“La fuente permanente de la vida democrática es su elemento insurreccional”
Étienne Balibar / Filósofo

En esta entrevista con el filósofo marxista Étienne Balibar, realizada en abril en París, se discuten aspectos estratégicos, de composición social y política, de prácticas y de valores de los movimientos de protesta en Francia, fundamentalmente del movimiento contra la reforma de las pensiones y el movimiento Soulèvements de la terre contra la devastación de los ecosistemas rurales. A día de hoy, el pueblo francés continúa con las espadas en alto, sin que aún pueda hablarse de derrota o de victoria, mientras las luchas en Francia, al igual que la guerra en Ucrania, permanecen ausentes de las discusiones sobre la unidad de la izquierda en España.

Hemos escuchado tu presentación en el taller sobre la huelga que tuvo lugar en la Universidad de París 8 Saint-Denis-Vincennes. Me pareció muy interesante el concepto de “insurrección democrática” que propones. Lo has tratado añadiendo otro aspecto importante: que la insurrección no es algo que vendrá o que esté por venir, sino que es algo que ya está aquí y ahora. ¿Te importaría volver sobre este punto?

Sí, la insurrección no es algo que esté por venir: está teniendo lugar en este momento. He utilizado este término a propósito, porque no me parece que haya otros mejores, pero por supuesto tenemos que discutir el significado que le damos. Remite, por lo demás, a cosas que he escrito hace bastante tiempo y que sigo defendiendo. No rechazo el término democracia, al contrario: creo que la raíz permanente, la fuente permanente de la vida democrática es precisamente su elemento insurreccional, es decir, el rechazo del orden existente, dominante y desigual. Durante mucho tiempo he trabajado con un par antitético, insurrección-institución, que se parece un poco al par poder constituyente-poder constituido de Toni [Negri]. 

Y luego hay una tradición en el uso de este término que viene de la Revolución Francesa y también del contacto que tuve con los norteamericanos y sudamericanos; y de la gran avenida de la Ciudad de México que se llama Insurgentes; y de la Revolución Americana, que utilizó mucho la categoría de “The Insurgents”. Y además es una palabra de la Comuna de París. Así que me parece importante utilizar este término porque conserva la idea de ruptura con el poder y, en consecuencia, con lo dominante.

Estoy de acuerdo con esta lectura, porque da la posibilidad de imaginar y construir nuevas instituciones a partir de la parte más cercana a la gente, el territorio. Por ejemplo, el otro día hablábamos del municipalismo.

Sí, qué duda cabe, pero tampoco quiero enredarme en esta discusión. Hubo alguien que hizo una intervención muy interesante durante el debate, evocando Rojava e introduciendo el tema del municipalismo en el sentido de Murray Bookchin y otros. Esta es también una perspectiva muy interesante, pero no quiero que penséis que imagino una especie de reconstrucción anarquizante del sistema político en la que todo se base en las comunas municipales.

Creo que es muy importante refundar la práctica democrática en contacto con luchas y elementos muy fuertes de autogestión a nivel local. Pero justo después en el debate empezamos a hablar del Estado, de los servicios públicos. Si reflexionamos sobre estos elementos, no creo en absoluto que en un contexto como el del Estado en Francia, y más en general en Europa, se pueda abolir el Estado y poner en su lugar una federación de comunas municipales.

Francia es un país, como se suele decir, jacobino o bonapartista –a veces hay una gran confusión entre estos dos aspectos–, y luego hay raíces aún más antiguas que lo convierten en un país en el que el centralismo estatal es absolutamente monstruoso. Se trata de una ideología compartida tanto por la derecha como por la izquierda. Toda la sociedad está organizada en torno al poder central. Por eso tenemos que hacer un esfuerzo muy importante para deconstruir, como decía uno de mis maestros, Jacques Derrida, esta representación totalmente vertical o verticalista de lo político.

Reflexionando de nuevo sobre la relación entre insurrección democrática e instituciones, compartimos desde luego la perspectiva de la insurrección como elemento fundador y dinámico de la democracia. Pero si hablamos de instituciones del Estado, esta perspectiva implica claramente que las instituciones son capaces de reformarse a sí mismas a partir del momento insurreccional. Ahora bien, el problema es que las instituciones –al menos, las estatales– no responden hoy dinámicamente al impulso insurreccional, por ejemplo, reformándose. Al contrario, la situación política, en el caso de Macron y su gobierno, está completamente cerrada y me atrevería a decir que bloqueada.

