A propósito de la declaración de la OMS del fin de la emergencia sanitaria global, retomamos la editorial del periódico desdeabajo Nº300, marzo 2023, una lectura y balance del impacto del covid-19.
Por este mes, hace tres años, un día 11, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró como pandemia la infección por coronavirus detectada en China unas 16 semanas antes. El 6 de marzo de 2020, fue confirmada en Colombia la paciente cero por covid-19. El cuerpo portador era el de una ciudadana nacional procedente de Milán (Italia).
El 19 de marzo, por medio del Decreto 091 de 2020, fue ordenado el confinamiento de la población de Bogotá, en primera instancia hasta el día 24 del mismo mes. La medida antecedió al confinamiento a lo largo y ancho del país, ordenado por el gobierno nacional seis días después. Para ese momento, China ya había ordenado el cierre de algunas de sus ciudades, habitadas algunas de ellas incluso por más de 20 millones de personas. La parálisis de la producción, el comercio y los mercados, algo inimaginable hasta entonces, empezaba a tomar cuerpo, realidad acelerada más tarde por la inmovilización del transporte aéreo y terrestre, y con un coletazo en simultáneo: la caída de los niveles de contaminación en ciudades grandes y medianas, la limpieza del aire y la recuperación de espacios vitales para la fauna en el conjunto del planeta. La especie humana comprobó, y sin paliativos, lo invasora y destructora que es.
En paralelo, las noticias llegadas desde varias urbes transmitían el miedo que ensimismaba a su población, permitiendo ver el caos reinante, con sobresaturación de ataúdes, ya que los responsables de la salud pública no daban abasto para atender a los cientos y miles de pacientes llevados a las unidades de urgencia por incapacidad respiratoria. Sin duelo permitido por parte de sus familias, los cadáveres eran incinerados, imborrable evidencia de no conocer ni entender los mecanismos de reproducción del virus.
La situación era sui generis, y las medidas tomadas en nuestro país copiaban de alguna manera las que promulgaba el gigante asiático o seguían al pie de la letra todo lo ordenado por el organismo mundial de salud, como lo determinado por el ‘afamado’ doctor Faucy para su país.
Así fue. En el territorio nacional, la población acató lo decidido desde los entes centrales. El disciplinamiento social hacía evidente el temor a la muerte entre los humanos, hasta el punto de renunciar a la libertad, si fuera necesario, como ocurría en esta coyuntura, o inyectarse una ‘vacuna’ que, aún hoy, transcurrido todo este tiempo, no tiene tal carácter. La decisión fue presionada mediante una intensa campaña mediática, estimulada desde las propias multinacionales farmacéuticas, que encontraron en el covid-19 la cueva abierta por Alí Babá y sus cuarenta ladrones siglos atrás. Las megaempresas sometieron a multitud de gobiernos a sus condiciones de venta/deuda, e impusieron una única visión sobre ciencia y salud, prácticamente criminalizando otros saberes sobre esos particulares conocimientos y prácticas que demostraron su pertinencia y su eficacia, en casos, por ejemplo, como las cárceles, como en los miles de personas que acudieron a lógicas consuetudinarias, e infectadas se negaron a trasladarse a un centro de salud por temor a ser intubados. El debate sobre ciencia y salud aún está en deuda.
Las consecuencias del confinamiento saltaron de inmediato ante las oficinas del gobierno nacional y de las administraciones locales: hambre, anunciada por medio de cientos de banderas rojas, colgadas en las ventanas y las puertas de las casas, en barrios de ciudades como Soacha y la periferia bogotana. No podía ser de otra manera, en un país con tasas de desempleo del 11 por ciento y más (elevadas al 15,9% en esta coyuntura), sin políticas para proteger a quien queda sin empleo, y con una informalidad de hasta el 60 por ciento: la pobreza y la miseria es la norma. La clase media, con ingresos apenas superiores al salario mínimo, corre cada día el riesgo de caer en estado de pobreza, y de miserables los pobres –con ingresos diarios que no superan los 12 mil pesos.
Con el “gran encierro”, como lo llamó el Fondo Monetario Internacional (FMI), vino la realidad: hospitales y falta de personal especializado insuficientes, ausencia de una política económica y social para cubrir por igual a los millones que somos y que vele por el conjunto, garantizando una vida digna. La depresión de miles de personas, producto del enclaustramiento en pequeños cuartos no aptos para compartir a lo largo de días y semanas con un número amplio de personas, fue una realidad que también facilitó la disparada de las cifras de violencia intrafamiliar. Pero, de igual manera, fueron inocultables la crisis educativa y la incursión de nuevas posibilidades en comunicación, facilitadas por la irrupción masiva de nuevas tecnologías.
Pero no solo esto. El golpe del encierro, con prohibición de salir al rebusque, dibujó dramáticamente un país real, sin una eficaz política laboral, ni económica ni social, que impida que millones vivan al filo de la pobreza y de la miseria. Fue así como, en un solo año –comparando el 2020 con el 2019–, el número de ocupados se redujo “[…] en dos millones 528 mil 783 personas: la gran mayoría de ellos se concentró en la clase media, con una pérdida de aproximadamente dos millones 300 mil ocupados”. La recesión era obvia, como lo reafirmaba el paisaje urbano con cientos de locales de pequeñas empresas y comercios anunciando “se vende”.
