Es posible, si o no, confrontar a fondo la imperante democracia liberal en el país y en el mundo como un sistema todo?
Cuando la pregunta es planteada, la respuesta más común es que no. ¿Por qué? Porque no hay opciones factibles, globales, que puedan desatar el inmenso nudo legal, financiero, institucional y/o de estructuras que, como una enorme telaraña, atrapan y adormecen el conjunto social, y entre ellos a quienes impulsan otro sistema.
Sin embargo, cuando confrontamos la realidad, llegamos a la conclusión que no puede ser así; que el conformismo, la falta de imaginación y la pasividad no pueden ser la norma entre los sujetos de cambio.
La realidad ofende: los informes de los organismos internacionales, adjuntos a las Naciones Unidas pero también a muchas Ong, le recuerdan a la humanidad que cada día menos manos concentran en sus arcas y bajo su dominio lo que les corresponde a todos; que 85 multimillonarios tienen tanto como lo que logran reunir en sus penurias 3 mil seiscientos millones de seres humanos.
Esto, en el caso de individuos y familias. Pero lo mismo sucede con los Estados –aparatos privatizados–, ahora simples agentes de las multinacionales, es decir, de los individuos y familias que a través de siglas en diversidad de sectores de la economía reproducen, multiplican y ahondan su riqueza y poder. Unos cuantos dominan a los restantes, sometiéndolos a sus reglas y designios, las mismas y los mismos que les permiten reproducir un mar de disparidades e inoperancia global, mediante la cual diversidad de crisis –ambiental, económica, financiera, política–, y la guerra permanente como mecanismo de control y dominio geopolítico, llevan y asoman a la humanidad al desfiladero de su autodestrucción. Todo ello bajo la prolongación y el imperio de la llamada democracia, la participativa y representativa, la liberal, agónica tras sus dos siglos de existencia, pese a todo tipo de maquillajes recibidos en esta prolongación del tiempo.
Es ésta una democracia de forma y apariencias, democracia resquebrajada, que en todo el mundo quienes la padecen nos recuerdan con sus protestas y demandas que llegó a su límite, develada en sus imposibilidades por “1) el vaciamiento y el descrédito de las instituciones y prácticas políticas del liberalismo, 2) la despolitización de la sociedad, 3) la privatización de lo público, 4) la subordinación de la izquierda institucional a las reglas de juego de la política (neo)liberal, y 5) la reducción de la democracia a un simulacro electoral en que la representación política se compra y se vende al mejor postor” (Boaventura).
Es una crisis que reclama soluciones radicales. El sometimiento total de lo político a lo económico cerró el círculo de la desposesión para quienes tienen menos, pues durante un tiempo, cuando la demanda de brazos era casi igual a los existentes, la situación material de la clase trabajadora disputó un espacio en las discusiones y decisiones del conjunto, y la distribución del ingreso entre los diferentes grupos sociales fue asunto de Estado. La imposición de los llamados procesos de desregulación y el debilitamiento de las organizaciones sindicales terminaron por dejar la suerte de los trabajadores, individualizados, en manos del capital, en una correlación de fuerzas muy desventajosa y que ha expulsado de la esfera política lo concerniente a la relación contractual capital-trabajo, debilitando casi hasta la extinción las organizaciones clasistas. Con ello, lo poco de verdadera democracia que existía en los regímenes liberales se esfumó, dejando un cascarón al que incluso sus defensores miran con extrañeza.
Refundar el capitalismo, dicen algunos; volverlo incluyente, dicen otros, percibiendo que la sociedad fordista del consumo se agota por uno de sus extremos: la demanda de bienes y servicios de la clase trabajadora. Les angustia que una nueva crisis termine despertando al gigante dormido que anida en la multitud, y pida cuentas a quienes han depredado el planeta y consumen a millones de personas en la angustia diaria y la pobreza. Sin embargo, su codicia los impulsa siempre un paso más en la vuelta de tuerca de la exacción y el monopolio absoluto de las decisiones. Llamar a las cosas por su nombre, arrebatarles la impostura de considerar democracia a un régimen excluyente, gritar como los indignados que “no nos representan” y exigirles “que se vayan todos”, es la tarea inicial para llamar a filas a los desposeídos. Como los padres de los estudiantes de Ayotzinapa, debemos ser firmes en declarar que “ya nos cansamos”, que el desarrollo tecnológico permite producir hoy para todos, por lo cual no debiera existir gente en la miseria mientras que otros, según los medios de comunicación, si se gastaran un millón de dólares diarios, necesitarían vivir 200 años para agotar su fortuna.