Claro, estoy de acuerdo. No albergo ilusiones sobre las capacidades –y si queréis hablamos también de Macron– de democratización endógena del sistema estatal en su forma actual y a partir de sus propias instituciones. La cuestión es si tenemos un concepto puramente estatal de lo que llamamos instituciones, o si intentamos tener un concepto más amplio de instituciones. Hay una tradición también en el pensamiento de izquierdas –y aquí estoy muy lejos de lo que aprendí de mi maestro Althusser, he evolucionado en este sentido– que tiene que ver con el pensamiento crítico, en el sentido amplio del término, que utiliza la categoría de institución en un sentido mucho más amplio, más activo, más revolucionario que la acepción jurídica y estatal del término. Por ejemplo, Cornelius Castoriadis hablaba de la institución imaginaria de la sociedad; Miguel Abensour empleaba la idea de la capacidad instituyente de los movimientos populares, etc. Son formas de decir que los movimientos que cuestionan la verticalidad del Estado o el monopolio de las clases dominantes sobre el gobierno de la sociedad no son solo movimientos que destruyen, sino que inventan, que organizan, que proponen formas de organizar la sociedad.

¿Qué diferencia crees que hay entre este movimiento y los anteriores (el movimiento contra la Loi Travail, los Chalecos Amarillos, etc.), respecto al hecho insurreccional?

En mi opinión, los otros movimientos también pueden calificarse de movimientos insurreccionales.

¿Existe entonces una continuidad entre estos diferentes movimientos o momentos de la misma tendencia insurreccional?

Sí, claro.

¿Se podría hablar incluso de una insurrección que estaría cobrando un carácter permanente?

Quiero tener los pies en el suelo y ser realista. No hay que perder de vista que, de alguna manera, desde hace varios años –es difícil fijar un punto de partida preciso–, los movimientos sociales que vemos en Francia tienen todos al principio un carácter defensivo. Son movimientos que reaccionan con mayor o menor fuerza, con pasión me atrevería a decir, con esperanza política, al trabajo de demolición que está llevando a cabo el poder neoliberal en Francia. Todo esto está lleno de paradojas: cuando uno se pregunta qué imagina Macron en este momento, qué tiene en la cabeza, sencillamente se puede decir que quiere ser la Margaret Thatcher francesa. Macron piensa así. Aunque no soy extraordinariamente optimista sobre la correlación de fuerzas, creo que las condiciones que permitieron a Margaret Thatcher obtener una victoria casi total sobre el movimiento obrero británico y en particular sobre el sindicalismo y, más en general, sobre la sociedad, las clases trabajadoras, no son las mismas en Francia.

De todos modos, surge una cuestión y es la siguiente: ¿por qué el capital financiero necesita una Margaret Thatcher en Francia en 2023? ¿Por qué el capitalismo francés lleva cuarenta años de retraso con respecto a otros países similares en el desmantelamiento del estado del bienestar que se creó tras el final de la Segunda Guerra Mundial? Se podría escribir una larga historia al respecto.

Hay varias razones, pero lo que es seguro es que todos estos movimientos, uno tras otro, presentan sobre todo un carácter defensivo. En todo ello hay también elementos de desesperación, un aspecto que me llama mucho la atención. El día 5 de abril, en el debate de París 8, en la intervención de una compañera joven, surgió una verdadera desesperación de una categoría de estudiantes que ya no comen; en un sistema universitario que se desintegra progresivamente, los jóvenes tienen la impresión de que su futuro es oscuro.

Luego estaba el compañero que hablaba en nombre de las banlieues. Podríamos pensar que es bueno que haya alguien que venga a decirnos que no hay que olvidar a los inmigrantes, que no hay que olvidarse de las banlieues, pero en el hecho de que hablara con tanta vehemencia vi algo más: que la vida es insoportable en las banlieues. Entonces, cuando se dice que el movimiento olvida estas cosas es verdad y mentira a la vez, porque lo interesante de lo que está pasando ahora es que, si tomamos la huelga de los basureros o incluso las manifestaciones, no hay una fractura racial insalvable que separe a los inmigrantes de los trabajadores “franceses”.

