Antonio Negri examina críticamente el pensamiento de Ernesto Laclau en sus puntos de entrecruzamiento con el legado gramsciano, en particular el concepto de hegemonía y su articulación teórica y práctica con nociones como multitud, clase, pueblo, nacionalismo y populismo.
Quisiera referirme de forma más bien esquemática a lo que ha significado para mí la obra de Ernesto Laclau, así como al diálogo que hubimos de entablar —a la vez crítico y entrañable, entreverado de obvias divergencias pero a su vez atravesado por una estima muy grande que deseo subrayar hoy una vez más— sobre todo en los últimos años.
A mi modo de ver, los análisis de Laclau representan una variante neokantiana[1] de algo que podría definirse como «socialismo postsoviético». Ya en la época de la Segunda Internacional, el neokantianismo había hecho las veces de aproximación crítica al marxismo: no se veía entonces al marxismo como al enemigo, pero esa aproximación crítica intentó enyugar al marxismo a sus propios argumentos y, en cierto modo, neutralizarlo. El ataque iba dirigido contra el realismo político y contra la ontología de la lucha de clases.
La mediación epistemológica en aquel período consistió en ese uso —y en ese abuso— del trascendentalismo kantiano. Mutatis mutandis, y si nos situamos ahora en el momento en que estamos, que es el del post-sovietismo, creo que el pensamiento de Laclau podría entenderse en parte a partir de ese mismo movimiento. Es importante dejar claro que no estamos hablando de reformismo en general; reformismo que a veces puede ser muy útil y a veces perfectamente indigerible. De lo que se trata es de comprender el esfuerzo político y teórico de Laclau en un contexto histórico particular y situarlo así en su propia dimensión contemporánea.
Partamos de una primera observación. Laclau nos dice que las sociedades contemporáneas se caracterizan por la multitud; pero la multitud carece de determinaciones ontológicas y, hoy en día, carece aún más de reglas que puedan regir su propia composición. Sólo desde el exterior es posible componer la multitud (lo que no obstará para respetar su naturaleza). En este caso la operación, en un sentido estrictamente kantiano, consistiría en tratar de entender la «cosa en sí»; cosa que no sería posible conocer sin la intervención de la «forma». La operación es del orden de la síntesis trascendental.
¿Es posible, y deseable, que subjetividades sociales heterogéneas se organicen espontáneamente o más bien deberán éstas ser organizadas? Es una pregunta clásica que está en la base de toda crítica. A esa pregunta, Laclau responde que no existe ya ningún actor social «para sí» —ninguna clase universal (como se definía en el marxismo a la clase obrera)—, pero que tampoco existe ya ningún sujeto que sea producto de la espontaneidad social, de una autoorganización capaz de reivindicarse como hegemónica[2].
Ahora bien, el marxismo clásico había simplificado la lucha de clases sociales bajo el capitalismo y construido un sujeto, un agente de la emancipación, en el que confluían rasgos como la autonomía y la centralidad. En la época contemporánea, sin embargo, es precisamente ese terreno el que se ha descompuesto y, como resultado, en su lugar se ha impuesto un terreno hecho de heterogeneidades: sólo una construcción política puede ahora entrar en juego en ese espacio de no homogeneidad social (tanto si entendiéramos por homogeneidad algo que habría que presuponer como si nos limitáramos a constatar lo que existe, esa homogeneidad ha desaparecido). Es eso a lo que se propone responder el pensamiento de Laclau sobre la hegemonía. Lo cual no significa que Laclau niegue que en la escena histórica puedan darse momentos de autonomía organizada o de subjetividades fuertes. Sin embargo, Laclau no deja nunca de percibir una «tensión» entre esas figuras subjetivas y, en todos los casos, cree que esas subjetividades deben ser «puestas en tensión» entre sí. Para Laclau esa tensión es «constitutiva». Es la imaginación trascendental en acción. Me parece que Laclau ve el contexto político como una especie de Jano de dos caras y postula la tensión entre esas dos caras como si fuera el espacio y el lugar, el tejido y la trama, que toda construcción de poder debe atravesar y trascender, resolver y determinar. Es así que nace la hegemonía/poder.
Segunda observación. Deberá quedar claro que la inmanencia, la autonomía y la pluralidad constitutivas de la multitud no sólo son incapaces de construir poder, sino que además representan obstáculos para la formación de toda «escena» política, ya que si la sociedad fuera enteramente heterogénea —continúa diciéndonos Laclau—, la acción política exigiría que las singularidades fueran capaces de iniciar en el plano de la inmanencia un proceso de «articulación» para estructurar la tensión sobre la que acabo de insistir al vuelo, de modo de definir las relaciones políticas entre las singularidades. Pero, ¿acaso son capaces de hacerlo?
