Cibercomunismo: Utopías viables y contrapoder tecnológico

10/Jun/2025. Desde inicios del siglo XX, la humanidad ha experimentado un periodo de doble progreso tecnológico y productivo sin precedentes. Este progreso, continuación directa de la (primera) revolución industrial, arrastra una infinitud de contradicciones. Los desarrollos de química de Franz Haber hoy permiten la alimentación de casi la mitad de la población, pero también crearon un nuevo y terrible tipo de guerra, la guerra química. La misma energía atómica que hoy produce el 10% de la electricidad del planeta, arrasó hasta sus cimientos Hiroshima y Nagasaki y sigue amenazando a la humanidad con su extinción. Lejos de ser una “ciencia apolítica”, con desarrollos inherentemente positivos o negativos, la forma y uso de la tecnología responde a los intereses de quienes las desarrollan y las controlan. Por lo tanto, es una cuestión política de primer calibre.

Desde un punto de vista económico, quizás los avances más significativos son los realizados de manera paralela e interconectada desde la 2ª Guerra Mundial en los campos de la Computación, Telecomunicación, Informática y, particularmente relevante para este artículo, la Cibernética, que es el campo del conocimiento que estudia los procesos de transformación y realimentación de la información, estableciendo relación entre inputs y outputs. Estos avances resultaron, en el mundo industrializado y desde los 70, en lo que se conoce hoy como la tercera revolución científico-industrial.

En paralelo a esta revolución tecnológica, que quizás salvó la economía capitalista, la Unión Soviética, incapaz de adaptarse a tiempo, entró primero en un periodo de estancamiento para acabar colapsando ante presiones internas y externas en 1991.

Desde entonces, la dominancia del sistema capitalista parece total. Vivimos en la era del Realismo Capitalista, en la que, como dijo Margaret Thatcher: no hay otra alternativa (there is no alternative), y hasta nuestra ciencia ficción se obsesiona con distopías y desastres, incapaz de imaginar futuros mejores. Ante esta derrota histórica, y lejos de caer en las trampas de la nostalgia, el campismo o el reformismo, debemos observar estos avances contradictorios que nos da el capitalismo e identificar las grietas por las que, si entrecerramos los ojos, todavía podemos vislumbrar alternativas y potencialmente construirlas. Es decir: ser capaces de usar los mismos avances que salvaron al capitalismo para derrotarlo y superarlo.

Una producción planificada cibernéticamente

Ya en la segunda mitad del siglo XX, los avances en la cibernética, la automatización y la robótica empezaron a verse como oportunidades para mejorar la capacidad de planificación económica y organizar una sociedad más justa, en la que se trabajase menos y se viviese mejor. Por ejemplo, no es casualidad que la Liga Comunista francesa actualizase en su manifiesto de 1972 el viejo lema leninista pasando de “Comunismo = Soviets + Electrificación” a “Comunismo = Soviets + Automatización”.

Esta identificación de la planificación cibernética como herramienta de progreso también encontró apoyo desde sus inicios entre movimientos no explícitamente marxistas. Son resaltables el movimiento feminista, donde autoras como Shulamith Firestone o Dolores Hayden veían una planificación del trabajo (ya sea productivo o reproductivo) e incluso de la reproducción biológica como manera de superar la división social del trabajo según el género y la opresión biológica de la mujer; el movimiento ecologista, donde gente como Barry Commoner o Howard T. Odum planteaban una planificación ecosocial de la economía que incorporase el impacto ecológico de nuestra actividad productiva en la toma de decisiones; o incluso los sectores más políticamente activos de la ciencia ficción, poniendo como ejemplo a la legendaria Ursula K. Leguin, que describía utopías sin dinero ni estado, pero con planificación racional y consensuada del uso de los recursos a través de los ordenadores.

Pero estos anhelos no se quedaron solamente en especulación. En países con proyectos socialistas y en una época en la que los planes quinquenales todavía se diseñaban a mano (de manera innegablemente efectiva, pero también innegablemente ineficiente), proyectos como el OGAS o el Cybersyn planteaban, ya en los 60 y principios de los 70, oportunidades de centralizar computacionalmente la información y coordinar la producción, permitiendo mejor toma de decisiones a todos los niveles.

En Chile, el proyecto Cybersyn, puesto en marcha por el innovador británico de la cibernética Stafford Beer, fue creado para coordinar centralmente la producción y distribución en las fábricas recientemente socializadas. En un momento en el que las reformas radicales del gobierno de Unidad Popular de Allende se enfrentaban al boicot económico de la patronal, este sistema permitía sortear las redes de comunicación económica tradicionales (contactos personales, contratos comerciales…) y habría sido clave en una economía de transición.