Pero el problema existe como tal, y si intentamos reflexionar sobre el futuro o las posibilidades de un movimiento insurreccional o una insurrección pacífica en un país como Francia, no tardamos en preguntarnos cómo superar las fracturas entre la clase obrera en el sentido tradicional del término, por un lado, y, por otro lado, la juventud en paro de las banlieues que desciende masivamente de inmigrantes de las antiguas colonias francesas. No existe el abismo que describen algunos teóricos radicales de la “lucha de razas”, sino un problema, una contradicción. Con este tipo de problema en mente, en el breve texto publicado enL’Humanité –¡sólo disponía de 3.000 caracteres!– utilicé la famosa fórmula del presidente Mao sobre las “contradicciones en el seno del pueblo”. Hay muchas cosas del presidente Mao que no me gustan, pero creo que esta fórmula es muy importante. 

Pero es precisamente el elemento insurreccional el que permite no limitar los movimientos a su carácter defensivo.

Me parece importante que en la Nuit Debout, en el movimiento de los Chalecos Amarillos y en las huelgas actuales contra la prolongación de la edad de jubilación no solo haya habido desesperación, así como que no se trate únicamente de luchas defensivas. Estos movimientos aportan también una dimensión constructiva, un elemento de esperanza y de imaginación para el futuro. No se trata solo de defender conquistas, por fundamental que sea la defensa de estos logros. Cada vez está más presente la doble idea de que la sociedad puede organizarse de otro modo y de que, por otra parte, las personas de abajo, como diría nuestra tradición política común, tienen una capacidad real de hacer que la sociedad funcione de forma diferente.

Desde luego, hay experiencias recientes que han tenido que desempeñar un papel importante para alimentar esta idea. No es una cuestión de espontaneidad. No creo que la idea de la gente que sale a la calle sea: “Somos el pueblo, tomemos las cosas en nuestras manos” contra esta casta de oligarcas y tecnócratas. No creo que la gente crea –esto es un poco el mito de la Comuna de París– que basta con tener asambleas del pueblo para gobernar un país. Son perfectamente conscientes de que no solo hacen falta funcionarios, sino también organizaciones y estructuras. Pero quienes nos gobiernan han demostrado recientemente que hay una especie de impostura en la pretensión de las clases dirigentes de ser las únicas capaces de gobernar.

La covid-19 ha sido una experiencia muy interesante a este respecto. Tanto en los hospitales como en las escuelas o los institutos, todo se habría derrumbado, nada habría podido funcionar si el colectivo del personal de los hospitales o el de los profesores no hubiera compensado las contradicciones y el desorden provocados por las instrucciones que venían de la administración central.

De esta guisa, el pueblo ha experimentado una capacidad colectiva de organización y de gobierno, y sabe que este poder tecnocrático neoliberal que pretende gobernarlo todo provoca en realidad desórdenes por todas partes. Por supuesto, podemos y debemos plantearnos la cuestión de si no existe una estrategia perversa –y volvemos así a nuestro punto de partida– y totalmente deliberada para desorganizar los grandes servicios públicos al objeto de favorecer su privatización, es decir, de instaurar sistemas de servicios fundamentales totalmente privados y organizados con arreglo a las clases, un sistema con los ricos o ultrarricos con escuelas privadas, hospitales privados, clínicas privadas, pensiones de capitalización, etc., por un lado, y el pueblo llano con servicios degradados, por otro lado. A pesar de que elementos de la tradición de la “République Sociale” han retrasado relativamente este proceso, las cosas también están mal en Francia: basta con acudir a una cita hospitalaria para comprobar que hay escasez de personal. Así que puede ser que haya una estrategia perversa por parte del poder: de hecho, vemos que mientras afirman querer salvar los servicios públicos, están echando abajo todo.

Para terminar sobre este punto, no estoy diciendo que el movimiento social al que asistimos, que viene después de otros movimientos, vaya a conseguir más que los anteriores invertir el curso de esta historia, de esta política. Sin embargo, me impresiona mucho el hecho de que, cada vez que se presenta la ocasión, cada vez que se defiende algo esencial, resurge esta doble dimensión constructiva y esperanzadora.

