concreta.

Otro acercamiento podría ser el de Hegel, para quien el cambio corresponde a un proceso dialéctico en el que el desarrollo ocurre mediante contradicción y resolución, permitiendo una dinámica evolutiva de las ideas, en un mundo cuyas estructuras sociales están en constante evolución. Este proceso, de acuerdo con Habermas, debería avanzar hacia formas más racionales y democráticas, y no hacia la consolidación de la sociedad del cansancio, o hacia la anomia, mucho menos hacia el mundo que Orwell vaticinó en 1984.

Sin embargo, una cosa es plantear el cambio como superación de un estado actual, pero otra muy distinta es camuflarse y simular narrativamente la potencialidad de un cambio con tal de mantener las condiciones estructurales que incitaron el momento electoral de estos últimos años. Esto porque las fuerzas tradicionales se arrojaron a las coaliciones para esconder sus logos, usando nombres de fantasía, demagogia y figuras de redes sociales para asegurar el continuismo en cuerpo ajeno.

Las posibilidades electorales del establecimiento quedaron heridas tras la administración de Iván Duque, al punto de renegar de este y ofrecerse como cambio frente a lo que ellos mismos habían creado. Sin embargo, el engaño no pudo sostenerse, por lo cual una amplia masa social depositó su voto en Gustavo Petro, creyendo genuinamente que él sí encarnaría la segunda oportunidad en la Tierra que tanto anhelaba el país.

Tras ello, el 7 de agosto de 2022, la Plaza de Bolívar estuvo llena de gente feliz, nerviosa, incrédula, pero por sobre todo, esperanzada. Cesó la horrible noche, gritaban quienes sintieron el poder de ver a María José Pizarro cruzar la banda presidencial sobre el otrora militante de las fuerzas comandadas por su padre. Pocas veces la izquierda colombiana ha visto abrazos tan apretados causados por la alegría, y ese día los hubo por montón. Oficiales de Bolívar, descansen, ordenó el Presidente.

*

Lo ocurrido luego de la posesión, ha sido de dulce y de agraz. Vamos por parte.

En las bases del Plan Nacional de Desarrollo, el gobierno Petro planteó cinco ejes de transformación: Ordenamiento del territorio alrededor del agua; Seguridad humana y justicia social; Derecho humano a la alimentación; Transformación productiva, internacionalización y acción climática; y Convergencia regional. Estos, a su vez, están cruzados por tres pilares: Paz Total, Participación y Estabilidad Macroeconómica. Y sin ánimos de hacer propaganda, en todos se ha logrado dar pasos significativos, aunque con falencias en cuanto a ordenamiento territorial y seguridad.

Las estrategias se han enfocado en buscar alternativas al extractivismo como fuente de riqueza, por ejemplo, potenciando la producción agrícola, acelerando la transición energética y fortaleciendo los compromisos internacionales en la lucha contra el cambio climático, junto con potenciar al turismo –cuyos ingresos ya igualaron a los del carbón–, y reducir la deforestación, entre otras acciones.

En términos sociales, quizás el logro más importante puede ser la Reforma Pensional, que ampliará la cobertura y que viene a revertir las desigualdades estructurales que planteó la Ley 100. También está la gratuidad en la educación superior, la reducción de la pobreza multidimensional, el incremento del salario mínimo y la estabilización y formalización del empleo, también el manejo de la economía, que se ha mantenido en medio de un latente escenario de crisis internacional.

Por eso, y más allá de la cortina de humo en la que han querido sumergir al gobierno, las clases populares –urbanas y campesinas– están notando el cambio; las clases burguesas también.

No obstante, se han cometido errores; ninguna administración es perfecta. Las expectativas demandaban una ejecución impecable e implacable, que sin embargo se ha visto percudida por errores simbólicos –narrativos y emotivos– y materiales –datos y hechos.

