El reptiliano Foro Económico Mundial anual en Davos, donde los amos del universo se reúnen para felicitarse a sí mismos por su dictadura benevolente, es el hogar de muchas ideas siniestras. Compartir las últimas ideas siniestras con los líderes empresariales es, en esencia, la razón por la que existe el evento. Este año, una de las discusiones más espeluznantes de todas se presentó bajo el pretexto del progreso y la productividad.
Nita Farahany, profesora y futurista de la Universidad de Duke, hizo la presentación en Davos sobre la neurotecnología que está creando la “transparencia del cerebro”, lo que yo antes hubiera asociado más con una bala en la cabeza. Aunque pueden resultar casi igual de destructivas, las nuevas tecnologías, según Farahany, se están implementando en los lugares de trabajo de todo el mundo. Estas tecnologías incluyen una variedad de sensores y se usan de manera portátil, leen los impulsos eléctricos del cerebro, pueden mostrar cuán fatigado estás, o bien si es que estás concentrado en la tarea en cuestión que tienes enfrente, o más bien que tu atención está divagando. Según Farahany, miles de empresas han enganchado a estos dispositivos a trabajadores, que van desde maquinistas de trenes hasta mineros, en el nombre de la seguridad en el lugar de trabajo. Aunque de lo que realmente estamos hablando es que estos trabajadores están siendo espiados en su lugar de trabajo.
Farahany nos pinta la imagen de un futuro cercano en el que cada trabajador de oficina podría estar equipado con un pequeño dispositivo portable que registraría constantemente la actividad de su cerebro, esto es, que crearía un registro omnipotente de tus pensamientos, tu atención, y tu energía, y que tu jefe podría estudiar todo esto a su placer. Ya no sería suficiente aparentar que estás trabajando duro: tus propias ondas cerebrales podrían revelar que estás flojeando.
Farahany reconoce que podría haber inconvenientes aquí: «Si se hace mal, podría convertirse en la tecnología más opresiva que jamás hayamos introducido a gran escala». Sin embargo, ella parece más entusiasmada con la promesa de la tecnología para las corporaciones, y dice bastante santurronamente, que el «Bossware» que existe hoy en día en el lugar de trabajo, tiende a ser más molesto para los empleados «incluso cuando mejora sus vidas».
Ella mostró también unas estadísticas que indican que nueve de cada 10 empleados dicen que diariamente pierden el tiempo en el trabajo, y opinó que, después de todo, tal vez habría una «buena razón» para que los empleadores quisieran controlarlos a todos. Este es el tipo de lógica que tiene sentido para las personas cuyo trabajo consiste en volar a Suiza para asistir a conferencias internacionales, en lugar de, por ejemplo, trabajar en una gasolinera.
Farahany es una persona muy inteligente. Pero su entorno profesional puede haberla llevado a creer falsamente que las corporaciones no cometerán los actos más atroces para obtener un dólar extra de ganancia. Ella argumenta que estas tecnologías ofrecen beneficios prometedores para que las personas mejoren sus propias experiencias en el trabajo, en tanto que nosotros «decidamos usarlas bien» y operemos partiendo desde el principio de: «libertad cognitiva» para proteger la elección individual; el futuro de la vigilancia en el lugar de trabajo puede ser uno en el que, tanto los trabajadores como las empresas se fortalezcan gracias a la lenta evolución de nuestros cerebros hacia mecanismos cibernéticos, conectados y calibrados.
Es ese sentido fundamental de optimismo el que, me temo, es tremendamente ingenuo. Uno no necesita ser un futurista para adivinar cómo irá esto. El «Bossware» es común hoy en día en forma de tecnologías de todo tipo, no tan llamativas, pero igualmente invasivas: ¿qué escriben los trabajadores?, ¿qué están mirando?, ¿cuánto tiempo están «inactivos» en sus teclados?, ¿cómo conducen?, ¿a dónde se detienen?, ¿cuándo aplican los frenos?, ¿qué tan directa es la ruta que toman? Una de estas bases de datos de Bossware es Coworker.org, en la que se encontró que más de 550 productos ya están en uso en los lugares de trabajo. Para cualquier lado donde mires, los trabajadores están siendo rastreados, vigilados, medidos, calificados, analizados y penalizados por un software, por supervisores humanos, y por inteligencia artificial, con el objetivo de exprimir hasta el último centavo de la productividad de estas unidades de carne y hueso, de mano de obra, defectuosas y frágiles, que lamentablemente deben ser utilizadas como empleados, hasta que los robots adquieran un poco más de destreza manual. El insulto supremo de todo esto es que, en la mayoría de los casos, a las personas que padecen la vigilancia se les paga mucho menos que a aquellos quienes la infligen.
Todo esto plantea la pregunta: ¿qué está comprando exactamente tu empleador cuando te da tu cheque de pago? Para los jefes, la respuesta es simple: “Todo”. Es un fundamento base del capitalismo que el empleador es dueño del empleado. Los últimos cientos de años de progreso humano pueden leerse como una muy lenta batalla de la humanidad para liberarse de este preconcebido “derecho” pesadillesco. Durante siglos, por supuesto, los empleadores fueron en realidad dueños de las personas. Incluso después de que se vieron obligados a abandonar la esclavitud, trataron de mantener el mayor grado posible de control sobre las personas. Las empresas de carbón eran las dueñas de las casas en las que vivían sus trabajadores. La Cámara de Comercio es la dueña de los políticos locales que crean la política pública, que rige los pueblos donde viven los trabajadores. Y durante mucho tiempo se consideró rutina despedir, y poner en la lista negra a cualquier trabajador que llevara a cabo situaciones problemáticas en su tiempo libre, como «hablar sobre el comunismo» u «organizar un sindicato». La suma total de las leyes de derechos civiles, las leyes de derechos laborales, y las regulaciones corporativas de todo el siglo pasado, no han sido suficientes para erradicar la firme convicción de los empresarios de que cuando te dan un salario, están comprando toda tu vida.
A la luz de esto, queda claro que otorgar a las empresas la capacidad de monitorear nuestras ondas cerebrales, no es tanto una pendiente resbaladiza como una superautopista de un solo sentido hacia el panóptico. Incluso si dejamos de lado las obvias oportunidades que esto brinda a las empresas para deprimir, de manera deshonesta, los salarios, y construir pretextos espurios para despedir a los activistas laborales. La normalización de esta tecnología representa una reducción del espacio humano y un crecimiento del espacio para el capital. El tiempo de nuestro día, que nos pertenece a nosotros, más que al comercio, disminuye aún más. El área en la que llega uno a ser una persona, en lugar de una unidad económica, se vuelve más pequeña. Lo que las empresas nunca discuten es el hecho de que, una vez que les permitimos reclamar este tiempo, espacio, y datos como suyos, nunca más querrán devolvérnoslo.
En Davos Farahany dijo que en el lugar de trabajo la neurotecnología “tiene una posibilidad distópica”. Pero eso no es afirmarlo con la fuerza suficiente. La ausencia de una estricta regulación confiere la certeza distópica. Esperar a ver cómo se desenvuelve todo esto es una idea muy peligrosa. El mayor error que puedes cometer con las distopías es asumir que nunca se volverán reales.
Traducido por Lydia Neri para Rebelión
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