Y hay algo más que invita a la reflexión: los Chalecos Amarillos, por ejemplo, fueron tan populares porque mucha gente en Francia pensó que esas personas hablaban en nombre de todos nosotros y luchaban por nosotros. No es un movimiento que involucrara a una mayoría de ciudadanos franceses; la “Nuit Debout” tampoco lo hizo, aunque por motivos distintos. No hay que idealizar el movimiento actual, no todo el mundo participa en él de la misma manera, pero en este sentido creo que los sondeos son reales cuando muestran que una gran mayoría de franceses apoya el movimiento.

Y hay otros indicios: si una inmensa mayoría de trabajadores, precarios o no, no estuvieran ahogados por el aumento del coste de la vida y por unos salarios cada vez más bajos, tendríamos cuatro o cinco veces más gente en las huelgas y manifestaciones. He leído el texto de Frédéric Lordon, que afirma que el poder ahora solo se mantiene gracias al hilo que lo une a la policía y a Darmanin [ministro del Interior]. Este análisis no me parece correcto: el poder tiene todo tipo de recursos, incluida una Francia de derechas o de extrema derecha con la que puede aliarse. Pero lo cierto y sorprendente es que el poder se encuentra en un estado de aislamiento y de impotencia política.

(…)

Si miramos a Francia con una perspectiva europea, ahora mismo, tiene una dimensión de lucha institucional que otros países no tienen. ¿Cómo te lo explicas?

Sí, es impresionante, aunque debo tener cuidado de no caer en el narcisismo.

Creo que es importante hacerse esa pregunta, también porque has hablado de esperanza. Y estamos de acuerdo, también necesitamos esperanza. En tu opinión, ¿este “modelo francés” de luchas podrá llevar a que se muevan otros países europeos? Pienso en Alemania o Italia, por ejemplo.

Ay, amigo, no lo sé. Porque precisamente he vivido la esperanza, seguida más tarde por la desilusión, de que se creara en Europa algo así como un espacio político común, en el que no solo pudieran circular ideas y proyectos organizativos, sino también en el que los movimientos sociales y políticos surgidos de abajo pudieran animarse y reforzarse mutuamente.

Nunca pensé que desaparecerían las fronteras; soy muy consciente de que las tradiciones nacionales son fuertes, de que el poder se organiza a escala nacional y de que las luchas obreras y, más en general, populares, también. Sin embargo, yo creía no solo en el internacionalismo, sino también en la internacionalización de las dinámicas políticas. Y esta idea alimentó en mí y en otros la esperanza y el objetivo de poner en marcha un movimiento constituyente, expresión que utilicé en el momento de la crisis griega en un texto escrito junto con Sandro Mezzadra y Frieder Otto Wolf, y no es casualidad que lo firmáramos un francés, un alemán y un italiano. Sandro había mencionado ese concepto, un “momento constituyente para Europa”, y a partir de ahí escribimos juntos. Nos referíamos a una alternativa política concebible a escala de la propia Europa, y a nuestro juicio esta cobraba aún mayor importancia en la medida en que todos rechazábamos el nacionalismo, el soberanismo que tanta influencia tiene en una parte de la izquierda de cada país.

Cada cierto tiempo hemos nutrido la esperanza de que causas comunes a todos los pueblos de Europa pudieran servir de cemento para la cristalización, para el cambio de escala del espacio de las luchas sociales y políticas, algo tanto más necesario cuanto que se trata de un recurso fundamental utilizado por el capitalismo actual para organizar los poderes de decisión real tanto en el plano nacional como supranacional. En el plano transnacional, ya no existen formas de protesta, al menos en apariencia, a excepción del nacionalismo.

Para nosotros, las causas en juego eran otras. Pensábamos que era el apoyo a experiencias de izquierda o de extrema izquierda, como Syriza en Grecia o Podemos en España, la resistencia a la financiarización extrema. También pensábamos que era la defensa de los derechos de las personas migrantes y refugiadas.

El movimiento contra la crisis climática, “fin du monde, fin du mois”, quizás pueda ser una respuesta en este sentido para repensar una nueva dimensión que cruce fronteras.

¡Ahí estamos de acuerdo, amigo! Es el candidato más serio a una transnacionalización de las luchas, y quizás nos hayamos equivocado al no hablar de ello hasta ahora. Y aquí tocamos otra contradicción en el seno del pueblo. Es muy interesante y puede ser decisivo que en este momento haya en Francia, al mismo tiempo, aunque no a la misma escala, un movimiento de protesta social y de defensa de las conquistas del estado del bienestar, por un lado, y por otro un movimiento cada vez más visible contra la destrucción del medio ambiente, y en particular contra la política del capitalismo extractivo del medio ambiente. Se trata de una causa potencialmente transfronteriza.

