Entre la OTAN y el concepto del Antropoceno, Occidente ha emprendido un peligroso camino
Se dice que un “libro científico” publicado por Alan Weisman en 2007 trata del impacto que tendría sobre la Tierra la desaparición de los seres humanos.
En verdad sólo es un ingenioso dispositivo, donde a manera de experimento mental, dicho autor intenta imaginar cómo sería el mundo sin nosotros, los humanos. Así, con algunas hipótesis y cálculos de por medio, fantasea o deduce que las ciudades pasarían a convertirse en bosques tras unos cinco siglos y los desechos radiactivos, los plásticos y otros materiales quedarían entre las pruebas más perdurables de la presencia humana en el planeta. Nos habla también de cómo evolucionarían las restantes formas de vida sin la presencia del ser humano, cuyo legado serían los miles de artefactos artificiales que hemos creado. Al dar con esta información, no pude dejar de recordar las fotografías de cómo luce Hiroshima después de 77 años del ataque con la bomba atómica que lanzara los Estados Unidos para impedir la influencia del Japón imperial en la región del Asia del Pacífico, finalizar con una victoria fulminante que Rusia se adjudicaba con la caída de Berlín y para evitar mayores pérdidas de vidas. Unos inocentes sacrificados en aras de salvar la vida de otros inocentes.
Y fue allí, en Hiroshima, entre el 19 al 21 de mayo del corriente año, donde se celebró la última cumbre del G7 y se señaló “la importancia de los esfuerzos de desarme y de la no proliferación para crear un mundo más estable y seguro”. Tan solo unos pocos meses después, el “Comunicado de la Cumbre de Vilna”, lanzado por los miembros de la OTAN el pasado 11 de julio de 2023, parece explicar mejor los requisitos de ese mundo “más seguro y estable”. En realidad, sus 90 puntos son resumibles en unos pocos: a) “La Federación Rusa es la amenaza más importante y directa para la seguridad de los Aliados y para la paz y la estabilidad en el área euro-atlántica”; b) “La competencia estratégica, la inestabilidad generalizada y las crisis recurrentes definen nuestro entorno de seguridad más amplio. Los conflictos, la fragilidad y la inestabilidad en África y Oriente Medio afectan directamente a nuestra seguridad y la seguridad de nuestros socios. Las ambiciones declaradas y las políticas coercitivas de la República Popular China desafían nuestros intereses, seguridad y valores”; c) “La asociación estratégica cada vez más profunda entre la República Popular China y Rusia y sus intentos de reforzarse mutuamente para socavar el orden internacional basado en normas van en contra de nuestros valores e intereses”; d) “Nos comprometemos a invertir al menos el 20 % de nuestros presupuestos de defensa en equipos pesados, incluida la investigación y el desarrollo relacionados. Reconocemos que esto debe cumplirse junto con un mínimo del 2 % del PIB anual en gastos de defensa. Necesitamos mantener nuestra ventaja tecnológica y continuar modernizando y reformando nuestras fuerzas y capacidades, incluso a través de la integración de tecnologías innovadoras”. En síntesis, una fe sin límites en el poder de la disuasión como único lenguaje.
Me detengo aquí, pues creo que para muestra basta un botón y espero que ese botón no sea aquel que todos tememos, trátese del uso de armas nucleares o biológicas. Sin embargo, también hay referencias al uso de Inteligencia Artificial, a crear resiliencia, a la sostenibilidad, a la equidad de género y en su punto 69, una afirmación paradójica: “El cambio climático es un desafío definitorio con un profundo impacto en la seguridad aliada que enfrentan las generaciones presentes y futuras. Sigue siendo un multiplicador de amenazas. La OTAN se compromete a convertirse en la organización internacional líder en lo que se refiere a comprender y adaptarse al impacto del cambio climático en la seguridad”.
No he de discutir aquí la bondad y existencia de los valores que Occidente defiende ni tampoco hacer una revisión de las prácticas coloniales de Europa después de 1492, el exterminio de pueblos originarios en toda América y en otros continentes, ni temas por el estilo, pues entrañan una complejidad que excede tanto toda imparcialidad de opinión, como el adherir a una rígida crítica fundada tanto en la decadencia occidental, como en las opresiones que regímenes como los de Rusia y China han tenido a lo largo de su historia muy lejana y reciente.
