La miseria en el medio intelectual

Es mucho lo que se ignora todavía acerca de las interceptaciones y el posterior destape de Benedetti. –Es claro, eso sí, que no fue obra del Gobierno–. Pero las respuestas y reacciones de ciertos intelectuales son, en todo caso, muy reveladoras del talante –y el impacto– de este grupo social.

A trama de los acontecimientos que se precipitaron con el robo en la residencia de Laura Sarabia, la jefe de despacho del presidente Petro, hasta el poco convincente suicidio del jefe de Policía de la casa presidencial parece seguir un sorprendente libreto. Especialmente con la divulgación de una procaz conversación telefónica del hasta entonces embajador en Venezuela, A. Benedetti, de la que termina desprendiéndose una denuncia de ingreso ilícito de dineros de la mafia a la campaña electoral de Petro. Pero no se necesita recurrir a ninguna teoría “conspirativa” para explicarlo, son las grandes empresas de comunicación, comprometidas evidentemente en la ofensiva de la oposición, quienes se han encargado de resaltar la continuidad y las coherencias entre los acontecimientos.

Así, el gobierno quedó obligado a responder por unos hechos que le eran ajenos o, si acaso, relacionado en calidad de víctima si se tiene en cuenta el sospechoso robo que obró como detonador. Pero la argucia mediática resultó de extraordinaria eficacia: la inmediata evocación del “proceso 8000” desarmaba al presidente quien tendría que decir, al igual que Samper, “todo sucedió a mis espaldas”. Por fortuna, la magnitud del ridículo, tan grande como perversa y retorcida era la trama, poco a poco fue deshaciendo la eficacia del ataque. A tal punto que, siendo evidente el protagonismo malévolo de ciertos grandes medios, el gobierno obviamente tuvo que denunciar, no les quedó a éstos más alternativa que trasladar el debate a una supuesta amenaza oficial contra la libertad de prensa.

De todo ello ha quedado, por lo menos hasta ahora, la inquietud acerca del papel de ese personaje de opereta que Petro había colocado, al lado de otro politiquero de profesión, Roy Barreras, a la cabeza del Pacto Histórico. O mejor, la inquietud acerca de la validez de estas estrategias de “acuerdo nacional” que muchos, incluyendo militantes de la “Colombia humana”, habían puesto en duda desde el principio.

Análisis de “expertos”

Es curioso. En contra de aquello que salta a la vista, las interpretaciones de los “analistas”, especialmente de aquellos que pertenecen a esa disciplina que ha servido para disfrazar de “científicas” las opiniones políticas, parecen coincidir en que el gobierno supuestamente ha errado por culpa de su radicalismo aislacionista, actitud que seguramente va a enmendar. Consultada por un par de articulistas de la redacción del único periódico de significativa circulación del país, Ana María Aguirre, profesora de la U. Javeriana, desarrolla esa línea de pensamiento y arriesga una conclusión: “el Presidente tiene que entender que tiene que llegar a acuerdos con los partidos políticos en el Congreso, el Congreso de la República no es una Notaría, él necesitará acceder y necesitará conciliar para construir un gobierno de unidad”(1).

No es una opinión, es lo que va a suceder, nos dice. El punto de partida de las reflexiones es la temida “polarización” que, sin mayor sustentación, se ha convertido, para los analistas y la llamada opinión pública, en un hecho incontrovertible. Ariel Ávila, exitoso politólogo, y hoy Senador de la República, aprovechó una reciente entrevista para desestimar la posibilidad de un “golpe blando” y ofrecer su análisis predictivo, después, eso sí, de dolerse de las amenazas sobre la “libertad de prensa”: “vamos a vivir como tal una situación que es lo que llamé precalentamiento de la democracia en calle. […] vamos a vivir el Gobierno ya en la calle y la oposición en la calle. Todo el mundo radicalizado, no sólo el gobierno”(2).