Eso sí, no hay una fusión absolutamente espontánea de los dos, y precisamente por eso, como muchos otros, digo que la discusión debe desarrollarse entre las las bases, y por supuesto con mediadores, sindicalistas y tal vez intelectuales, para garantizar que la gente hable, que la situación no se quede empantanada. Por un lado –y quede claro que no quiero presentarlo de forma caricaturesca– tendríamos trabajadores que tienen interés, o que creen tener interés en que continúe el productivismo, porque de ahí se deriva su empleo, su nivel salarial; y por otro lado, jóvenes y no tan jóvenes –y yo soy uno de ellos– que están apegados a la idea de que solo podemos salvar algo del medio ambiente a condición de que nos comprometamos con la vía del decrecimiento. Esto es potencialmente transnacional.

El concepto de decrecimiento. Durante mucho tiempo no nos hemos adherido a esta visión del decrecimiento. Creo –y éste es el debate que tenemos dentro de la comunidad política a la que pertenezco– que debemos adoptar esto como un punto cardinal de lucha.

Yo también lo creo, pero tenemos que ser serios y explicar que el decrecimiento no es el cierre de todas las fábricas y la vuelta a la vida de los cazadores-recolectores amazónicos. Es una transformación de la sociedad industrial.

Y, por lo tanto, también un rechazo de este modelo capitalista de sociedad industrial que destruye la vida.

¡Sin duda!

Quizá podamos formularlo de esta manera: se trata de reflexionar y comprometerse concretamente en la cuestión estratégica de cambiar el modo de producción.

Sí, precisamente, se trata de un cambio del modo de producción, y me refiero aquí a la definición elemental de la expresión “modo de producción”.

Y en este necesario cambio de modo de producción también hay cosas que tienen que “crecer”, como los servicios públicos, las actividades asistenciales, la circulación del conocimiento, la educación, etc.

Sí, claro, y aquí es donde llegamos al meollo del problema, porque hay que estudiar la necesidad de una planificación democrática. Es decir, una planificación que implique la iniciativa de toda la población desde abajo (y no el Gosplan que viene desde arriba) en la transformación de los modos de vida y de los servicios. Si se dice que hay que reorganizar la sanidad y los servicios médicos, se llega inmediatamente al meollo del problema. La gente tiene tumores; la vida humana está hecha de fluctuaciones permanentes entre lo normal y lo patológico de distintas maneras, y para hacer que todo esto sea soportable hacen falta una serie de medios técnicos, y por ende hay que producirlos, no se trata de volver a ser campesinos en la Edad Media.

Y a este respecto cabría trazar un vínculo entre este tema ecológico y la reforma de las pensiones. En la Universidad de París 8 insististe en la importancia del hecho de que la movilización comenzó en torno al rechazo de la reforma de las pensiones, y que el tema de las pensiones no es solo un “pretexto” para oponerse a las políticas de Macron en general, sino una cuestión fundamental sobre qué tipo de sociedad queremos construir. Es un asunto decisivo, porque está en juego la relación entre el tiempo de trabajo y el tiempo de vida; y el cambio en el modo de producción implica también eso, repensar esta relación desde una perspectiva ecológica. Abandonar la carrera a ciegas del productivismo probablemente signifique preguntarnos qué debemos producir y cómo debemos hacerlo, y reflexionar sobre el hecho de que hay una serie de actividades en nuestra vida que ya, aquí y ahora, no responden a la lógica mercantil y que han de ser reforzadas.

El tema de las pensiones plantea toda una serie de cuestiones políticas muy interesantes. Un tema que surge constantemente en los discursos de la clase dirigente en este debate es: “¿Cómo vamos a defender a escala europea un sistema de pensiones que presenta una disparidad total respecto a lo que se hace en todos los demás países europeos? En todas partes la edad de jubilación es de 65 o incluso 67 años, como en Alemania o Italia, y vosotros en Francia os jubiláis a los 62 años, ¡sin dar un palo al agua! No se pueden defender tales privilegios!”. Esto se complementa con el discurso de Macron, que no para de repetir que los franceses no trabajan lo suficiente, que son perezosos.