Laclau responde a esa pregunta con una negación. Y esa negación remite a un motor trascendental. La articulación se sitúa así, sin más alternativa, en un terreno formal, a condición de que se comprenda que por «forma» no entendemos sólo «una cosa vacía» sino una especie de «envoltura constitutiva». De hecho, Laclau insiste en que, para que sea posible la articulación de la multitud, es necesario que emerja una instancia hegemónica por encima del plano de la mera inmanencia, es decir, una instancia hegemónica capaz de dirigir el proceso y servir de centro de identificación de todas las singularidades. Cito: «No hay hegemonía sin la construcción de una identidad popular a partir de una pluralidad de las reivindicaciones democráticas[3].»
Si el contexto social está configurado por una multitud no homogénea, se plantea la necesidad de establecer una fuerza que articule las diferentes partes de esa ausencia de homogeneidad, a fin de lograr su integración. La insistencia en la autoorganización o la referencia a sujetos preconstituidos no debe ni eliminar ni hacernos olvidar la necesidad de crear temas comunes y lenguajes homogeneizadores que puedan circular a través de las diferentes organizaciones locales. Esa articulación/mediación no puede, en ningún caso, repetir el viejo modelo de las organizaciones tradicionales «fuertes» (partidos, iglesias, gremios…). Esa articulación/mediación debe abordarse más bien desde la noción de «significante vacío»[4]. Sin embargo, acabo de insistir en el hecho de que ese «significante vacío» no significa aquí formas vacías de unidad, dogmáticamente ligadas a tal o cual significado preciso, sino más bien una envoltura constitutiva. No estamos ya en el terreno de la estética o de la analítica, sino en el de la imaginación trascendental.
En efecto, hay un momento en que Laclau, por medio de un acercamiento diferente —estamos casi en una especie de nuevo tiempo musical—, reintroduce el tema del significante «flotante» y del significante «vacío» frente a la heterogeneidad de lo social y lo hace en términos bien contundentes. Contundentes y —diría yo de buena gana si ello no equivaliera a forzar su pensamiento— ontológicamente productivos. Cuando Laclau se enfrenta al tema de la articulación de las diferentes luchas sociales, ese momento (presente ya en Hegemonía y estrategia socialista, en 1985) representa un modelo de «antagonismo constitutivo». Casi un poder dual débil que, al emerger en una frontera «radical», a través del conflicto y la desagregación, constituye a la vez una síntesis de los viejos derechos de soberanía y de los derechos democráticos de autogobierno. A mi juicio, Sandro Mezzadra y Brett Neilson han hecho el debido hincapié en ese aspecto[5]. Admitamos que cuando Laclau aborda la idea de una dialéctica de contrapoderes en conflicto está a su vez interpretando un primer punto de inflexión, concretamente la primera aparición de un sentimiento común entre militantes socialistas envueltos en una crisis de la izquierda —a pesar de sí mismos— a partir de los años 70 y que, sin embargo, se rehúsan a verla caer cada vez más bajo. En esas condiciones, una vez reconocida la ineficacia de los instrumentos dialécticos, es necesario reconstruir un «pueblo», producir su unidad, lo que deberá reconocerse como el acto político «por excelencia». Así pues, en 1985 hubimos de preguntamos sin vacilar —y logramos un consenso muy amplio— si la apertura de lo social a lo político, más que una estructura discursiva, era una «práctica de articulación» que, por esa misma razón, organizaba las relaciones sociales.
Pero esa perspectiva se verá rápidamente echada por tierra. Cito a Laclau: «[…] [L]as sociedades industriales avanzadas se constituyen en torno a una asimetría fundamental: la existente entre una creciente proliferación de diferencias —entre un exceso de sentido de lo social—, por un lado, y, por otro, las dificultades que encuentra toda práctica que intenta fijar esas diferencias como momentos de una estructura articulatoria estable[6].» Es necesario, pues, alejarse de la propia noción de sociedad en cuanto «totalidad autodefinida», en la que lo social se fija a sí mismo. En su lugar, tenemos que localizar «puntos nodales» que producen significados y direcciones parciales y que permiten que tales o cuales formaciones de lo social adquieran forma. Por tanto, se tratará cada vez más de rechazar cualquier solución dialéctica basada en conceptos como «mediación» o «determinación». La política emerge como el problema de las condiciones trascendentales del juego entre articulaciones y equivalencias que se constituyen en lo social. La identidad de la fuerza en lucha está sujeta a una transformación constante y requiere un proceso incesante de redefinición.