Una razón para no hacerlo es que creo que la humanidad es una especie, más allá de las razas, las creencias, prácticas culturales y demás diferencias existentes. La otra razón — aunque tiene su vínculo con ella— radica en que al leer El clima de la Historia: cuatro tesis, trabajo escrito por el antropólogo Dipesh Chakrabarty de la Universidad de Chicago, he quedado un tanto conmovido. Nos dice este autor: “Normalmente concebimos el futuro con la misma facultad que nos permite imaginar el pasado. El experimento de pensamiento de Weisman ilustra la paradoja historicista que habita en los estados de ánimo contemporáneos, en la ansiedad y preocupación sobre la finitud humana”. Examina así la crisis climática y el papel de la humanidad en esta crisis, según la cual nos explica que ya no podemos separar la historia natural de la historia humana. La idea del Antropoceno es que existimos como fuerza geológica. Los microplásticos, los huesos de pollo y otros rastros nos advierten que la explosión demográfica que se ha derivado tanto del incesante progreso de nuestras tecnologías, como de nuestras libertades, nos lleva a un punto sin un futuro. Las capas geológicas así lo testifican (por cierto, no pasa un día en el cual esto no nos sea repetido por alguna u otra noticia). Así nos dice, tras repasar a Kant, Hegel o Marx, junto a las ideas del progreso, de la lucha de clases, de la descolonización, de las revoluciones de Rusia y China a otras, pasando por el incremento cotidiano de las luchas por aumentar los derechos civiles de minorías, razas, etc., que todas ellas se pueden sintetizar en la noción “de que la libertad ha sido el tema más importante de la historia humana escrita en los últimos doscientos cincuenta años”. Pero he aquí que “el calentamiento global exige que las naciones y las regiones planifiquen para los próximos 50 años, algo que la mayoría de las sociedades no son capaces de hacer, debido a la naturaleza a corto plazo de las políticas que implementan”. Por otra parte, sumada a la crisis del clima, la casi imposibilidad de acabar con la pobreza “coloca la cuestión de la libertad humana bajo la nube del Antropoceno”.
No puedo extenderme sobre el contenido de las cuatro tesis que pretende examinar Chakrabarty, que nacen todas ellas a partir de corroborar “el consenso científico” acerca de la gravedad de la crisis del clima, frente a la cual sería de poca utilidad echarle la culpa al capitalismo, a la globalización o buscar responsabilidades históricas. El daño climático no mirará ni a ricos ni a pobres, en tanto es una amenaza global y sus efectos no respetan los límites nacionales, ni de propiedad, ni de clases, indica en su tesis tres para desactivar una de las vertientes sobre la interpretación del Antropoceno. Solo observo una tendencia preocupante y ella es que para convalidar una hipótesis científica se buscan aquellos ejemplos genéricos que rápidamente ponen a toda crítica en una postura negacionista. En tal sentido, el propio método de buscar en los abstracts de numerosas publicaciones científicas la evidencia de que el aumento de la temperatura de la Tierra se debe a las actividades humanas es al menos cuestionable para un antropólogo de la talla de Chakrabarty. Pero mucho más lo es el buscar en cualquier evento, un ejemplo que reafirma al cambio del clima como causa de otro evento. Ello conduce a poner juntas todas las catástrofes como provenientes de una sola causa. Un reduccionismo cuestionable y muy alejado de Popper, de quien nadie podría decir que su propuesta epistemológica es una enemiga de las sociedades abiertas o pro-historicista. Si tomamos por caso los incendios forestales, los que son intencionales para deforestar y convertir la tierra en cultivable o apta para el desarrollo de infraestructura, no sería causada por el clima, sino por la codicia humana, como mero contraejemplo. El peligro de estas narrativas es sin duda desconocer que, en la historia humana, ciencia, poder y tecnología se han vinculado más de una vez bajo una racionalidad orientada por fines. El llamado affair Lysenko, ejemplo de la era estalinista en la cual se intentaba demostrar que el medioambiente era más importante que la genética (con su supuesto apoyo en teorías evolutivas lamarckianas), estaba destinado a convencer de que la revolución soviética, a través de una nueva cultura, anularía para siempre los rasgos individualistas del ser humano. No pocos científicos fueron muertos, encarcelados o desterrados por culpa de Lysenko. Sin duda, la Revolución Cultural de Mao fue otro experimento fallido basado en una lógica de que el pensamiento burgués se puede eliminar matando a todos los que fueran portadores de él, para lo cual no necesitó recurrir a Lamarck, aunque puede interpretarse ligeramente como una conclusión derivada de la teoría de Marx.