Podríamos entrar en detalle para entender qué hay detrás de la abstracción de estas cifras, es decir, hasta qué edad trabaja realmente la gente en otros países europeos, y también en Francia, teniendo en cuenta que el límite de edad de 62 años no significa desde luego que todo el mundo acabe a los 62 años, a veces están en paro con esa edad o siguen trabajando más años porque el importe de su pensión a los 62 sigue siendo demasiado bajo. 

Y luego podríamos adoptar el punto de vista de que, en lo fundamental, cuanto más puedan protegerse los trabajadores de la sobreexplotación, mejor para ellos y, en ese sentido, en lugar de culpar a los franceses por trabajar menos que los italianos y los alemanes, ¡deberíamos desear que los italianos y los alemanes se jubilaran antes!

Lo dije rápidamente en mi texto: sorprende comprobar hasta qué punto el debate sobre las pensiones verifica el concepto marxista o marxiano, muy sencillo pero fundamental, del valor de la fuerza de trabajo y de su explotación. A condición, claro está –y esto está en la propia lógica de Marx, creo yo–, de que salgamos del punto de vista microeconómico, es decir, de creer que el valor de la fuerza de trabajo sólo se define a escala del día y del año.

Por el contrario, es un concepto que atañe a toda la vida del trabajador. Si nos planteamos el problema de saber a qué precio se compra y se vende la fuerza de trabajo, vendida por los trabajadores y comprada por el capital, es evidente que en el sistema actual –y esto no era así en la época de Marx– debemos incluir en este valor tanto los salarios que las personas ganan durante su vida como las pensiones que cobran después. Y así, desde este punto de vista, la ofensiva actual del capital francés consiste en ejercer la máxima presión sobre esa remuneración total. Es la misma lógica que encontramos en el capítulo de El Capital dedicado a la jornada de trabajo, salvo que aquí no razonamos en el plano de la jornada de trabajo, sino de toda la vida.

Si planteamos el problema en términos de distribución del valor producido por el conjunto de la sociedad, me parece que la cuestión cambia de sentido. La desigualdad de la distribución no deja de crecer bajo el sistema actual; el desmantelamiento de las conquistas tradicionales de la seguridad social y del sistema de pensiones forma parte de los medios que utiliza el capital para reducir aún más el precio al que compra la vida de los trabajadores. Por lo tanto, ¡la defensa de todos los aspectos de esa remuneración, directos e indirectos, es el meollo de la lucha de clases!

Llegados a este punto, más que preguntarse si es justo jubilarse a los 62, 65 o 67 años, la pregunta que hay que hacerse es si los trabajadores, incluidos los de los servicios, es decir, los que constituyen la inmensa mayoría de la sociedad, tienen lo suficiente para vivir digna y correctamente en el mundo actual. La respuesta es la siguiente: aunque es cierto que partimos de un nivel muy alto, porque los países del Norte se han beneficiado de la imposición imperialista, y el movimiento obrero ha impuesto muchos compromisos al capital durante siglo y medio, la tendencia general se encamina a la precariedad, a la proletarización de los niveles de vida.

Pero hay otro aspecto del sistema de pensiones en el que hay que insistir, y es el que has mencionado antes: no solo se trata de cómo se distribuyen los productos del trabajo, teniendo en cuenta las grandes desigualdades que existen entre hombres y mujeres, sino sobre todo de cómo se divide la vida entre trabajo y actividad libre.

El trabajo es una categoría que tiene que ser discutida, reflexionada, criticada; es cierto que una tradición en el marxismo contemporáneo, pienso en Postone y otros, afirma que la noción misma de trabajo es una noción capitalista. Esto es cierto. Aunque Marx escribió que el objetivo de la sociedad comunista es reducir el tiempo de trabajo al máximo para liberar tanto tiempo como sea posible para la actividad libre, en realidad –podría equivocarme– no creo que el trabajo sea lisa y llanamente esclavitud. Por el contrario, creo que podemos y debemos pensar que hay en el trabajo una condición que hay que organizar de otra manera para realizar la propia vitalidad, la propia potencia de acción.