El equilibrio de esa articulación es, sin embargo, difícil de establecer. Ese equilibrio, en efecto, se ve expuesto a dos peligros. Me gustaría llamar al primero «la deriva de la reivindicación», o más exactamente la deriva del carácter no concluyente de la reunión de equivalencias. Basta con echar un vistazo a La razón populista[7], aparecida en 2005, veinte años después de la publicación de Hegemonía. También aquí el discurso comienza con una inmersión en lo social y se construye en torno a los estímulos, a los conatos multitudinarios que empujan hacia lo político. Ahora bien, como en su momento escribió Laclau: «La unidad más pequeña por la cual comenzaremos corresponde a la categoría de «demanda social»[8]. Naturalmente, si por un lado esa demanda empuja hacia la profundización de las lógicas de formación de la identidad, por otro se abre al antagonismo. El problema es entonces cómo transformar la competencia, el antagonismo dislocado y en continua proliferación, en un antagonismo visible y dual. La «cadena de equivalencias» ¿no acaba en este caso equivaliendo a una proliferación cuya conclusión no se llega a aprehender? El propio Laclau parece tener consciencia de ello: «Lo específico de la equivalencia es la destrucción del sentido por su misma proliferación[9].» Ese carácter indefinido de los poderes de la inmanencia corre el riesgo de impedir la construcción trascendental del significante y, en todo caso, termina por hipotecarla.
La segunda dificultad está directamente relacionada con la consolidación final del equilibrio tal como se presenta en el concepto de hegemonía.
Permítaseme una digresión. El concepto de hegemonía de Laclau se elabora en referencia a Gramsci. Pero las cosas no son tan simples. Peter D. Thomas señala, por ejemplo, cómo Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, en Hegemonía y estrategia socialista (1985), sustituyen el dispositivo político de la hegemonía —tal como lo define la tradición leninista— por un concepto discursivo, formal. Para Thomas, nos encontramos entonces realmente en una fase de reflexión teórica que es la del eurocomunismo y que se desarrolla en particular bajo la forma de un gramscismo «diluido» que al mismo tiempo señala el paso a una política radical-democrática pos-marxista. Se esté o no de acuerdo con el juicio de Peter D. Thomas, me parece necesario recordar aquí que el pensamiento de Gramsci se construye sobre la base de una posición marxista y leninista para la cual la dictadura se presenta no como un mando totalitario sino, precisamente, como hegemonía, es decir, como la construcción orgánica de un poder constituyente revolucionario. Y es cierto que, en ese punto, la recuperación que Laclau hace de Gramsci se diluye en parte —porque se presenta más como la búsqueda de un presunto linaje que como una verdadera filiación ontológica. En Gramsci, el concepto de hegemonía (de la práctica de los consejos a la teoría del nuevo Príncipe) se construye sobre la lucha de clases, conserva una «solidez» materialista y produce un dispositivo de poder obrero en el sentido comunista. De ninguna manera puede reinterpretarse ese concepto en los términos teorizados por Norberto Bobbio, como producto superestructural de la «sociedad civil», si entendemos «sociedad civil» en el sentido hegeliano del término.
Por lo demás, es curioso ver cómo en Laclau el concepto de hegemonía —del que, una vez más, ya se ha eliminado el poder en el sentido en que lo entendía Gramsci— remite a las políticas del Partido Comunista de la época de Togliatti[10]: en ese punto, el equilibrio entre la autonomía básica de los movimientos y el Partido, como significante a veces sin duda «flotante», pero en realidad jamás «vacío», podía seguir orientándose hacia la izquierda porque el Partido estaba anclado en las políticas soviéticas. De ese modo, el eje de abscisas hegemonía/sociedad y el eje de ordenadas derecha/izquierda podían mantenerse en equilibrio precisamente a partir de la imposibilidad de que el «significante» se convirtiera en Estado, por cuanto Yalta lo impedía. Repito: en Togliatti, en el comunismo italiano, lo «nacional-popular» podía ser interpretado sólo por la izquierda (a pesar de todos los límites a la acción, opuesta a la lucha de clases, que de esas posiciones se derivaban) porque el Partido Comunista no podía llegar al poder, y ello mientras no se transformara de tal manera que pudiera finalmente alcanzarlo. Creo que, paradójicamente, en ese caso el concepto de hegemonía se convierte en el de «centralidad» política.
En resumen: la figura y la función de la hegemonía en la obra de Ernesto Laclau me parecen equívocas. En lugar de analizar cómo funciona el capitalismo, más bien establecen, una y otra vez, cómo nos gustaría que funcionara una sociedad política sin capitalismo, o bien confunden esto con una necesidad. Y creo que lo mismo podría decirse de «el pueblo»: ruptura del bloque hegemónico que Laclau llama «significante vacío», el pueblo representa su ocupación por parte de un grupo capaz de determinar una nueva universalidad, sin que ello se aclare del todo: parece más bien que, por un lado, el pueblo es una deriva provocada por la lucha entre diferentes facciones y, por otro, que acaba representando una nueva cristalización de las identidades políticas.