Esto último ha sido aprovechado incesantemente por las oposiciones al gobierno. Y se habla en plural porque está la oposición genuina, ideológica y antagónica; pero también está la transaccional, que se ubica por fuera hasta que le conviene estar; y está aquella por decepción, que se alimenta de quienes se alejan alentados por los pasos en falso y por los maestros de los susurros, que semana a semana presionan para pronunciar el distanciamiento entre Petro y su base votante.

Sin embargo, tras dos años en Casa de Nariño, no hay justificante que valga para sostener el hibris, y mucho menos las excusas; tampoco se puede permitir que nos quiten la alegría ni la esperanza de cambio. Las alternativas que asoman están más cerca de la barbarie que de la democracia.

Por eso, el interludio del gobierno del cambio debe ser corto y suficiente para recoger las lecciones de esta primera mitad, y que en una primera revisión pueden identificarse tres, buscando la continuidad del proyecto político más allá de esta administración.

Primero, articulación, articulación y articulación. Tener buenas intenciones para el país no basta para ordenar la casa y ejecutar la misión. Se requiere cohesión interna, y también estratégica para subvertir el orden establecido. La fusión de las fuerzas del Pacto Histórico en un partido unitario es una obligación vital y legal para seguir avanzando en las transformaciones que necesita el país, proceso que requiere carta de navegación e ímpetu para su concreción.

Segundo, la comunicación racional y el entendimiento mutuo son esenciales para un cambio social y profundizar las bases de una sociedad democrática. Andrés Manuel López Obrador y Lula, dos referentes que se sientan con Petro en la misma mesa, lo tienen claro y logran superponerse al cerco mediático. Colombia reconoce a las personas que hacen cosas; el gobierno debe mostrarse como aquel capaz de resolver los problemas de la gente, y no dejarse arrastrar por la narrativa de que los problemas en este país comenzaron recién hace dos años.

Y tercero, para garantizar el apoyo del constituyente primario, hay que contentar las necesidades del constituyente primario. Siguiendo con México y Brasil, en ambos países se concentraron fuerzas para mejorar las condiciones materiales inmediatas de las clases populares, cosa que también ha hecho este gobierno, pero que no logra visibilizar de forma efectiva, así como también las condiciones de seguridad, sin temor a mostrar que el poder puede ser habitado por la izquierda.

Petro, y otras figuras del Pacto, han sostenido en más de una oportunidad que llegar al gobierno no es llegar al poder, lo cual es cierto si no se logra vencer la disputa cultural, cosa que no ocurre de la noche a la mañana. Para ello, quedan dos años para lograr una sucesión que permita seguir la senda hacia una nueva hegemonía, lo cual no será posible sin una interacción objetiva, sustantiva y significativa, no solo con la base militante, sino con toda la población.

Por todo lo descrito, una posible respuesta a la pregunta sobre cuál cambio ocurrió en Colombia, es que por primera vez hay una administración enfocada en el bien común, meta que no se va a lograr solo con un periodo de gobierno, más aún considerando que cambio es un proceso constante e inmanente que va a requerir más esfuerzos para materializar la posibilidad de seguir avanzando hacia una Colombia donde la vida sea digna de ser vivida.

Las oposiciones al gobierno son conscientes de esto, y han desplegado todos sus recursos para negar que Colombia cambió. Saben que las nuevas generaciones pueden recordar a Petro como un gran referente y a eso es lo que más le temen; temen que Petro sea para Colombia lo que Allende es para la izquierda en Chile. Por eso buscan minar su legitimidad, porque saben que así como perdieron el monopolio por primera vez, lo volverán a perder, tarde o temprano, otra vez frente a un nuevo proyecto progresista. Eso también es algo que cambió.

Periódico desdeabajo N°315, 19 de julio – 19 de agosto de 2024

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Autor/a: Simón Rubiños Cea
País: c
Región: Suramérica
Fuente: Periódico desdeabajo N°316, 20 de agosto - 20 de septiembre de 2024

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