Sobra señalar que, para él, no sería algo deseable. Semejante conclusión, que suena a advertencia, parece desprenderse de lo que sería el núcleo duro (¡!) de su análisis: “Si el gobierno piensa que va a pasar sus reformas como quiere es absurdo, porque no tiene las mayorías…” –Aunque antes ya se había disculpado, poniendo en evidencia su recién estrenado corazoncito parlamentario: “que no aprueben las reformas no es culpa del Congreso en el sentido de demoras, es culpa del Gobierno, que no las preparó rápido…”(3)  –Confía de todas maneras en que se va a mantener abierta “la puerta institucional”. Llama entonces a los “partidos tradicionales” a aceptar algún tipo de reformas, evitando la “radicalización”.

Por su parte, Jorge Iván Cuervo, profesor del Externado no duda en convertir abiertamente el análisis en reconvención: “el gobierno debe bajarles el volumen a las peleas mediáticas”. Y pontifica: “Apostar a la reconfiguración para tomar un segundo aire. Optar una vía más pragmática. Los gobiernos deben saber que hay que gestionar y convencer a los congresistas”.

Efectivamente, es curioso. No se necesita doctorado en Ciencia Política para descubrir en el reciente escándalo, que si algo ha hecho este Gobierno –y bastante le ha costado, en términos de credibilidad y estabilidad– es buscar la llamada “gobernabilidad”, sobre todo con los partidos políticos del establecimiento y sus corruptos dirigentes. Bien alto es el precio que cobran por aceptar unas reformas, eso sí corregidas y mutiladas, descompuestas hasta su inocuidad. Las expresiones de un personaje como Benedetti, reclamando porque no le dieron ninguno de los Ministerios que ambicionaba, lo resumen todo. Y la llamada derecha es tan cínica que ahora aprovecha, en su propaganda, el viejo dicho popular de que “todos los políticos son iguales”, para hacer hincapié en que  con este gobierno del “cambio” ¡no ha cambiado nada!

La conclusión que se desprende de este sórdido episodio debería ser, pues, exactamente la opuesta. Y la recomendación tendría que ver, por el contrario, con la necesidad de construir un gobierno con verdadera identidad, explorando alguna variante del viejo esquema gobierno-oposición. Sin embargo, ese no es el sentimiento predominante entre los intelectuales. Ante el espantajo de la polarización lo que conviene es la conciliación. Y en un país violento como el nuestro, la reconciliación. Es el sentido común de los intelectuales. Porque ellos no siempre piensan en categorías filosóficas profundas  o desde la ciencia pura, sino que tienen sentido común como los ciudadanos “de a pie”.

Lo preocupante es que ese sentido –que no es más que un conjunto de prejuicios generalizados– al atribuirle carácter de análisis científico y por tanto superior credibilidad, tiene graves implicaciones políticas. Por ejemplo, se subestima, con el pretexto del rechazo a las “teorías conspirativas”, el papel que juega en el país el ejercicio de una oposición sin escrúpulos. En efecto, sin necesidad del calificativo de “golpe blando”, es preciso reconocer que la derecha ha venido, al  tiempo que se burla de la ausencia de cambios, organizando y llevando a cabo la más implacable ofensiva jurídica y mediática en contra del actual gobierno. Minimizándolo, los análisis de los intelectuales terminan identificando el peligro, principalmente en las posibles reacciones del gobierno y no en la oposición, la cual logra –así su cometido que no será “golpe” pero no es tan “blando”–, deslegitimar y acorralar a los promotores de los cambios, obligándolos a renunciar a sus objetivos.

El mismo periódico antes mencionado titula uno de sus artículos que pretenden ser descripción empírica: “El giro que marca la nueva estrategia del presidente Petro” Con un subtítulo que nos recuerda la advertencia de un politólogo: “Lealtad a toda prueba, agitar el fantasma de un supuesto ‘golpe blando’ y la calle como tarima, su táctica para superar la crisis y mover sus reformas”(4).

