Acerca de la convivencia escolar

Hace exactamente 20 años, el Ministerio de Educación Nacional –M.E.N– convocó a un premio nacional a escuelas y colegios públicos y privados a que presentaran sus manuales de convivencia, después de cumplida la primera fase del concurso y teniendo la lista de las instituciones escogidas, los funcionarios del M.E.N se desplazaron a algunos de los colegios escogidos por haber presentado los mejores manuales de convivencia, se encontraron con una sorpresa: la comunidad educativa de esas instituciones (profesores, estudiantes, padres y demás), no tenían ni idea de su existencia. Dichos manuales, los habían presentado de espalda a la comunidad, contratando seguramente a abogados para su realización y, al M.E.N le tocó admitir que “En la actualidad no es extraño encontrarse con instituciones rígidas, jerárquicas, autoritarias que impiden que estudiantes, profesoras y profesores participen y discutan sus posiciones y discusiones, instituciones donde aún se desarrollan currículos basados exclusivamente en temas que poco o nada se relacionan con la formación y promoción de las ciudadanas y ciudadanos responsables, críticos y participativos, o porque se estructuran dentro de las asignaturas netamente disciplinares perdiéndose así la perspectiva formadora y humana de la educacion” (Lineamientos .M.E.N. 2002, p. 31).

Ante esta situación, la pregunta que nos hicimos entonces –y nos hacemos hoy también– es ¿Cómo puede una escuela verticalmente autoritaria, que no discute las reglas y manuales para la convivencia, fomentar al mismo tiempo actitudes democráticas de sana discusión, de tolerancia entre sus estudiantes, profesores y demás comunidad educativa?

Desde entonces, parafraseando a García Márquez, vivimos en dos mundos escolares, la del papel y la de la realidad; por un lado, la Ley 115 de 1994 estableció el gobierno escolar para desarrollar la democracia en la escuela, pero lo que se impuso fue la tradición autoritaria anterior, a veces velada, a veces abierta en las decisiones escolares. En otras palabras, saltó la liebre y sucedió lo imprevisto por la Ley, y es que dicho a lo chapulín colorado “no contaban con mi astucia”.

En ese tiempo, el país había estrenado una nueva carta constitucional y, durante el proceso de la constituyente y su producto, la Constitución de 1991, había ganado fuerza en nuestro país el concepto de participación como imperativo para fortalecer la democracia en la vida de los colombianos.

Como resultado de este proceso constitucional, en materia educativa la Ley General de Educacion, de acuerdo a lo dispuesto en el artículo 68 de la Carta, creó la figura del gobierno escolar, señalando como instancias del mismo al consejo académico y al consejo directivo. Después, en el Decreto 1860 de 1994 se entró a definir las funciones de cada instancia en el ejercicio del poder escolar entre ellas la del rector como órgano ejecutor de las decisiones del gobierno escolar.

Sin duda, se trataba de controlar, al menos en teoría, la hegemonía de rectores y directivos en instancias de dirección, dándole paso a las iniciativas de los estudiantes, de educadores, de los administrativos y de los padres de familia en aspectos como la adopción y verificación del reglamento escolar, la organización de las actividades sociales, deportivas, culturales, artísticas y comunitarias, la conformación de organizaciones juveniles y demás acciones que redundarán en la práctica de la participación democrática en la vida escolar.

Mas allá de los buenos propósitos en materia constitucional de establecer relaciones democráticas entre los actores de la vida escolar, faltó (a todas luces), además del derecho, las posibilidades pedagógicas que hicieran posible la igualdad en la toma de decisiones.

Como bien anotaba Estanislao Zuleta, el derecho sin la posibilidad carece de realidad, en tanto una cosa es que todos –hombres, mujeres y demás– tengan derecho a estudiar (la policía no detiene a las mujeres, por ejemplo, como en el pasado por ir a estudiar), pero la vida sí, las condiciones económicas y sociales sí lo impiden como posibilidad de realización

 Desde entonces, hace más de 20 años, la escuela simula la democracia, porque la Ley le exige todos los años elegir en el seno de su comunidad a sus representantes; lo paradójico está en que mientras esta la garantiza, la vida la niega.

Esta situación llevada al contexto escolar, hace que las elecciones de los estudiantes se parezcan casi a un reinado de belleza, donde se exhiben slogan y promesas imposibles de cumplir y los profesores son elegidos presionados en no pocas ocasiones en cargos que hace rato no son de su interés.

Desde luego, la Ley es mejor tenerla que no tenerla, pero cuando lo que interesa es cumplirla solo formalmente, esta tiende a petrificarse. Si se quiere lograr la aceptación de la norma más allá de lo legal, en materia de convivencia se requiere crear un dispositivo pedagógico que convierta la escuela en territorio simbólico que permita la modificalidad de símbolos de violencia que gozan de prestigio galopando la mentalidad de nuestros estudiantes. Es común oírlos decir “es mejor pararse duro” y las riñas a la salida de los colegios son su mejor expresión.

Visibilizar ese micro universo complejo de violencia compuesto de variables psicológicas y afectivas, absurdamente irracionales agrupadas en un remolino de procesos que no han logrado las mejores relaciones y conviven pesimamente entre los estudiantes, requieren ser desmontadas con talleres prácticos en pequeños grupos como si estuviéramos en una sala de redacción, o en un taller de teatro o cine. Es, en ultimas, un proceso lúdico- estético que tenga fuerza por su belleza y arrastre a los estudiantes a actuar y hacer representaciones de sus actitudes violentas, para luego ser modificadas pedagógicamente, desde sus propias reflexiones.

Pero mover a las 43.000 escuelas y colegios públicos que existen en el país, a los estudiantes y profesores de cada institución, no es nada fácil. Esto solo será posible con el concurso de la sociedad, porque el Estado por si solo es incapaz de hacerlo.

Pero la sociedad que tenemos (no la que queremos), no estará dispuesta a hacerlo si no la sabemos convocar por aquello de “que nadie asiste a una fiesta para sentarse y aburrirse”.

Necesitamos, ante todo, redes escolares lideradas por docentes altamente motivados que contagien a estudiantes y padres a compartir sus experiencias de vida en torno a los conflictos que viven en sus casa, barrios, veredas y escuelas.

Tal vez, un punto de partida por parte del Estado pensando en que este proceso lleva un tiempo, está en colocar los reflectores de la política en capacidades convivenciales y socioemocionales en la capacitación de los normalistas y licenciados de las facultades de educacion que se inician.

Lo más importante de todo este proceso es el cambio de mentalidad de los actores escolares, sin eso no será posible el cambio curricular, ni la transformación espacio-temporal de la escuela.

 La mejor manera de que la escuela “abrase la verdad” es abrazando la suya propia.

Por Alonso Ramirez Campo

Docente colegio Jorge Gaitán Cortes. Bogotá.

Información adicional

Autor/a: Alonso Ramirez Campo
País: Colombi
Región: Suramérica
Fuente:

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