En paralelo, de acuerdo con el FMI, solo en el año 2020, primero del confinamiento, el número de personas por debajo del umbral de la pobreza extrema aumentó en más de 70 millones, y hasta 676 millones malvivían con menos de 2,15 dólares al día (unos 10 mil quinientos pesos) al cierre de 2022. Pero, “mirando la pobreza de manera más amplia, casi la mitad del mundo, más de tres mil millones de personas, vive con menos de 6,85 dólares por día (30 mil pesos), que es el promedio de las líneas nacionales de pobreza de los países de ingresos medianos altos”, precisa el Fondo.
El golpe económico era tal que, en los rostros de quienes asomaban su humanidad a las puertas de sus hogares, se reflejaban con toda nitidez la angustia, la desazón y el desespero que les embargaba. Las alcaldías anunciaban mercados para los más urgidos, pero lo precario de los mismos fue insuficiente para recuperar la tranquilidad.
Así sucedió con quienes tenían techo pero, en la calle, la sombra de quienes vagabundeaban sin rumbo, los negados de todo, los leprosos de estos tiempos, respondían al uniformado que les reclamaba por estar en la calle: “Pero si mi casa es la calle, para dónde más puedo irme”. Sin panaderías ni restaurantes abiertos y sin tener donde pedir un mendrugo de algo, el hambre era galopante.
En los hogares, en especial por parte de las mujeres, hubo que redoblar esfuerzos para atender a quienes no podían ir al centro de estudios, así como a quienes estaban limitados por alguna enfermedad, que tampoco podían concurrir a sus terapias o en demanda de atención médica. Quedó al desnudo la importancia de la política del cuidado, con responsabilidad mayoritariamente femenina y sin remuneración.
De igual manera, la ausencia de lo común, como concepto del gobierno que administra en función de todos, garantizando de manera cierta sus derechos fundamentales, con participación efectiva y decisoria de la totalidad social, fue más que evidente. La solidaridad que decían garantizar los gobiernos locales no alcanzaba a trascender la caridad cristiana, y con ello la garantía de los derechos fundamentales quedaba en total deuda: miles de hogares pasaron a vivir en precarias e insoportables condiciones, desconectados incluso del goce de electricidad y agua.
Entre tanto, sin posibilidades de asistir a clase, el alumnado, por miles, sin condiciones económicas para contar con un computador en casa ni con acceso a red wi-fi, quedó desescolarizado. Y quienes pudieron asistir vía pantalla padecieron con el paso de los días la rutina del método. Una vez que pudieron volver a clase, comprobaron lo insuficiente de la experiencia vivida, sin contacto directo, sin la vivencia común, sin la sociabilidad del juego, del compartir espontáneo, que son otras formas de aprendizaje. Por su parte, los profesores comprobaron su impreparación para romper con un modelo escolar en el cual el centro del aprendizaje sigue recayendo sobre ellos, en un ejercicio aún poco reflexivo y anclado en el pasado.
En todos estos casos, la tecnología derivada de profundos avances en física, con nuevos materiales que permiten desarrollos en nanotecnología cada vez más potentes, con sus aplicaciones en telefonía inteligente, con imagen en vivo y comunicación en grupo –no de pocos, incluso de cientos– permitió que los millones de confinados se percataran del dominio de las multinacionales sobre el conjunto de la humanidad, hoy invadida en su privacidad y bajo control –abierto o soterrado– de sus gobiernos.
El dominio se extiende a los propios Estados, que no cuentan con soberanía tecnológica, hoy a merced de los grandes conglomerados que también pueden espiarlos o filtrar sus comunicaciones: una realidad, de tecnología, control social y poder reforzado por los Estados, evidenciado de manera abierta por China, que encerró a su ciudadanía por años y extremó controles hasta hacer de la libertad una añoranza.
Los días pasaron y la certeza del total confinamiento, como error, con altos costos económicos, llevó a la gradual recuperación de la movilidad para retomar la producción. A su sombra, con permiso o sin él, diversidad de pequeños negocios reiniciaron actividades, y la informalidad –tan presente en todos los espacios de nuestro país– copó de nuevo las calles. Sin giro en las formas de gobierno y de asumir lo público –ahora con el reto de lo común y democracia directa, radical y plebiscitaria–, cada quien sabía que era necesario salir a rebuscar por cuenta propia. El temor a morir por efecto del contagio del virus fue quedando al margen y la rutina cubrió de nuevo todos los espacios. El cambio, sugerido por tantos y sentido en su necesidad por millones, quedó como un mal sueño, al igual que el covid-19 mismo.
En todo el mundo fue igual, con el agravante de que la crisis económica que aceleró la pandemia estimuló el liderazgo de la industria de la guerra como pipa de oxígeno para un sistema económico en UCI pero sin quien lo desconecte.
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