La impresión que me llevo —y es esa sin duda la razón de nuestros desacuerdos, aunque también, me gustaría repetirlo aquí, de nuestras discusiones, nuestros debates, nuestros intercambios— es la de que, en Laclau, el significante vacío representa una abstracción estructuralista que pierde de vista un hecho que, sin embargo, es esencial: que lo que aquí se llama «vacío» es el producto de un éxodo, no de una modificación estructural: es lo que, por ejemplo, observa muy acertadamente Bruno Cava, militante brasileño que ha estudiado detenidamente a Laclau: «Si hay algo absolutamente evidente hoy en día, cuando se consideran las formas actuales de la política, es la enajenación del “pueblo” de las funciones de participación que le había asignado el derecho público moderno. El significante vacío se vacía aún más en la situación en que nos encontramos: no tiene asidero en la multitud, pero es poco a poco absorbido por poderes fuertes que nada tienen que ver con el pueblo, la nación y todas las bellas palabras del vocabulario político de la modernidad. En cuanto a los movimientos, viven dentro de la consistencia de una universalidad concreta que tiene la función de suturar y articular los significantes: pero el poder reside en la multitud, que es un concepto de clase[11].»
Una consecuencia más. Tengo muy claro que el pensamiento de Ernesto se sitúa en una especie de era pos-ideológica, en que se supone que la lucha de clases ceda su lugar central a identidades diferentes y múltiples (que pueden ocupar el lugar de la lucha de clases según diversas declinaciones). Pero me parece que ese pensamiento no puede conducir a nada preciso en cuanto lo situamos en el contexto de las coordenadas a las que me refería hace un momento: un eje de abscisas hegemonía/sociedad, un eje de ordenadas derecha/izquierda. Esa mutación, que desontologiza a los sujetos, podría muy bien, en ese sistema de coordenadas, apoyarse en singularidades que colaboran de manera transversal y construir a nivel maquínico (como dirían Deleuze y Guattari) diversas «máquinas de guerra» sociales. «Máquinas de guerra» que no serían en modo alguno efectos de la urgencia de consolidar sus contornos en el seno de una hegemonía o de una nación. La mutación puede, pues, representarse como una ilusión. Una vez más, debemos preguntarnos si el significante vacío, sometido a esas tensiones, además de quedar reducido a una especie de figura «centralista» de la organización del poder, no sufre otra deriva: inmoviliza el proceso político porque su dinamismo, desplazado hacia el centro, es en adelante incapaz de producir poder. La síntesis trascendental, en este caso, se ve por completo desprovista de movimiento.
Lo cual me lleva a la última y a la más crucial de todas las cuestiones: la concretización históricamente determinada de la forma trascendental.
El significante vacío opera a nivel nacional. Me parece que para Laclau es imposible aceptar un discurso cosmopolita, aunque fuera sólo como horizonte. Para alcanzar una consistencia real, y una vez eliminado todo punto fijo, el poder necesita la identidad nacional. Incluso en el contexto de la globalización, cuando el poder del Estado-nación está en declive, no se puede abandonar el concepto de Estado-nación. Abandonarlo sería situarse en un terreno no sólo poco realista, sino peligroso. Sin unidad nacional, la expansión horizontal de la protesta social y la verticalidad de una relación con el sistema político serían imposibles. Tal como insiste Laclau, la experiencia de América Latina en la última década del pasado siglo y la primera del siglo que corre así lo confirma ampliamente.
Por mi parte, hago una lectura bien diferente de todo ello. No somos pocos quienes pensamos que el movimiento progresista que sacudió a América Latina entre el siglo pasado y este siglo tuvo mucho que ver con lo que podría describirse como la superación «hacia afuera» de un marco nacional dentro del cual cada uno de los Estados del continente se había visto restringido por la dominación estadounidense y sus valores imperialistas. Por el contrario, fue «hacia el interior» de América Latina donde la horizontalidad de los movimientos se expresó plenamente en gran escala y a veces anticipó, y a veces siguió, un nuevo espíritu continental que animó a ciertos gobiernos populares y les permitió superar cualquier forma de chovinismo, tan reaccionario en la tradición latinoamericana como en la europea.
Sin embargo, hay que reconocer que el nacionalismo de Laclau no cede terreno y, en realidad, se remonta a los inicios de su obra; pienso en Política e ideología en la teoría marxista (1977)[12], donde, contra Althusser, Laclau sostiene que la clase obrera posee una especificidad nacional irreductible y exalta la experiencia del peronismo, el cual —cito— «tuvo un éxito innegable a la hora de construir un lenguaje democrático-popular unificado a nivel nacional»[13].