Sin embargo, lo cierto es que, por otra parte, hoy es fundamental saber si los individuos y las sociedades disponen de tiempo libre para actividades distintas que las que están al servicio de un empleador. En este debate sobre las pensiones, se ofrece una imagen caricaturesca del pensionista como alguien que está sentado en su sofá delante de la televisión –es la imagen caricaturesca del prolo francés, que vive a mesa puesta por su mujer y que el día de la jubilación se sienta en el sofá con su cigarrillo a ver la televisión–. Pero eso no es lo que hacen los jubilados.

Participan por ejemplo en actividades asociativas, en la economía social y solidaria; realizan múltiples actividades que participan en la producción de riqueza en la sociedad.

¡Ya lo creo! Y esto se pone de manifiesto si hacemos hincapié en la importancia de los cuidados, los servicios y la solidaridad. Marx tenía buenas razones para decir que el trabajo se socializa, pero el trabajo que se organiza en formas capitalistas crea muy poca solidaridad en el seno de la sociedad. Y por eso es interesante comprobar que las personas que ya no están obligadas a ir todos los días a su oficina, a su empresa, son las que transmiten su vitalidad, su conatus, quediría Spinoza, al campo de las actividades asociativas, sin las cuales la sociedad no podría vivir. Se trata, por lo tanto, de personas sumamente útiles. Y no hay que preguntarse cómo se evalúa el valor mercantil de sus actividades, porque no son actividades mercantiles. No digo que sea el comunismo, no lo sé, pero sin duda es el no-capitalismo, sin el cual las sociedades no podrían sostenerse.

Es tal vez lo que podemos llamar la comuna.

Por supuesto, es una forma de comuna, una de las formas de comuna. La imagen caricaturesca del pensionista es la del ultraindividualismo. Hay muchas cosas que van en este sentido: hace unos días leía un artículo en Le Monde que decía que el debate francés sobre las pensiones tenía que provocar estupor al lector del Québec, porque allí tienen el mejor sistema de pensiones del mundo. Ese sistema se basa en las capitalizaciones individuales, y son capaces incluso de explicar que los fondos de pensiones invierten eligiendo, de manera ética, inversiones “limpias” en todo el mundo, desde África hasta China, ¡lo que significa que su sistema sería un sistema internacionalista y no nacionalista! Cada cual trabaja para sí mismo, cada cual contribuye para sí mismo y, al final de la historia, ¡cada cual vive solo y muere solo! No digo que el problema de las pensiones lo sea todo, y además tengo una tendencia hacia lo que Hegel, y luego Marx, llamaban empirismo especulativo, es decir, que cuando pasa algo lo abordas como una apuesta teórica fundamental. Pero desde luego no es una batalla conservadora.

No tiene nada de conservador, y si la “jeunesse”, los protagonistas del movimiento y de los “débordements” después del recurso al art. 49.3, se han tomado la cuestión de las pensiones tan en serio y tan a pecho, es porque ven en esta batalla algo que remite inmediatamente a la cuestión de la vida de la sociedad, y de ahí a la cuestión de la vida del planeta, de la ecología. Sobre esto circulaba un cartel muy divertido: “Quiero jubilarme antes del fin del mundo”.

¡Sí, son muy graciosos! Tal vez podamos ver en sus consignas y en su experiencia una manera de articular orgánicamente la cuestión de la precariedad y la de la jubilación. En algunos aspectos, la jubilación es la antítesis de la precariedad. Puede parecer paradójico, aunque no lo es, que los jóvenes, cuyo primer problema consiste en comprender las condiciones en las que van a poder encontrar un trabajo, no anden buscando la seguridad, como si fueran pequeños burgueses.

Su objetivo no es sólo tener un sueldo a fin de mes, aunque eso sea importante. Les gusta hacer otras cosas en su vida y no limitarse a ir a la oficina. Y a este respecto el teletrabajo no resuelve nada. Quieren hacer otras cosas en su vida, militar por la ecología o inventar nuevas actividades artísticas y culturales, pero su problema inmediato es la precariedad. Por un lado, se les impide hacer planes personales y, por otro lado, se les echan abajo las formas de empleo que se han venido construyendo prácticamente a lo largo de un siglo.

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Esta entrevista se publicó en italiano en Global Project

Traducción de Raúl Sánchez Cedillo

Información adicional

Autor/a: Francesco Brancaccio / Francesco Pavin
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Fuente: público

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