En cambio, en la Unión Soviética, el trabajo de científicos como Kantorovich o Kitov permitió a Victor Glushkov, padre de la cibernética soviética, romper con el cerco político de esta ciencia y plantear un sistema de planificación económica en vivo (el OGAS). Este sistema multiniveles, con decenas de miles de ordenadores por todo el territorio, iría actualizando los planes quinquenales según llegase la información real de las fábricas, sustituyendo poco a poco el sistema de balance de materiales, y entre otras cosas hubiera supuesto una mayor autogestión en cada fábrica.

Ambos proyectos fueron derrotados. Cybersyn desapareció tras el golpe de estado militar contra Allende. El OGAS no consiguió despegar por la inflexibilidad y burocracia soviética en Rusia, donde los ministerios defendían celosamente sus recursos y sus competencias. Ambos por querer dar demasiado poder al pueblo.

Pese a sus limitaciones, estas corrientes y experiencias tienen en común un planteamiento que ha sido parte del marxismo desde su concepción: el desarrollo científico y tecnológico debería estar al servicio de la humanidad. Mejorar nuestras vidas de todas las maneras posibles. Liberarnos. Pero sin una fuerza social capaz de imponer la democratización de los beneficios de la tecnología, sus promesas se quedan en nada.

¿Y qué ocurre con la planificación y la tecnología en el siglo XXI?

El vertiginoso desarrollo tecnológico de la tercera y la (quizás) incipiente cuarta revolución industrial ha multiplicado la capacidad productiva de las personas (al menos por 5 en términos reales y en el mundo occidental a lo largo del último siglo). Todos tenemos como mínimo un ordenador en casa, y al menos otro en el bolsillo, lo que nos integra en una red de intercambio de información constante, voluntaria o involuntariamente. Las grandes empresas pueden planificar logística, producción o incluso el desarrollo de nuevos productos a años vista de manera independiente. Y declaramos ser capaces de automatizar cualquier proceso, con el coste como único obstáculo.

Sin embargo, lejos de cumplirse la predicción que hizo Keynes hace 100 años de que a estas alturas trabajaríamos 15 horas a la semana, apenas hemos conseguido trabajar un par de horas menos al año (e incluso esto en un marco de precarización más que de conquista histórica). Lejos del internet libre que se imaginaba en sus inicios, que serviría como puerta al conjunto del conocimiento humano y como lugar de encuentro y colaboración, hoy el internet es otro dominio de las corporaciones, que no tienen ningún inconveniente en espiarnos en nombre del estado u otras empresas. Y en contraste con la avanzada planificación microeconómica de los grandes conglomerados, sufrimos una anarquía macroeconómica en la que el estado ni está ni se le espera (y al contrario, interviene activamente para imponer esta estampida productiva), y donde la mano invisible del mercado resulta en infinitas ineficiencias, superproducción, consumismo para compensarla, y un mundo cuya habitabilidad estamos destruyendo.

Podemos considerar que hay dos grandes razones (que en realidad es una gran razón) para esto. Una, sociológica/política, nos dice que bajo el capitalismo la clase dominante, la burguesía, utiliza el tiempo de las personas como recurso a explotar en pos de un crecimiento económico infinito. Por lo tanto, no importa cuanto aumente nuestra eficiencia, porque a más eficiencia, más se nos exigirá para sobrevivir y por ende más tendremos que producir.

La segunda razón es cibernética, y afirma que, como sistema de planificación de producción y distribución de bienes y productos, el capitalismo está condenado a tener resultados imperfectos en cuanto a la satisfacción de nuestras necesidades reales. Primero, porque funciona con información incompleta y fraccionada: cada empresa toma sus propias decisiones con la información parcial de la que dispone y buscando maximizar su beneficio. Y segundo, porque concentra toda la información de las consecuencias de sus acciones en este único valor de cambio y output a maximizar: el dinero. De esta manera, se destruye muchísima información, dado que no todo el impacto de, por ejemplo, secar Doñana es cuantificable económicamente.

Dos conclusiones

La primera es que si fuéramos capaces de unificar toda esta información económica, demográfica, ecológica… e incorporar a nuestra planificación económica otros outputs/productos a maximizar -como la esperanza de vida o la reducción de gases de efecto invernadero- podríamos conseguir un sistema muchísimo más eficiente y efectivo a la hora de suplir nuestras necesidades, ahora y a largo plazo.

Solo con nuestro nivel tecnológico actual ya seríamos capaces de predecir al detalle el impacto de nuestras decisiones económicas, y escogiendo democráticamente nuestras prioridades podríamos asignar recursos materiales y humanos de manera mucho más coherente, resolviendo de manera casi trivial problemas como la escasez de comida o vivienda. Podríamos elegir qué procesos deberían ser automatizados y cuáles podrían ser desindustrializados según nuestros criterios y no los del beneficio económico, aceptando que los límites biofísicos de nuestro planeta nos impiden robotizar todo y, al mismo tiempo, que hay cosas que son mejores cuando son artesanas o involucran más humanidad.

