Los más leídos del 2022.
“El simulacro alzó los soñolientos
Párpados y vio formas y colores
Que no entendió, perdidos en rumores
Y ensayó temerosos movimientos”
J.L. Borges (El Golem)
Con dos días de diferencia, Liz Truss, primera ministra del Reino Unido y Úrsula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea –dos de las mujeres con mayor poder en el mundo occidental–, daban a conocer dos decisiones que señalan, sin lugar a dudas, puntos de inflexión importantes tanto en la estrategia como en el discurso de legitimación del capital.
El 3 de octubre, la primera ministra del Reino Unido daba reversa a su decisión de eliminar el tipo marginal del 45 por ciento que grava los ingresos por encima de 171.596 euros anuales y cuya supresión favorecía al 1,7 en este campo de quienes tributan, que constituyen la élite de los de mayores ingresos (563.000 británicos de los poco más de 30 millones de contribuyentes), y cuya eliminación costaba al fisco 2.362 millones de euros en el próximo quinquenio, pero que era tan sólo parte de un paquete de recortes fiscales que en cinco años sumaba alrededor de 160 mil millones de euros.
La reacción que provocó el intento de seguir rebajando el impuesto a los más ricos, con el argumento de estimular la inversión, provocó la caída de la libra esterlina hasta mínimos históricos, y un alza sin precedentes en las primas de riesgo, señalando que ese tipo de medidas tocó techo. La causa de los efectos es muy sencilla: seguir rebajando impuestos a los ricos abre, aún más, la brecha fiscal, aumentando el endeudamiento de los Estados, ya de por si en niveles peligrosos, y qué en un momento de alzas en las tasas de interés, convierte a ese tipo de medidas en una verdadera bomba de tiempo. El rechazo del FMI al paquete propuesto por el gobierno de Truss, limita a esa institución para seguir exigiendo rebajas a la tributación de las personas de mayores ingresos en los países subordinados, que ha sido una de las imposiciones a esas naciones y señala definitivamente el ocaso de una estrategia, triunfante en el fortalecimiento de las mayores fortunas, pero que ya muestra sus límites, incluso para la legitimidad de los argumentos con los que han buscado justificarla.
La sofistería del razonamiento que sostiene que las rebajas de los impuestos a los dueños del capital aumenta el caudal recaudado por los Estados, pues ese supuesto estímulo a la inversión hace aumentar la producción en tal grado que lo recaudado en términos absolutos termina compensando los porcentajes rebajados –lógica apuntalada en la llamada “curva de Laffer” de la que renegó su mismo creador, el economista norteamericano Arthur Laffer– dio lugar al nacimiento de la escuela de la oferta o “economía vudú” que sostenía, sin rubor, que todo lo que favorece a los ricos es bueno para la sociedad pues cuando la copa de su riqueza rebosa, lo derramado terminaría humedeciendo la boca de los pobres. Ese discurso ha sido descocido, no por las visiones críticas, sino por las acciones mismas de la política económica reciente, que sin disfraces ni discursos acomodados defiende los privilegios de los poderosos sosteniendo, simplemente, que es el curso natural de las cosas.
Cuarenta y ocho horas despues de aquella pretensión, el día 5, la von der Leyen, en el tono soberbio y supremacista que la caracteriza, anunció la aprobación por la Comisión Europea del octavo paquete de sanciones a Rusia, en el que el establecimiento de un tope al precio del petróleo ruso, aprobado previamente por el llamado G-7 el 2 de septiembre, era el elemento novedoso. Decisión que acompañó la notificación que la Unión Europea colocará límites al precio del gas utilizado en la generación de electricidad, desnudando el fin de la letanía del “descubrimiento de precios” (fijación de precios por la relación oferta-demanda) como mecanismo ideal y único de asignación de recursos, y defendida a ultranza por parte de los ideólogos del capital, de todas las condiciones, como el supuesto corazón del funcionamiento del “mercado”.