Pero hoy este problema lo tiene Occidente. Sin la necesidad de negar que el cambio climático podría arrasar con nuestra especie, la promoción de la idea de ausencia de futuro nos enfrenta con otras posibilidades de exterminio masivo. Cuando la OTAN propone destinar el 2 % del PBI o más a la fabricación de armas, ello solo se puede explicar por el intento de Occidente de occidentalizar el planeta. ¿Tiene ello sentido cuando, por otra parte, esta mezcla de tecnología, consumismo, libertades y derechos han conducido al Antropoceno? El grado de perversidad de este discurso no parece tener límites. Si hacemos una cuenta rápida, los treinta países que conforman la OTAN tienen un PBI del orden de los 44,6 billones de euros al año. El dos por ciento de esta cifra arroja la suma de 891.915,9 millones de euros anuales y unos 2.443 millones de euros por día. Si a su vez tomáramos las cifras de pobreza que Naciones Unidas publica, “tenemos que más de 700 millones de personas, o el 10 % de la población mundial, aún vive en situación de extrema pobreza al día de hoy, con dificultades para satisfacer las necesidades más básicas, como la salud, la educación y el acceso a agua y saneamiento, por nombrar algunas”. En un último paso, si dividimos esos 2.443 millones de euros por día por los 700 millones de pobres vemos que la cifra es de unos 3,49 euros por día, cifra muy superior a la de los 2,15 dólares por día que usa el Banco Mundial para establecer la medición de la pobreza en el mundo. Sin duda alguna no es sencillo ni inmediato producir “mantequilla en vez de cañones”, aun si existiera voluntad política para ello. Pero lo más grave es que bajo el concepto del Antropoceno no tendría sentido alguno hacer esto. La razón es porque se asume que estos 700 millones de personas ingresarían tarde o temprano a los niveles de consumo que presionarían más sobre la demanda y producción de energía, alimentos, materias primas, etc., todas ellas dañinas para el planeta. En síntesis, más personas que comen y usan recursos, más desechos de capas humanas sobre las huellas del Holoceno. Un horror. Entonces: ¿debemos concluir que en Hiroshima 2023 el G7 no ha buscado evitar la proliferación de armas letales o bien que la OTAN tampoco lo ha hecho en la cumbre de Vilna? Es obvio que la crudeza de tal razonamiento es políticamente incorrecta o una verdad incómoda como se suele decir. También lo es remarcar la histeria que ha generado la prohibición de Putin de exportar granos por el Mar Negro, dado que se trata del 4 % del total de la producción mundial de trigo (32,2 millones de toneladas de trigo que se comercializan por dicho mar, sobre 774.8 millones de toneladas de trigo que se estima se producen a nivel mundial). Hacer los números es cosa fácil, pero entiendo que la realidad es mucho más compleja, aunque a veces estos cálculos ponen al descubierto intenciones ocultas o también son parte de esta odiosa guerra híbrida en la que nos han metido a la humanidad entera.
Si continuara en esta línea de razonamiento, hasta podría llegar a creer que la selección natural se equivocó con nosotros, los humanos, pues parecemos estar sin salida. Pero este es precisamente el estado de pesimismo que los discursos sobre la realidad nos hacen creer que es así la realidad. Discursos sesgados en una u otra dirección ideológica que de un modo paradójico nos hacen pensar que nuestra especie está fallada o que estaríamos mejor suprimiendo a Rusia, a China, a los países emergentes que desean ante todo elevar el nivel de vida material de sus pueblos. Virtud occidental que asume que debe defender al mundo, pero que a su vez nos insinúa que, si este estilo de vida se universalizara, lo más probable es que, como resultado de ello, podríamos extinguirnos. Por ello —y no por las razones expuestas por Chakrabarty en su examen de las cuatro tesis sobre el Antropoceno—, considero importante rescatar la unicidad de la humanidad, como especie. No como una dañina, sino como una en un estado incompleto o a medio hornear en el camino de su evolución.