Y, sobre todo, si decidiésemos (y creo firmemente que sería una de las primeras decisiones de cualquier sistema realmente democrático) impulsar una reducción significativa de la jornada laboral, pasaríamos inmediatamente a vivir vidas más sanas, más libres, y profundamente más plenas. Una gran expansión del tiempo de ocio nos permitiría embarcarnos en una infinitud de proyectos personales, de formación técnica, humanística o científica, sin mayor objetivo que la búsqueda de satisfacción personal y conexión humana; pero también en proyectos políticos, pudiendo dedicar mucho más tiempo a deliberar, organizarnos, filosofar, y plantear objetivos tan ambiciosos como la superación del estado, del género o de la alienación. Una economía planificada democráticamente es sólo el inicio de la verdadera revolución.

La segunda conclusión es, aterrizando un poco de las anteriores divagaciones “utópicas”, que sin una fuerza social masiva y organizada, que pueda imponer su voluntad sobre los intereses cortoplacistas de la burguesía, toda esta capacidad técnica seguirá sometida bajo el mismo yugo que las personas, arando los campos de un crecimiento infinito en un planeta finito. El caso de la crisis climática evidencia esto más que ningún otro: pese al consenso casi absoluto entre los científicos de la necesidad de un cambio radical en nuestra manera de producir y consumir, nuestro sistema apenas reacciona, y mantenemos un rumbo que sólo puede acabar en el naufragio más desastroso de la historia del planeta. No basta saber qué es lo mejor para todos. No basta tener la capacidad técnica para hacerlo. De esta manera, hemos de ser fuertemente críticos hacia el tecnooptimismo naive o peor, creer que una tecnocracia podría ser posible (ni siquiera entraremos en su deseabilidad) sin una abolición de la propiedad privada.

Es por ello que considero útil hablar de cibercomunismo. Es importante que, en un momento de derrota histórica del socialismo, seamos capaces de crear nuevas visiones de los futuros que queremos, y aún más importante, hacer patente su posibilidad. Aunque no sean ni mucho menos visiones cerradas o proféticas, para construir una fuerza social capaz de organizarse alrededor de un programa revolucionario debemos reconstruir también utopías viables, en constante diálogo con la realidad, los desarrollos tecnológicos y los anhelos de las personas. En una era en la que no nos queda nada del socialismo realmente existente, no nos queda otra que dar un paso atrás e identificar y construir el socialismo realmente posible

Hacia un contrapoder tecnológico

Finalmente, ahora que hemos establecido las bases de una teoría y un horizonte cibercomunista, de planificación democrática, cibernética y computacional de la economía (que es en lo que se ha centrado hasta ahora esta pequeña corriente), me gustaría dedicar un espacio a explorar lo que podría suponer la praxis cibercomunista correspondiente.

Lo bueno de haber identificado en la tecnología un frente abierto en la lucha de clases es que, en contraste con otros frentes (es difícil montar una mina de coltán en nuestro sótano, o de cerrar una en el Congo), la tecnología moderna y en concreto el internet requiere de la participación de la práctica totalidad de la población, que la usa para trabajar, para comunicarse, para su ocio…

Esta masa crítica de gente, combinado con la naturaleza interconectada, de intercambio semilibre de información de internet; permite la aparición de una infinitud de grandes y pequeños proyectos, herramientas y colectivos que de manera consciente o inconsciente se enfrentan al control privado de la red y de la sociedad.

Por ejemplo, la piratería informática es una experiencia casi universal que compromete seriamente el control sobre la propiedad intelectual, y que al profundizar rápidamente conduce a herramientas, como las VPN, que buscan escapar conscientemente del control estatal. Esto es aún más ambicioso en los proyectos de abolición de la propiedad intelectual sobre el conocimiento científico, como el Sci Hub de Alexandra Elbakyan (que curiosamente explicita su comprensión comunista de la tarea que realiza) o la obra de Aaron Swartz. Igual que el contrabando en el viejo bloque este, ya sea de bienes de consumo, información, o arte censurado (conocido como Samizdat), estas grietas en el control del sistema son buscadas orgánicamente por las personas, en pos de satisfacer sus necesidades y su curiosidad de maneras que ya no pueden hacer legalmente. No despreciemos su impacto.