La democracia restringida llegó a su límite, pero no morirá si la sociedad no la obliga a su deceso; sus defensores, a través de múltiples legalismos, simbolismos y mecanismos sicológicos la rodean de una muralla protectora; por ejemplo, con restricciones al sufragio, con las válvulas de seguridad y control que le cuelga al sistema político y electoral, con la represión violenta de toda protesta o acción política que desconozca la institucionalidad imperante, con la primacía de la propiedad privada como cima de la realización humana, con la política como ejercicio profesional y especializado de unos pocos y que les niega a las mayorías su participación cotidiana en la cosa pública, con la difusión del miedo y la atomización social que hace ver en el vecino a un potencial enemigo, además del estímulo al escepticismo en un futuro mejor, como responsabilidad común. Y cuando todo esto se agota, activa la eliminación física de la oposición.
Es una larga agonía política que vivimos y padecemos en sus coletazos. En esta democracia liberal y formal, la justicia no garantiza la igualdad del conjunto social ante la ley (con cárcel para destruir a los negados y diversidad de beneficios para los de cuello blanco). La igualdad de oportunidades es una quimera que la realidad abofetea cada día y por lo cual unos mueren en las puertas de los hospitales o tirados en sus pasillos, mientras otros llegan al final de sus días rodeados de los mejores tratamientos. La “igualdad de oportunidades” es asimismo negada en educación, vivienda, trabajo, recreación e infinidad de otros aspectos en que la soberanía popular queda restringida a lo electoral, sin posibilidad cierta o efectiva de incidir para que cambie todo aquello que no funciona (evitar o negar las privatizaciones, como sucedió entre nosotros con el Referendo del agua, por ejemplo), en que los llamados “padres de la patria” no tienen obligaciones ante sus electores, negando en el ejercicio de sus mandatos todo lo prometido en tiempo de campaña, legislando a favor del capital y en contra de las mayorías sociales, y en que los restantes funcionarios públicos actúan sin obligaciones sociales, limitados simplemente a cumplirles al presidente o al gerente de turno.
La realidad se impone a la norma: de ahí que el país político sea una cosa y el país nacional otra, distinta por completo. Estamos en un país donde la democracia liberal hace agua a cada paso, no sólo por los extensos cuadros de pobreza y miseria por doquier, por la corrupción galopante, por el desempleo abierto o disfrazado que afecta gravemente la cotidianidad de millones; por los bajos salarios y la inexistencia de una política pública, sin clientelismo, que brinde lo suficiente para que la vida digna alcance para todos, por el imperio del capital privado en el Congreso de la república, por la militarización efectiva de la vida pública y el control de la privada. Asimismo, y esto es lo fundamental, porque las mayorías no pueden ejercer de manera plena y efectiva su soberanía, vía una democracia directa y radical, plebiscitaria, a través de la cual se le coloque coto a la privatización de lo público, sometiéndolo a su control y dirección, y con ello garantizando la redistribución efectiva, la forma de producción y las rentas generadas por el esfuerzo cotidiano del conjunto llamado Colombia.
Esto último sería lo deseable, así aquí y así en todo el mundo, hermanado y complementado en armonía, de manera que ambiente, alimentos, tierra, ciencia, producción, transporte, comercio, etcétera, sean abordados, analizados, proyectados y realizados como lo que somos, un solo cuerpo llamado Tierra, respetando y potenciando las particularidades y capacidades con que cuentan cada pueblo y cada nación.
Estamos, por tanto, ante el reto de defender una democracia real, efectiva (también antipatriarcal, anticolonial), al servicio de las mayorías; es decir, una democracia directa, además de participativa, radical, donde política, economía y sociedad sean un solo organismo, recordando a la hora de encararla que los derechos sociales conquistados, los de segunda, tercera y otras generaciones, son la concreción de la lucha política de diversidad de sociedades a cuya cabeza estaba la izquierda en la disputa por el socialismo. Al retomar, entonces, el reto de una nueva democracia, real, efectiva, estamos regresando por el camino que ya transitamos, disputándole esa bandera a quien la privatizó, liberando la democracia de su secuestro.
La respuesta ante la pregunta inicial, entonces, es que no sólo es posible sino además imperativo liderar entre todas las fuerzas alternativas una campaña por otra democracia; es decir, requerimos discutir, definir y jalonar una gran iniciativa por otro modelo social, político y económico, a través del cual la sociedad toda reencuentre su lugar en la política cotidiana y en la cosa pública, sin hacer de las elecciones un motivo de distanciamiento o división.
El reto es colectivo. Hagamos realidad las acciones y los procesos autogestionados, autónomos, con visión de doble poder, los mismos que nos permitan recuperar en el tiempo la confianza suficiente para que la sociedad, como un solo cuerpo, de nuevo se atreva a “asaltar el cielo”.
El equipo impulsor de este periódico invita al conjunto de fuerzas sociales y políticas a que nos demos cita para discutir y diseñar de manera colectiva esta posibilidad. Es un reto ante la historia.
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