El miedo a las reformas

La sustancia del cambio es, como resulta obvio, el conjunto de reformas que ha propuesto. Es sobre ellas que supuestamente se debería llegar a acuerdos, abandonando los radicalismos. Pero no es tan sencillo como decir “yo cedo aquí, tu cedes allá”; mucho menos la filosofía del regateo que debe terminar en “¡partamos la diferencia!”, consejos todos que suelen provenir de los intelectuales acostumbrados a pensar que la “objetividad” siempre está en el “justo medio”. Y no se crea que se trata solamente de aquellos vinculados a las universidades privadas y de élite. También de la Universidad Nacional, otrora imagen de la izquierda académica, que lleva por lo menos treinta años defendiéndose de tal imagen y tratando de acreditarse como “científica”, al precio de eludir cualquier “juicio de valor” o compromiso, a golpes del más cerrero empirismo(5). El resultado es patético particularmente  en áreas como la Economía en donde el régimen de verdad lo establece la U. de los Andes o como el Derecho donde la única genuina y respetable aproximación a la justicia (derechos humanos) consiste en “prender una vela a Dios y otra al Diablo”

La concertación, la conciliación, deja de ser así una conveniencia para convertirse en un deber ser. Se dice aceptar la necesidad de reformas pero, siguiendo con las metáforas de sacristía,  “ni tanto que queme al santo ni tan poco que no lo alumbre”. Rodrigo Uprimny, profesor de la U. Nacional, conocido entre los progresistas y defensores de derechos humanos como un esclarecido jurista y uno de los principales constitucionalistas demócratas del país, introduce, para el efecto, el argumento de la “priorización”. La reforma a la salud no sería, por ejemplo, tan urgente. Hay que tomarse el tiempo que sea necesario para lograr el más amplio apoyo político(6). Esa es la clave: los acuerdos.

Pero no se detiene en la política. A su juicio, dicha reforma, además, “dista de contar con consensos técnicos”. Como si la selección de técnicas no fuera cuestión de conocimiento y de opciones sustentadas sino de mayorías “democráticas” o acuerdos. ¡La apoteosis del centrismo! Tal es el punto más significativo de su peregrino razonamiento: convertir el imperativo del consenso en una condición de excelencia técnica.

Se coloca así al nivel de la cantinela acerca de la supuesta falta de información y análisis “técnico” con la que se ha aturdido al país. Argucia encaminada sencillamente a bloquear o desnaturalizar las reformas. Hace poco un representante liberal decía, con estudiada candidez: hemos propuesto apenas tres cosas muy simples y no entendemos por qué el gobierno no las acepta. Primero, respetar las EPS tal como están; segundo respetar la libertad de escoger el sistema de salud que uno prefiera y, tercero, no entregar los recursos de salud a la administración pública. Efectivamente muy simple: ¡es mejor no hacer ninguna reforma! Más le valdría, entonces, al profesor Uprimny, reconocer que en esta materia, como en otras, no se trata de  controversias técnicas sino de intereses contrapuestos.  

Así… no se puede

Es claro que sería un atrevimiento decir que el país piensa como piensan los intelectuales, que son apenas una porción de la que se conoce como clase media, en este caso la ilustrada o mejor, escolarizada, o sea una ínfima minoría entre los cincuenta millones de personas que habitamos en Colombia. Sin embargo, constituyen un eslabón significativo en la cadena de agentes que contribuyen a la construcción de nuestra cultura en un momento dado, particularmente la cultura política, habiendo desplazado el papel eminente que antes tenía la Iglesia católica. Es claro, como, a diferencia de ésta, no cuentan, y pese a  las pretensiones de las instituciones educativas, con infraestructura propia, su importancia depende, en un todo, de las  grandes empresas de la comunicación que son quienes desempeñan el papel decisivo en esta cadena. Ese es el juego de espejos que acabamos de describir.

El concepto de cultura, desde luego, dista mucho de ser nítido y unívoco. Robert Darnton, por ejemplo, nos dice: “Se tiende a creer que la historia cultural se interesa en la cultura superior, en la cultura con C mayúscula. La historia con minúscula se remonta a Burckhardt, si no es que a Heródoto; pero continúa siendo poco familiar y está llena de sorpresas. […] Donde el historiador de las ideas investiga la filiación del pensamiento formal de los filósofos, el historiador etnográfico estudia la manera como la gente común entiende el mundo”(7). Distingue, pues, en cierto modo, la cultura de “élite” de la cultura “popular”. En ese sentido recoge el enfoque de la llamada Historia “desde abajo” o de las culturas “subalternas”, uno de cuyos mayores representantes es E.P. Thompson, poniendo en duda la noción unitaria de cultura “nacional” (identidad nacional). No obstante, la mayor fascinación del desafío que nos propone Darnton está en la posibilidad de aplicar el método etnográfico a las propias élites y dentro de ellas a los intelectuales. 