Según Stuart Hall, es esa opción nacionalista la que hace que la posición discursiva de Laclau corra una vez más el riesgo de perder de vista toda referencia a la práctica material de la lucha de clases y a sus condiciones históricas: la potencialidad de esas condiciones, por así decirlo, se ve «neutralizado» por la referencia al contexto nacional. No se puede considerar a la sociedad como un campo discursivo totalmente abierto a partir del cual inscribir la hegemonía política en un horizonte nacional-popular: semejante operación no puede producir sino una suerte de asalto contra Fort Apache por parte de las otras fuerzas sociales en juego; como, de hecho, fue el caso en Argentina. En consecuencia, me parece que el esquema de Ernesto demuestra una vez más que puede mantenerse sólo si se convierte en una figura «centrista» de gobierno. No puede evitar entregarse, como ha sucedido, a un positivismo de la soberanía ejercida por una autoridad centralmente eficaz. Sigue siendo, en ese caso, una trascendencia formal la que materialmente postula y justifica el poder.
Se podrá observar, no obstante, que poco a poco, sobre todo en los últimos trabajos de Ernesto Laclau, la trascendencia del mando dejará de representarse en términos exclusivamente nacionales y en nombre de un centralismo estatal demasiado engorroso. Incluso me ha parecido percibir un cierto alejamiento de la concepción hobbesiana original según la cual era el poder el que debía formar al pueblo. Sin embargo, surge una paradoja: en efecto, de atenuarse la trascendencia del mando y la tentación hobbesiana—en particular porque siempre habrá, en el mundo contemporáneo, irregularidades cada vez mayores del poder en las relaciones sociales—, esa «trascendencia imposible» se materializa de nuevo en Laclau. Esta vez, ya no se la busca sino que se la encuentra, ya no se la construye sino que se la impone por la propia mecánica del trascendentalismo. En lugar de la síntesis de la multitud, el trascendentalismo verá cada vez más un significante «pleno» compactarse a través de la emergencia de un pueblo y, así, fundar lo político. ¿Estamos ante un desplazamiento de la crítica hacia algo que es mucho más del orden del idealismo objetivo?
Me gustaría formular algunas observaciones finales.
Ernesto Laclau muestra de manera brillante que el pueblo no es una formación espontánea o natural, sino que está constituido por mecanismos representativos que traducen la pluralidad y la heterogeneidad de las singularidades en una unidad; y si esa unidad, a través de la identificación con un líder, un grupo dominante y, en algunos casos, un ideal, se convierte en realidad, semejante concepción se me antoja dependiente de una cierta idea «aristocrática» que retoma los temas más profundos y continuos de la historia moderna del Estado. Puede que sea ahí donde encontremos la confirmación de ese giro de la crítica del idealismo objetivo que mencionaba hace un momento. Para Laclau, la centralidad de la función de los intelectuales y de la comunicación en la organización política es significativa de esa inflexión. El concepto de «intelectual orgánico», caro a Gramsci, queda así totalmente superado, al tiempo que la función autónoma del intelectual como fuerza auxiliar en la construcción de la hegemonía —¿o del liderazgo?— se ve claramente afirmada. Sin embargo, curiosamente, es exactamente eso lo que Ernesto se negó a hacer durante toda su vida como militante democrático y socialista y hay que reconocerle el valor y la total probidad de esa rechazo. Ahora bien: ¿por qué entonces esa unidad de «autonomía de lo político» y liderazgo intelectual?
A lo largo de los últimos veinte años, a menudo he «puesto en juego» este cuerpo a cuerpo entre mi propio pensamiento y el de Laclau. Lo digo con franqueza, como mismo tuve la oportunidad de decírselo directamente a él: creo que si bien su pensamiento es de una gran fuerza, su concepción del populismo es menos resultado de una reflexión sobre el poder que de una reflexión sobre el concepto de «transición» y del poder en la transición, en el paso de una época a otra de su organización. El populismo de Laclau es la invención de una forma móvil de mediación, de la transición —y en ella— de los regímenes políticos, especialmente, aunque no sólo, de los regímenes políticos latinoamericanos. Una forma que sigo considerando «débil»: no conceptualmente, sino por la realidad que registra y porque ese «vacío» que toma como prueba es a menudo menos un «vacío» por llenar que un abismo en que corremos el riesgo de precipitarnos. Y esa «debilidad» se acentúa aún más por el hecho de que Laclau, simultáneamente, se niega a abrir su obra a una indagación ontológica y, en consecuencia, a dar sentido a la emergencia de la novedad, por una parte; pero por otra, admite que el gobierno de una transición debe ser necesariamente constitutivo. En consecuencia, esa dimensión constitutiva «incierta» acaba por replicar, paradójicamente, los modelos de la modernidad. En particular, esa dimensión rechaza toda tensión emancipadora. En realidad, en la medida en que Laclau acepta situarse en esa otra tensión, que es la que existe entre espontaneidad y organización, pero borrando al mismo tiempo las dimensiones materiales de la lucha de clases, me parece que acaba retomando, por ejemplo, algunos de los aspectos realmente problemáticos del derecho público europeo.