Es cierto que las regulaciones de ciertos precios no han sido ajenas a las políticas de los diferentes Estados a su interior, pero que un grupo de países le imponga a otro el valor al que debe vender sus mercancías es un salto impensado en el discurso dominante, y que tan sólo señala lo que antes era velado: la determinación de los llamados precios de mercado no es un asunto restringido a aspectos puramente técnicos, ni neutral y resultante de las decisiones voluntarias de los “agentes” económicos, sino la convergencia de los vectores de poder de diferente orden. Algunos objetarán que la actual situación es un caso extremo impulsado por un conflicto militar, lo que no pasa de ser más que una verdad a medias si tenemos en cuenta que la guerra económica que los Estados Unidos desató contra diferentes países, desde hace por lo menos medio siglo, ya hace parte de la normalidad de la realidad económica internacional, y por más que sea disfrazada con el eufemismo de “sanciones”, estas han quedado convertidas en un mecanismo formal de disputa por los espacios de realización de las mercancías y por las fuentes de recursos. El discurso del “mercado”, como el rey del cuento, apenas vestido con trasparencias, en realidad quedó desnudo.
El “mercado”, como el Golem de la imaginería popular europea, parece un muñeco de barro dotado de vida artificial por métodos cabalísticos. En el mito, el creador del Golem al ponerle una hoja mágica entre los dientes “atraía las libres fuerzas siderales del universo” y podía desarrollar cualquier tarea, aunque limitado a realizar tan sólo lo señalado en la hoja. Los ultraliberales, escudados en su muñeco profieren siempre expresiones como “el mercado reaccionó”, “el mercado no aceptó la decisión del ejecutivo”, “el mercado se muestra receloso”, “vamos a tranquilizar al mercado” y muchas más de ese tipo, creando una verdadera entelequia que como comodín no sólo ha sido usada por los ejecutores de política sino que atraviesa la academia en una orgía de ideologismo que no tiene lugar en ninguna otra disciplina.
Queda claro entonces, que las decisiones anunciadas por Lis Truss y Úrsula von der Leyen, entonces, sumadas a la ley impulsada por Joe Biden para enfrentar la escasez mundial de semiconductores –aprobada por el senado norteamericano el 26 de julio–, en la que además de prohibir la venta de esos aparatos a China, destinan 280.000 millones de dólares en subvenciones federales y exenciones fiscales para las empresas que construyan plantas de chips en el país, son indicadores claros que para los directores de política económica el discurso de las “fuerzas libres del mercado” fue clausurado. La academia, por lo contrario, seguirá como los habitantes de la caverna de Platón, creyendo que las sombras reflejadas en la pared son la realidad.
El mercado, entre la realidad y la ficción
Karl Polanyi en su escrito Nuestra obsoleta mentalidad de mercado, clasificaba los diferentes intercambios de objetos en: intercambio de regalos, comercio administrado y comercio de mercado. El primero, característico del pasado más lejano, consistía en la entrega de unas determinadas mercancías que era sabido necesitaba el destinatario, mientras el dador estaba seguro, por el criterio cultural de la reciprocidad, de recibir a cambio lo que sabía que el otro estaba en condiciones de darle y que necesitaba. El comercio administrado es ya un intercambio formal en el que el criterio son las cantidades intercambiadas a unas tasas fijas cuyas proporciones podían variar bajo circunstancias especiales. Y, por último, el comercio de mercado, que caracteriza al capitalismo y en el que deben confluir múltiples ofertas, múltiples demandas y el precio.
Esto último ya debía inducir, incluso en la reflexiones al interior del mundo mismo del capitalismo, a limitar la existencia del “mercado” a algunas áreas en especial, pues muchos intercambios pueden contar con “múltiples demandas” pero no “múltiples ofertas” y viceversa, como la misma teoría convencional lo reconoce cuando habla de monopolio (un solo vendedor) u oligopolio (pocos vendedores) del lado de la oferta, o de monopsonio (un solo comprador) u oligopsonio (pocos compradores) del lado de la demanda, que sin ser excepciones, sino la normalidad en las grandes transacciones, son tratados como si eso no alterara completamente la estructura del edificio conceptual. Las respuestas de los académicos a las realidades que no caben en sus modelos provocan sorpresa por el simplismo elemental de las explicaciones, tal es el caso de la formulación de los llamados “mercados desafiables”, según la cual, incluso en el monopolio hay competencia, porque los empresarios monopolistas, supuestamente, le temen a un competidor imaginario que hipotéticamente los puede llegar a desafiar, por lo que su comportamiento, según ese razonamiento forzado, no difiere en nada de si la competencia fuera real.