Ahora bien, como se sabe, la pretendida homogeneidad ha sido puesta en duda también por el énfasis que otras corrientes le han dado a las culturas étnicas o de agrupamientos sociales derivados de la diversidad. El mayor replanteamiento ha venido, por supuesto, de la incorporación de una perspectiva de género. No obstante, resulta casi imposible dejar de remitirse a ese principio de unidad que nos da una territorialidad y un espacio, conjunto al cual aluden, incluso los sociólogos, cuando hablan de “sociedad”. Y en esa dimensión de la cultura que identificamos como “cultura política” de modo inevitable se nos aparece el Estado Nacional.

Parece existir, pues, una cierta unidad, así sea compuesta de múltiples “subculturas”, bajo una cierta hegemonía. Quizá la solución esté en la antigua hipótesis sugerida por Marx: “la ideología dominante es la de las clases dominantes”. O dicho de otra manera, que la cultura de una sociedad es el resultado de las contradicciones sociales en una permanente disputa por la hegemonía. Es aquí donde es preciso tener en cuenta que, a diferencia del antiguo régimen, en la modernidad, las relaciones entre los seres humanos, ya individualizados, es cada vez menos de contigüidad y la comunicación necesariamente llega a los individuos, ya convertidos en masa, desde “arriba”. La existencia de los grandes medios de comunicación es así un fenómeno intrínseco, necesario, de la modernidad. No gratuitamente se habla de la renovada subjetividad del ser humano –en general– en tiempos del neoliberalismo.

La mentalidad de los intelectuales resulta siendo así un interesante indicador del estado de la sociedad, de su cultura, en un momento dado. Y lo que nos muestra en Colombia no es precisamente un momento de cambio. Por el contrario, se los ve anclados en la defensa de antiguas convicciones, de las cómodas seguridades existenciales, de los viejos valores, el principal de los cuales es el “justo medio”. No hay herejías, ni siquiera heterodoxias; no brotan expresiones filosóficas o artísticas escandalosas y mucho menos locuras. En el medio universitario, atrapado por el “exitismo”, no alientan utopías, ni siquiera ideas de “nuevo país”. La proverbial rebeldía estudiantil ha quedado reducida, aparte de los “tropeles”, convertidos en una suerte de “happenings” repetitivos, a las expresiones y agrupamientos de todas las vertientes de lo que en el mundo contemporáneo se conoce como “políticamente correcto” que, si bien tiene un punto de partida en genuinas y legítimas reivindicaciones, está encuadrado en lo permitido y promovido por el mercado, en el mundo de la “viralidad” y el “me gusta”.

No se ve pues una cultura del “cambio”, para no hablar de ímpetu revolucionario. El gobierno que llegó al Palacio inventándose una potente divisa –¡Colombia potencia de la vida!– no cuenta con una base social cultural; con una masa crítica de intelectuales, que le permita probar novedades y sobre todo emprender debates de fondo que vayan más allá de los llamados a la sensatez en la política pública, a la compasión social y a la paz a través de la reconciliación. Lo cierto es que no puede haber un cambio político si no se sustenta en un cambio cultural.

Rafael Correa, expresidente del Ecuador, solía decir: “ésta no es una época de cambios, sino un cambio de época”. Por desgracia se equivocó en la calificación de su obra de gobierno que apenas fue de cambios reversibles, pero aquí todo parece indicar que corremos el riesgo de ignorar la época y tendremos que empezar con una obra que pudiera aspirar a alguna calificación.

1. El Tiempo, 11 de junio de 2023

2. Ibídem.

3. Ibídem.

4. Ibídem.

5. A manera de ilustración, pueden leerse los escritos del profesor y ex-rector de la U Nacional J. Wasserman

6. El Espectador, 11 de junio de 2023

7. Darnton, R., La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa, Fondo de Cultura Económica, México, 2006, p. 11.

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Información adicional

Pensando con el deseo
Autor/a: Héctor-León Moncayo S.
País: Colombia
Región: Suramérica
Fuente: Le Monde diplomatique, edición Colombia Nº234, julio 2023

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