Citaré un ejemplo. Cuando Carl Schmitt aborda el tema de los movimientos sociales, define la figura precisamente a través del reconocimiento de que esos movimientos sociales constituyen el tejido de la composición popular del Estado, un reconocimiento de arriba a abajo que politiza la sociedad con el fin de construir una identidad nacional. También pienso en la forma en que Schmitt define el lugar de la representación política como la «presencia de una ausencia». Una ausencia que siempre hay que llenar, si se quiere que el Estado exista; una presencia que siempre hay que vaciar, si se quiere que el Estado se sitúe super partes, es decir, por encima de las partes. ¿Hasta qué punto el «significante vacío» no es una repetición del modelo schmittiano de representación?
Soy muy consciente de que estas cuestiones probablemente sean injerencias indebidas; sin duda, para Ernesto, eran simples instrumentos por recuperar del archivo del derecho público europeo. Pues la importancia —digamos más: la grandeza— del pensamiento de Ernesto no consiste tanto en la capacidad de resolver la cuestión del significante vacío o —formulo ahora el mismo problema desde la derecha, si se quiere— en negarse a llenarlo apoyándose en la lucha de clases y el conflicto social. Consiste más bien en haber experimentado el problema desde dentro. Ese significante flotante que veía ante sí —esa «cosa», ese «algo»— no era el viejo modelo de Estado que conocíamos en la forma del Estado moderno, sino algo nuevo. Hay una tensión constitutiva que se extiende, que actúa, que se expresa en el terreno de la crisis del Estado democrático moderno. No se trata de descubrir ese Estado que hemos padecido hasta ahora, sino de construir otro. Inventar un nuevo significante vacío para una transición radicalmente democrática. Es ahí, creo yo, donde la crítica alcanza su plétora, en su sentido original: no tanto como línea trascendental de construcción del Estado, sino como inversión problemática de su crisis.
Pienso que es sobre ese conjunto de cuestiones (que a mi juicio podríamos resumir bajo las rúbricas de «lo que le debe nuestro debate a Ernesto» —y le debe mucho—, y «las dificultades que nos plantea el pensamiento de Ernesto»; y creo haber intentado explicar los puntos de cristalización de ese desacuerdo), pienso, por tanto, que es sobre ese conjunto de cuestiones sobre el que también debemos razonar cuando asistimos hoy a ciertos usos asombrosos, por no decir indebidos, de un pensamiento como el suyo. Por ejemplo, cuando intentamos de encasquetarles una especie de «sombrero» a los movimientos reales, o de algún modo «peinarlos», y nos negamos a ver que ese sombrero en sí mismo plantea un problema —no la talla del sombrero, sino el sombrero en cuanto tal—; o cuando, para purificar la vitalidad siempre un poco «sucia» de los movimientos, se toma la imagen del viejo Partido Comunista italiano como modelo de escucha y de dirección de la voz del pueblo, como está ocurriendo cada vez más a menudo, casi en todas partes, en la izquierda europea y latinoamericana. Por supuesto, ello no basta para disipar, ni para oscurecer, la extraordinaria vitalidad de lo que su obra nos conmina a pensar: cuestiones que siguen abiertas, cuestiones que a veces hay que relanzar, o reformular, pero siempre con esa exigencia de estar a la altura de los problemas, que era la suya, y por la que debemos estar infinitamente agradecidos.
Conferencia pronunciada en francés por Antonio Negri en la Maison de l’Amérique latine (París) el 27 de mayo de 2015 y transcrita por el propio Negri. Traducida al español del original en francés titulado«Hégémonie: Gramsci, Togliatti, Laclau», publicado en EuroNomade el 18 de junio de 2015. Su traducción al inglés por David Broder, titulada «Negri on Hegemony: Gramsci, Togliatti, Laclau», se publicó en el Blog de Verso el 20 de agosto de 2015. Todas las notas son del traductor.