La “libertad” de mercado que ha sido asociada como precondición de la democracia es todo menos democrática como quiera que en ella la elección –a diferencia de la formalidad política, donde cada ciudadano es igual a un voto–, queda definida por el mecanismo una unidad monetaria un voto que hace, por ejemplo, que el deseo de Elon Musk valga millones de veces más que el de un ciudadano corriente. Estar en condiciones de elegir, significa en el campo del mercado, estar limitado por las restricciones presupuestales cuya asimetría nadie desconoce. Y sobre los aspectos que conducen a tal asimetría salvo hablar de la frugalidad y, por tanto, del espíritu de ahorro de los enriquecidos, o de la buena suerte, como en el caso de las fortunas heredadas, nada serio dicen los justificadores del mecanismo de distribución de las dotaciones en el capitalismo. Sobre la “asignación óptima de los recursos”, derivada de la aplicación de las “leyes del mercado”, dan por aceptado como resultado “óptimo” que cerca de 900 millones de personas tengan severos problemas de alimentación, 2.200 millones carezcan de agua potable, y quizá más dramático, por lo que simboliza para el mundo moderno, que 3.600 millones de personas no tienen un retrete o al que acceden no funciona correctamente.
Los teóricos oficiosos de la economía convencional reconocen, ciertamente, “fallos del mercado”, que no son otra cosa que realidades que contradicen sus modelos como algo eficiente, tal como el hecho innegable de la producción con rendimientos crecientes, es decir con los costos medios decrecientes –el modelo sólo es eficiente si los rendimientos son decrecientes, algo contraevidente pues las empresas compiten con la disminución de sus costos–, o son poco relevantes como el problema de los bienes públicos (que no trata de los bienes estatales) y que el ejemplo clásico es el de una boya que señala la entrada a un puerto que termina favoreciendo también a las empresas mercantes que no la instalaron y por tanto la usufructúan gratuitamente.
Existe sí un fallo importante que trajo a la discusión el economista inglés Arthur Cecil Pigou cuando introdujo el concepto de externalidades, que trata de los efectos sobre el entorno que tiene todo proceso económico, y que dio lugar, más tarde, a poner sobre el tapete la discusión de las consecuencias sobre el medioambiente, cuyos costos no están contemplados en los cálculos empresariales. En estos casos, el “mercado” no ha mostrado más que su ineficiencia como regulador de la actividad económica, pues de otra manera cómo explicar que la ONU, en su estudio Evaluación de los ecosistemas del milenio, estima que cada año entre 18 mil y 55 mil especies son convertidas en extintas y que el calentamiento global ya amenaza a la humanidad. La solución a los fallos del mercado que proponen los profesionales de la sinrazón es más mercado, pues ninguna otra cosa parece que hay en su cabeza, y por eso para controlar el calentamiento global, por ejemplo, diseñaron la mayor estafa para las generaciones futuras: los llamados “mercados de carbono”.
Confundir capitalismo con “mercado”, es decir con intercambio de mercancías, es una estrategia justificadora que busca adjudicarle al capital las mayores conquistas de la humanidad, desde la producción controlada del fuego hasta la buena consciencia, pasando por la invención del cero y la rueda. El capitalismo no inventó el comercio, este tuvo lugar desde el comienzo mismo en que la división del trabajo alcanzó grados significativos, y fue instituido de forma sistemática cuando los humanos usaron cotidianamente los llamados “recursos localizados”, esto es, aquellos concentrados en muy pocos lugares y de los que el ejemplo clásico son los metales, que a algunos grupos obligó a comerciar con aquellos pueblos que ocupaban dichos espacios, para poder obtener lo que requerían. Los intercambios, como vimos, han tenido muchas facetas que los separan del fetiche mágico que la visión ideologizada de los ultraliberales ha creado, con el propósito de convencernos de la bondad y eternidad del capitalismo. Los maravillosos poderes que le atribuyen son, para cualquier observador medianamente atento, pura y dura ideología.
