Cuando Dios se convirtió en otra mercancía
Detalle de 'La creación de Adán', de Miguel Ángel.

La derrota en los años 80 y 90 de la izquierda en manos del modelo neoliberal fue -y es- una derrota de la humanidad. La revolución francesa, y luego la revolución rusa con su vocación universal práctica, se hicieron en nombre de la dignidad igual de todos los seres humanos. Era un salto de gigante donde la humanidad se interrogaba a sí misma y crecía en conciencia como no lo había hecho desde que empezó a dudar en la ribera del Mediterráneo hace 2.500 años de todo lo que no tuviera causa. 

Con la deriva estalinista, la desaparición de la URSS en 1991 y el sepelio final de los estados sociales, esas esperanzas de emancipación se hundieron en el mar. Se iba por el desagüe de la historia el más hermoso sueño de colosal de redención racional que nos habíamos dado. La esperanza sin tutelas que entregaba a los minúsculos seres humanos -esos animales que carecen de garras, astas, colmillos y fuerza y que, como compensación, saben, gracias al lenguaje que se van a morir-, un único consuelo más allá de dioses, un bálsamo en forma de certeza de que lo que esperaba a la humanidad en el futuro era más grande que nosotros mismo. En los campos de concentración, resistía la gente con fe y la gente de izquierda (que a menudo es bebían de un razonamiento similar) porque se sentían parte de algo enorme y son sentido.

Cambiar la esperanza por un iPhone 15 no compensa. Si hoy el consuelo es marcharnos al más allá dejando una casa llena de cachivaches, es más inteligente repetir lo que hacen los narcos mexicanos que, como faraones modernos, se hacen enterrar con sus 4×4, sus caballos o su avioneta. Pero, en verdad, nadie se lleva el dinero al cementerio y dejar recursos a los hijos en un mundo carente de recursos y de esperanza no deja de ser una derrota.

Yuval Harari, el exitoso historiador israelí, medita durante dos horas cada día. Harari, enjuto y tranquilo, explica su punto de vista: “La vida no tiene sentido y la gente no necesita crear ningún sentido”. Su interpretación de Buda es propia de quien gana dinero en el circuito del capital durante tres meses y luego se retira el resto del año con esa plata a reflexionar dolido sobre la vaciedad del mundo: “No hacer nada. Absolutamente nada”, dice este sapiens, que no podría, por poner un ejemplo, ejercer su homosexualidad si tantos homosexuales antes que él no hubieran puesto el cuerpo, no para que se lo acariciaran, sino para que les torturaran, encarcelaran y mataran para conseguir esa libertad sexual de la que hoy disfrutan. Algo de paz tiene Harari hoy al respecto gracias a que, antes de él, alguien hizo lecturas diferentes a la inacción y se enfrentó al poder al que tanto le gusta ese Buda resignado.

Mi contemporáneo Pablo D’Ors se ha ganado una merecida fama por intentar ayudar a cientos de miles de lectores a quitar el pie del acelerador. Vivimos en un mundo vertiginoso que no controlamos, donde para disipar la angustia hay que entretenerse sin fin o confiar en una tecnología bondadosa que trascienda el cuerpo y burle la muerte. Llenos de incertidumbres, y en un tiempo en el que una de las pocas certezas inconmovible es el anuncio del nuevo iPhone en septiembre del año próximo, D’Ors ha conectado, intuitivo, con la necesidad de algo de sosiego. Siempre que hay hambre, alguien nos va a hablar de comida. Y ahí está su Biografía del silencio o Los contemplativos, que publicó con gran éxito de crítica y público. 

En nuestro sistema económico, siempre que hay una demanda surgirá una oferta. El papel que desempeña hoy este sacerdote jesuita está en la senda del desempeñado en otros momentos por el filósofo y gurú Osho. Mucho antes transitaron esa senda Viktor Frankl y Hermann Hesse -especialmente con Siddharhta. Tuvo también su lugar durante la transición española con el cura Martín Vigil -finalmente señalado como pederasta- y también por Monseñor Escrivá de Balaguer, con su recto Camino. En el capitalismo y sus crisis siempre habrá alguien que nos ayude bien a olvidarnos de las maldades del capitalismo y estimularnos a ganar todo el dinero posible, bien a dejar de pedalear en esa falsa bicicleta en la que no recordamos cuándo nos subimos, y bajarnos, al menos mentalmente, de esa moto de gran cilindrada que es el capitalismo. 

Antes esos libros llegaban a los kioskos o eran lecturas escolares, pero como buen jesuita, D’Ors ha dicho: si el kiosko no viene a un jesuita, el jesuita debe ir al kiosko, así que recorre el mundo y da charlas en hoteles donde el menú de San Valentín cuesta por persona 150 pavos, puro amor, y con diez euros no pagas dos cafés. Supongo que esos encuentros los paga la editorial.

Dice Pablo D’Ors en una de esas entrevistas promocionales que:

“Sentarse en silencio es como ponerse ante un espejo y normalmente al hacerlo nos escapamos, nos asustamos, no nos gusta lo que encontramos. Eso es porque tenemos mucho ruido que nos desasosiega. Pero si uno consigue perseverar va transitando por distintos estados de ánimo. A lo que ayuda el silencio es a no identificarse con las emociones. Yo puedo sentir alegría, tristeza, envidia, entusiasmo, pero yo no soy eso. Eso viene y va, pienso hoy una cosa y mañana otra. También, no identificarse con el cuerpo, ni con la mente. Yo no soy esta corporeidad ni esta mente radicalmente. Yo estoy aquí en este cuerpo con esta mente, pero hay algo más allá de esto. ¿Qué es?

– Dígamelo usted.

11/02/2024

Información adicional

Autor/a: Juan Carlos Monedero
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Fuente: Público

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