Notas
[1] En Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia, de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe (Madrid, Siglo XXI, 1987), se hace una temprana y extensa referencia al neokantianismo al que alude Negri: «Tres principales tipos de intervención teórica del austromarxismo están estrechamente ligados a esta perspectiva estratégica: las iniciativas que intentaban limitar el área de validez de la “necesidad histórica”; las que intentaban diversificar los frentes de lucha sobre la base de aceptar la nueva complejidad de lo social propia del capitalismo maduro, y las que se esforzaban en pensar de manera no reduccionista la especificidad de posiciones de sujeto distintas de las de clase […] El repensamiento del marxismo en clave kantiana producía varios efectos liberadores: ampliaba la audiencia del socialismo en tanto la justicia de sus postulados podía plantearse en términos de una universalidad […] que trascendiera los límites de clase; rompía con la concepción naturalista de las relaciones sociales y, a través de un concepto tal, como el de “a priori social”, introducía un elemento estrictamente discursivo en la constitución de la objetividad social; finalmente, permitía ver al campo propio de la infraestructura como a un área cuya constitución dependía de formas de conciencia y no del movimiento, naturalísticamente concebido, de las fuerzas de producción.» (Op. cit., pp. 54-55; la versión española de Hegemony and Socialist Strategy es del propio Laclau.)
[2] Conviene citar de nuevo con cierta extensión, a ese propósito —la distinción entre clase en sí y clase para sí—, desde la perspectiva en que Negri se sitúa para aproximarse a Laclau, directamente del texto clásico de Laclau y Mouffe: «No pretendemos negar la necesidad de la mediación política en la determinación socialista de la clase obrera; ni, mucho menos, oponer a la misma un obrerismo que se funde en una mítica determinación socialista espontánea de la clase. Pero lo decisivo es cómo se concibe la naturaleza de ese vínculo político; y es evidente que el leninismo no intenta construir a través de la lucha una identidad de masas no predeterminada por ninguna ley necesaria de la historia. Por el contrario, sostiene que hay un “para sí” de la clase al cual sólo tiene acceso la vanguardia esclarecida —que, por tanto, tiene una actitud meramente pedagógica respecto a […] la clase obrera. Es en este entrecruzamiento entre ciencia y política donde está la raíz de la política autoritaria—. A partir de él no hay ningún problema, desde luego, en considerar al partido como representante de la clase —bien entendido: no de la clase de carne y hueso, sino de esa entelequia constituida por sus “intereses históricos”—.» (Hegemonía y estrategia socialista, ed. cit., p. 102; subrayado por los autores.)
[3] Cf. Ernesto Laclau, La razón populista (trad. Soledad Laclau), México, Fondo de Cultura Económica, 2014, p. 106. [Ed. original: On populist reason, Nueva York y Londres, Verso, 2005.]
[4] Para una primera definición, por el propio Laclau, de significante vacío —y su relación con el concepto de hegemonía, véase su ensayo «¿Por qué los significantes vacíos son tan importantes para la política?», recogido en su obra Emancipación y diferencia (Buenos Aires, Ariel, 1996, pp. 69-86). Casi veinte años más tarde, en Los fundamentos retóricos de la sociedad (Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2014), Laclau lo define en los siguientes términos: «Un significante vacío, no es tan solo un significante sin significado[…], sino un significante que significa el punto ciego inherente a la significación, el punto en el cual la significación encuentra sus propios límites y que sin embargo para ser posible debe ser representado como la precondición sin sentido del sentido.» (op. cit., p. 81). La noción de «significante flotante» se introduce y problematiza en Hegemonía y estrategia socialista: «[…] si aceptamos el carácter incompleto de toda formación discursiva y, al mismo tiempo, afirmamos el carácter relacional de toda identidad, en ese caso el carácter ambiguo del significante, su no fijación a ningún significado, sólo puede existir en la medida en que hay proliferación de significados. No es la pobreza de significados, sino al contrario, la polisemia, la que desarticula una estructura discursiva […] La práctica de la articulación consiste, por lo tanto, en la construcción de puntos nodales que fijan parcialmente el sentido.» (ed. cit., p. 193; subrayado por los autores). La relación de suposición mutua entre ambos significantes la resume Laclau en Misticismo, retórica y política (Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2002), cuando afirma que «el flotamiento de un término y su vaciamiento son las dos caras de la misma operación discursiva» (op. cit., p. 27).