De la fábula al engaño
En 2013 el Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel, fue otorgado a los economistas norteamericanos Eugene Fama, Robert Shiller y Lars Peter Hansen, por sus estudios sobre los mercados financieros. Selección de nombres que reclama un sitio en el “aunque usted no lo crea” de Ripley, pues Eugene Fama fue premiado por su tesis de que los mercados de valores son “informacionalmente eficientes”, es decir, que el precio de los activos refleja toda la información existente que determina sus valores, y que por tanto estos no pueden ser objeto de especulación. Shiller, en cambio, sostiene que los mercados de valores están sometidos a la sicología humana y que por eso pueden crear una estructura de precios errada, incluso por mucho tiempo. Pero, lo más desconcertante es que en la ceremonia de entrega de los premios, Shiller presentó argumentos en los que supuestamente demostraba que la hipótesis del mercado eficiente de Fama era falaz. Y más allá de las disputas entre los seguidores de uno y otro, lo cierto es que ninguna de las disciplinas serias premia a quien afirma una cosa y simultáneamente al que afirma totalmente lo contrario, pues eso implicaría premiar a alguien que está equivocado, ya sea A o sea B. Lo que dicen los críticos, es que el premio a Fama no fue por ningún descubrimiento sobre la realidad de los mercados financieros, sino como agradecimiento de los banqueros porque sus tesis sirvieron de justificación de la desregulación financiera que enriqueció a los más grandes del sector.
Este año, uno de los tres premiados fue Ben Bernanke, quien figuró como director de la Reserva Federal durante la crisis del 2008, por demostrar, supuestamente, que las quiebras bancarias son uno de los factores que más inciden en la prolongación de las recesiones que siguen a las crisis financieras. Y en este caso, el premio parece una gratificación para el galardonado por impulsar en el 2008 el salvamento del sistema bancario a través de la llamada flexibilización cuantitativa, que no fue más que emisión monetaria de miles de millones trasladados a los bancos a tasas de interés cercanas a cero. La oficialización del principio de “tan grande para no caer” que fue erigida desde ese momento, rompió otro de los principios del “mercado” que decía que las bancarrotas eran el mecanismo de limpieza que garantizaba que tan sólo los eficientes permanecían en él. Que los más grandes no estén sujetos a las contingencias de los negocios, muestra a la ley del más fuerte como el único elemento decisorio en la producción y distribución de bienes y servicios en las escalas mayores, y eso no requiere de ningún modelo explicativo complejo ni de discursos sobre la “libertad de mercado”.
Es conocido que el llamado premio Nobel de economía surge de forma espuria, pues fue instituido por el Banco Central de Suecia 75 años después del inicio de los verdaderos premios Nobel. Y es tal su sentido apologético de las expresiones más extremas de la defensa del capital, que el abogado de derechos humanos, Peter Nobel, descendiente de Ludvig Nobel, el hermano mayor de Alfred, creador de los Premios, considera que la confusión creada por el supuesto Nobel de economía además de un robo al nombre del galardón es un insulto a la institución. Aunque, para ser justo, debe reconocerse que los premios Nobel de la paz y los de la literatura, en no pocas ocasiones, muestran un sesgo similar.
El proceso de desglobalización también dejó atrás el discurso de que habíamos entrado en una era post-nacional. El retraimiento del comercio internacional dejó sin piso la afirmación que en la división internacional del trabajo el principio de las ventajas comparativas era la única guía. El conflicto actual entre las potencias señala que ciertas producciones, independientemente de los costos, deben tener lugar al interior de las fronteras por seguridad nacional, y la abierta lucha entre los poderes estatales corporativizados no dejan campo para las sutilezas encubridoras disfrazadas de ciencia de los economistas. Un proceso en el cual los complejos militares-industriales de las grandes potencias, han declarado, de forma abierta, haberse convertido en el eje de la dinámica de la acumulación y, en consecuencia, el capitalismo acelera las violencias de todo tipo como mecanismo de control. El fin del capitalismo regulado y de la multilateralidad en las relaciones internacionales, que con la práctica eliminación de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y la inanidad de la misma ONU en todas sus dependencias, son señal clara que los principios de la jungla rigen de forma explícita.
¿Están tomando nota los movimientos sociales de la peligrosa dirección que el capitalismo ha tomado? Sin dejar de lado lo local, es necesario gritar que en todos los rincones del globo el sismo va a sentirse, y que tan sólo una verdadera solidaridad surgida de identificarnos como humanidad nos puede evitar una catástrofe de impensadas dimensiones.
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