Proyectos colaborativos como las innumerables herramientas Open Source, de Software Libre, o incluso las comunidades de “mods” de videojuegos nos plantean caminos de creación libre y colectiva, sin otro beneficio que el uso de lo creado o incluso el puro amor al arte. Al mismo tiempo, las herramientas digitales que van desde sistemas operativos y servidores descentralizados hasta aplicaciones de edición de imágenes o de mensajería son tecnologías desarrolladas por nuestra propia clase y que se mantienen bajo nuestro control, ampliando nuestro arsenal de comunicación (interna y con la sociedad) y de trabajo independiente de las corporaciones.

Muchas personas de mi generación pudieron explorar por primera vez sus identidades de género y sexuales en la infinitud de foros y espacios sociales del internet, o incluso cuestionar más ampliamente la identidad y las ideas políticas que les habían sido dadas (hilando nuevamente al acceso a literatura pirateada). Aunque creo que su rol en la capacidad de autoorganización política de nuestra clase ha podido ser sobreestimado (sobre todo tras la Primavera Árabe), mantener o crear espacios independientes de encuentro y comunicación online sigue siendo clave en la creación de alternativas a las redes sociales hegemónicas, y de contrahegemonía en general. Esto es aún más importante en medio de un proceso contínuo de algoritmización de la red, con sesgos marcados por los oligarcas que son dueños de las principales redes sociales.

Y en última instancia, cuestiones como el apagón (cuyo orígen se especuló inicialmente como ciberataque) o las armas impresas en 3D usadas por Luigi Mangione o en la guerra civil de Myanmar nos recuerdan que en una situación de conflicto abierto estar equipados con una fuerte capacidad tecnológica puede ser la diferencia entre la victoria y la derrota. Una huelga general en el siglo XXI debería, por ejemplo, ser acompañada de ciberataques masivos a infraestructura crítica.

Esta variedad de herramientas prácticas e ideológicas que nos ofrece el internet, la aparición de dinámicas considerables como poscapitalistas, la disputa de la propiedad intelectual, y la incorporación de nuevas capas de la sociedad a una dinámica de enfrentamiento con el capitalismo (inicialmente quizás identificado con la gran corporación) es la razón por la que considero que las revolucionarias debemos participar conscientemente en las luchas por la liberación del ciberespacio, o al menos seguir de cerca su potencial.

Por ahora la mayoría de estas comunidades, y de los individuos (programadores, hackers, activistas…) que mantienen estas redes de trabajo, información e incluso espionaje son ya no marxistas, sino plenamente inconscientes del acto profundamente político en el que participan. Por lo tanto, podemos y debemos especular sobre reforzar, coordinar, y armar ideológicamente los colectivos que habitan la red, y aprendiendo de ellos, educar a la gente en el uso de herramientas libres y ser capaces de construir las capacidades técnicas de nuestras organizaciones y movimientos. De esta manera podemos usar esta lucha en el Frente Digital como punta de lanza (una de muchas) en la lucha por la tecnología, y, en última instancia, por el control de la producción.

Considero que esta disputa consciente del control sobre la tecnología, empezando por el internet, en diálogo con un horizonte de planificación cibernética de toda la economía coloca en el centro la cuestión de poner la tecnología al servicio de la humanidad y su emancipación y es, por lo tanto, merecedora del título de cibercomunismo.

Apuntes finales

Vivimos en una era en la que la dominancia del capital se sostiene (al menos en parte) por el control férreo de la tecnología, donde buena parte de las mayores empresas del planeta basan su actividad en servicios y productos tecnológico y en la que algunos proclaman (de manera simplista y precipitada) la llegada del tecnofeudalismo.

Frente a esta realidad desoladora, el cibercomunismo puede ocupar el nicho de un discurso y un análisis revolucionarios alrededor de la tecnología de nuestros tiempos. Nos permite integrarla en nuestros horizontes, aterrizando materialmente nuestras demandas (por ejemplo, de un ecosocialismo que cierre la brecha metabólica del planeta o incluso de una reimaginación de las relaciones humanas) y recentrando términos como “planificación democrática”.

Pero también nos permite incorporar herramientas que nos actualizan a nuestros tiempos, reconociendo las dimensiones técnicas del conflicto (por ejemplo, la lucha en redes no se da en un tablero justo, meramente discursivo) y ofrece caminos por los que a medio plazo podríamos rearmarnos, permitiéndonos avanzar cualitativa y cuantitativamente como organizaciones revolucionarias.

Para resumir, luchar por un futuro pasa por imaginarlo. Construirlo pasa por conectarlo a nuestras experiencias cotidianas.

Soñemos de nuevo con ovejas mecánicas (y socialistas).

10/06/2025

Información adicional

Tecnología al servicio de la humanidad
Autor/a: Ignacio de Grado Gálvez
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Fuente: Viento Sur

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