[5] Véase a ese respecto, Sandro Mezzadra y Brett Neilson, The Politics of Operations. Excavating Contemporary Capitalism, Durham NC, Duke University Press, 2019. A ese propósito, en su reseña del libro de Mezzadra y Neilson, Martin Danyuk se pregunta y responde: «¿Qué tipo de formaciones políticas podrían enfrentarse eficazmente a este horror [de la “mutación del capitalismo en una máquina de acumulación brutalmente racionalizada y globalmente integrada, cuya perpetuación depende de depredaciones cada vez más violentas contra la vida y la socialidad humanas y no humanas”]? El incitante capítulo final del libro plantea un nuevo desafío a los modos estadocéntricos de pensamiento político, concretamente a las teorías izquierdistas tradicionales del cambio revolucionario que se centran en la toma o reforma del Estado. Tomando como punto de referencia experiencias recientes en Grecia y España, Mezzadra y Neilson sostienen que el Estado no es en sí mismo una fuente de poder suficiente para enfrentarse a las operaciones contemporáneas del capital. En su lugar, lo que se necesita es una política de transformación social que vaya más allá del Estado, arraigada en instituciones colectivas fuera de él. Concretamente, esto se realizaría mediante una instanciación más o menos duradera de lo que Lenin (…) denominó dualidad de poderes, en virtud de la cual instituciones políticas formales se articulan con un sistema de “contrapoderes” autónomos (…) dentro de un marco estable de “lucha, transformación y gobierno” (…). Se trata de una visión convincente de una política comunista para nuestro tiempo, cuya ambición se corresponde con la del libro en su conjunto.» (Cf. Martin Danyluk, «The Politics Of Operations By Sandro Mezzadra And Brett Neilson», Society + Space, 25 de noviembre de 2019.) Véase también, de los mismos autores, Border as Method, or, the Multiplication of Labour, Durham and London, Duke University Press, 2013 [Ed. esp.: La frontera como método. O la multiplicación del trabajo (trad. Verónica Hendel), Madrid, Traficantes de sueños, 2017], de cuya edición en español cito el siguiente pasaje: «Si […] fijamos nuestra atención en Ernesto Laclau (…), quien ha construido su teoría política y ha intentado comprender la “heterogeneidad de lo social” a partir de nociones como el [significante] “vacío” y el “significante flotante”, nos enfrentamos [al siguiente] problema […] [E]l momento de la “articulación” es “lo que les da su carácter” a las luchas sociales que, “tanto [las] obreras como [las] de los otros sujetos políticos[,] tienen, libradas a sí mismas, un carácter parcial” (…). La crítica que Laclau y Mouffe hacen del marxismo tradicional rechaza la idea de la existencia de una única posición privilegiada para pensar y llevar a la práctica la transformación de la sociedad (refiriéndose a la posición de la clase obrera y a la contradicción entre el capital y el trabajo). Ello conlleva el riesgo de llevarnos a una suerte de transmutación en virtud de la cual la posición privilegiada tradicionalmente ocupada por el Estado (y por el partido) se convierte en una teoría sobre la primacía y la autonomía del momento de la articulación. Lo que está implícito en esa postura es una defensa de los “viejos derechos de la soberanía” y un compromiso con los “derechos democráticos de autogobierno”, que pueden ser imaginados sólo dentro del marco institucional del Estado moderno (…) El énfasis en lo que Laclau denomina el “antagonismo constitutivo”, o la “frontera radical” que fractura el espacio social (…), inscribe la política en un horizonte dominado por la producción de la unidad (del pueblo) —“el acto político por excelencia” (…)—. El fantasma del Estado se asoma detrás del pueblo de Laclau.» (He modificado la traducción.)
[6] Cf. Laclau y Mouffe, Hegemonía…, ed. cit., p. 162.
[7] Cf. Ernesto Laclau, La razón populista (trad. Soledad Laclau), México, Fondo de Cultura Económica, 2014. [Ed. original: On populist reason, Nueva York y Londres, Verso, 2005.]
[8] Cf. Laclau, La razón populista, ed. cit., p. 98.
[9] Cf. Ernesto Laclau, Los fundamentos retóricos de la sociedad, ed. cit., p. 31. [Ed. original: The Rhetorical Foundations of Society, Nueva York y Londres, Verso, 2014.]
[10] Palmiro Togliatti (1863-1964) sucedió a Gramsci en el puesto de Secretario General del Partido Comunista de Italia —del que había sido uno de los fundadores— de 1938 a 1964.
[11] Se ha traducido la cita de Bruno Cava —cuya fuente u origen, como a todo lo largo del texto en lo que respecta a todas las citas, Negri tampoco aclara de manera puntual o exhaustiva— directamente del portugués, tal como aparece en la traducción portuguesa —hecha por el propio Cava— de la intervención de Negri en la Maison de l’Amérique latine. Véase a ese respecto, sobre las relaciones entre Negri y Laclau, «Máquina Negri Máquina Laclau», entrevista a Bruno Cava por João Vitor Santos, 14 de agosto de 2017 (traducida al español por Santiago de Arcos para Rede Universidade Nômade). El original en portugués de esa entrevista puede consultarse aquí.
[12] Cf. Ernesto Laclau, Política e ideología en la teoría marxista. Capitalismo, fascismo, populismo, Madrid, Siglo XX de España Editores, 1978. [Ed. original: Politics and Ideology in Marxist Theory: Capitalism-Fascism-Populism, Atlantic Highlands, NJ, Humanities Press, 1977. Existe una edición por Verso de 2012.]
[13] En entrevista concedida a Ludolfio Paramio para el diario español El País (5 de septiembre de 1983), Laclau declaró: «A través del peronismo llegué a comprender a Gramsci.»
Traducción: Rolando Prats
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