Tras la imposibilidad de dirimir entre escuelas que intentan explicar la evolución de las especies hasta llegar al ser humano, Teilhard de Chardin se preguntaba en su libro La aparición del hombre (Taurus, 1967): “Si el día en que podamos decir por qué mecanismo y a través de qué etapas los Antropoides superiores han seguido a los demás primates, ¿podremos gloriarnos de haber aclarado, al fin, el misterio del hombre?” Sí y no fue su respuesta. “Sí, porque al advertir en nosotros con más urgencia y más precisión hasta dónde depende profundamente nuestra naturaleza de las entrañas de la Tierra, nos haremos una idea mejor de la unidad orgánica del Universo; mediremos un poco mejor el valor sagrado oculto tras el don de la vida; sentiremos con más gravedad la responsabilidad de nuestra libertad, a la que está encomendada la misión de hacer que triunfe, en definitiva, un esfuerzo que dura desde hace millones de años. Pero no, porque por muy poderosa que sea la Historia para dilatar la conciencia que podamos tener del mundo, es doblemente incapaz, por sí misma, de explicarnos esto. Es incapaz, primero, porque alinear en largas serie las etapas (por precisas que sean) por la que los seres en el curso de su crecimiento han llegado, no es nada que nos ilumine sobre las fuerzas secretas que animaron este hermoso desarrollo. Y, en segundo lugar, es incapaz, porque el camino del pasado en el que nos hallamos metidos, es precisamente un camino en el que los seres dejan de poder explicarse”. Por eso, un mundo sin nosotros no es algo que valga tanto la pena pensar.
En cambio, el experimento mental necesario me parece que es precisamente el pensar en cómo podríamos destinar el 2 % o más del PBI para erradicar la pobreza de la faz de la Tierra; experimentar la paz con uno y con los demás y utilizar toda nuestra creatividad para restaurar el daño a la naturaleza que hemos creado a partir de creer que la humanidad es un mero accidente en la historia de la evolución, sin propósito alguno, más que el de acumular poder, riqueza e infinidad de placeres, cueste lo que cueste incluso para la propia felicidad. “Sentir con más gravedad la responsabilidad de nuestra libertad, a la que está encomendada la misión de hacer que triunfe, en definitiva, un esfuerzo que dura desde hace millones de años”, en vez de crear encerronas infantiles y jugar con fuego. ¿No es acaso la guerra como un juego predominantemente inmaduro y machista? ¿Han visto en los rostros la admiración que produce en estos niños ya crecidos, cuando un disparo de misil o de una nave espacial sale como lo esperaban? ¿O cuando se despliegan en desfiles, revistas y medios las nuevas maravillas del mundo de la industria de la defensa?
Es claro que Teilhard de Chardin desarrolló sus especulaciones en un tiempo en que la humanidad era otra, tras pasar por dos grandes guerras. Cuando a nadie se le ocurriría ignorar a Arnold Toynbee, a André Malraux u otros grandes hombres de la intelectualidad y de la ciencia que conformaron los distintos comités para la publicación de las obras de este paleontólogo y brillante pensador, del cual se puede decir todo, menos que las preguntas que encierran sus obras aún hoy pueden hacer vibrar la esencia de esta maravilla que es sentirse humano. Del misterio que encierra nuestra aparición junto al de otras especies en esta bella Tierra que nos cobija y alimenta, pero que también enseña. Alguna vez leí que la verdad y la belleza se hallan íntimamente intrincadas y que no hay cosa más difícil que caer en errores paradigmáticos, pues son como manos llenas de melaza. Cuanto más intenta uno limpiarlas solo frotando una contra la otra, tanto más difícil resultará despegarlas. ¿Y si todo esto no es más que la muestra de un gran error de este tipo? Las generaciones por venir merecen también un legado positivo, al cual poco contribuye esta tendencia a poner un fin a la historia, como si de ella nada hubiéramos aprendido, como si lo único que debería dominar la vida fuese el miedo y no el amor que da las fuerzas para vencerlo. Como si el conocimiento actual hubiera superado todo el conocimiento pasado, anticuado, muerto.
Roberto Kozulj. Profesor e investigador titular de la Universidad Nacional de Río Negro, experto en energía, urbanización y desarrollo.
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